El cine como revulsivo, como arte encargado de lo humano y también de lo divino. La realidad, la suma de los elementos cotidianos, cuando se enfrentan a las desviaciones que padecemos como sociedad en una amalgama de estilo y absoluto desprejuicio suele dar como resultado películas con escaso interés comercial —o lo que es lo mismo, carne de festival llamada a convertirse en obra de culto— pero potente vocación autoral. En el caso que nos ocupa, vamos a comentar sobre la ópera prima de Brandon Cronenberg, heredero de la «nueva carne» que nos presentara David Cronenberg en Videodrome (1983) y que consigue representar un imaginario que se siente como un viejo conocido, pero lo suficientemente estimulante por sí mismo como para alejarse de la comparación fácil.
Su punto de partida tiene tanto de marciano como de alegórico, aunque sus interpretaciones subtextuales irán ganando en fuerza conforme avanza el metraje y el director vaya poniendo las cosas cada vez más en perspectiva. Seguimos a Syd March, empleado de una enorme empresa que se dedica a replicar e inocular virus padecidos por celebrities a la gente común que quiere sentir lo que ellos sintieron, tener lo que ellos tuvieron, ser lo que ellos son: establecer un ancla, al fin y al cabo, entre su mundanidad y lo extraordinario que perciben en aquellos que, mediante marketing y artes comerciales solo muestra perfección y altura. Esos virus, obtenidos mediante contratos con los famosos que les proporcionan pingües beneficios a todas las partes implicadas, alcanzan un enorme valor en el mercado negro, y nuestro protagonista no duda en inoculárselos a sí mismo para sacarlos de la empresa y obtener un sobresueldo. Así las cosas, no cuesta demasiado obtener una clara dimensión crítica para con la sociedad y sus oscuras derivas, para con unos individuos más preocupados por obtener una recompensa instantánea basada en la vicariedad —esto es, el aprendizaje a través de la observación— que los guíe hasta la realización sin haber dedicado ni un solo segundo a la introspección o la autocrítica. Claro que Antiviral, al final, ofrece más que eso aunque tropiece con algunas pequeñas piedras por el camino, y se sienta como el germen de un estilo casi definido —que habrá alcanzado casi completamente en su reciente Possessor (2020)— pero que requerirá de cierto pulimento que termine de situar al cineasta en una posición más cómoda.
Dice Brandon Cronenberg que la idea nació de un sueño que tuvo en el que le inoculaban un virus que compartía con otra persona. Desde un punto de vista estético, la representación de esa conexión biológica a través de la enfermedad funciona a la perfección al usar un esquema prácticamente bicolor —el blanco como la asepsis, el rojo como la vida y la muerte— de gran elegancia y sobriedad, que contrasta frontalmente con las imágenes de pesadilla, de cuerpos deformados y mentes corrompidas, que intercala durante el metraje a modo de entrada en el cerebro de Syd —todo sea dicho, interpretado por un estratosférico, hipnotizante, dueño absoluto de la función Caleb Landry Jones— y símbolo de las perversiones y los miedos más oscuros que conviven en su conciencia, en una muestra absoluta de que la «nueva carne» quizá ahora sea la «nueva sangre». Ese sueño —o pesadilla— casi se puede interpretar en clave literal, al convertir la conexión en una enfermedad, en una especie de punto de unión perverso que perpetúa lo degenerado, lo envilecido que persigue una sociedad distópica —o no tanto— que busca un referente idealizado que imitar hasta el punto de enfrentarse a dolores de lo más variopintos con tal de encontrar esa conexión.
El cineasta, poco dado a los personajes verborreicos, apuesta por una narración muy visual y corporal, con una visceralidad latente que crea imágenes desesperanzadoras que remueven las entrañas por lo repulsivo, y lo certero.
Decíamos que la obra en su conjunto da algún traspiés de tipo narrativo al caer en la reiteración y transmitir durante el segundo acto cierta sensación de estancamiento. Aunque perdonable dada la fuerza de su estética y las múltiples capas de interlinealidad que coexisten en cada escena —aunque Cronenberg diga que no le gusta meterse demasiado en las interpretaciones de su cine—, es inevitable percibirla como un diamante sin pulir que se atasca precisamente cuando se abre demasiado a lo subtextual y abraza abiertamente el camino de la metáfora. Aunque nunca deja de funcionar en su plano más literal, requiere por lo general de un espectador predispuesto y con predilección hacia un estilo fílmico exigente: sus virtudes, que no son pocas, se apoyan en una relación bilateral entre su discurso y el nivel de afinidad que el público posea de antemano hacia su tesis, por lo que deja fuera a todo aquel que busque una experiencia ligera.
Lo decía Jung cuando hablaba del «imago» —esa representación interna inconsciente—, Lacan en su «estadio del espejo» —la fase en la que el ser humano se vuelve autoconsciente y genera la imagen de sí mismo en base a lo que percibe— o incluso de soslayo Freud con su «superyó» al entrar en la internalización de los valores de los padres: no se puede escapar de la parte más primaria del ser humano como elemento débil de cualquier sociedad —esto es, como individuo—, ya que la tendencia siempre pasa por buscar un objeto de identificación y adoptar una postura inconsciente de imitación y persecución. Brandon Cronenberg, consciente o no de la literatura psicoanalítica que evoca con Antiviral, se posiciona como uno de esos narradores complejos que disfrutan sacudiendo el avispero y apuntando cuantas picaduras pueden soportar sus criaturas antes de convertirse en polvo.
En su aspecto más formal, Antiviral pertenece a ese grupo de películas que consideran que deben ofrecer un estudio de implicaciones directas, es decir: muy lejos de mantener la equidistancia ética, expone con frontalidad una opinión clara y concisa, con tendencia obvia, que acaba convirtiendo su visionado en una carretera firme pero polarizante. El cineasta, poco dado a los personajes verborreicos, apuesta por una narración muy visual y corporal, con una visceralidad latente que crea imágenes desesperanzadoras que remueven las entrañas por lo repulsivo, y lo certero. Recorre el zeitgeist de toda una era focalizándolo en un aspecto esencial de la globalización y la cultura de masas, y antropomorfiza esos virus, esas enfermedades —literalmente, les pone rostro— hasta situarlos como el verdadero enemigo a batir: el que late dentro de la carne, la sangre, la mente misma, y destruye la identidad sin concesiones en una apropiación violenta del propio interior. Antiviral, después de todo, es más un recorrido que un destino.