Después de la exitosa trilogía de ambientación fantástica Taxus, inspirada en la mitología cántabra, el dibujante Isaac Sánchez regresa para presentarnos El Don, una novela gráfica autoconclusiva publicada por Dolmen que, si en un primer momento puede parecer la enésima reinterpretación del género superheroico, se trata de una obra bien enfocada que destila frescura a lo largo de sus 192 páginas. Gracias a su particular propuesta narrativa y a su estilo de dibujo, impresionista y expresivo, a medio camino entre el realismo y la caricatura, Sánchez nos presenta un cómic que nos demuestra que, contando con el ingenio necesario, pueden existir nuevas formas y discursos hasta en el sobrepoblado género de los héroes enmascarados.
El Don, por encima de todo, nos cuenta la historia de Eduardo y Patricia, una pareja de currelas del sur de Madrid que, tal y como se repite a menudo, intentan tirar pa‘alante en un mundo amenazado por una misteriosa enfermedad que otorga poderes sobrenaturales a aquellos que se llegan a infectar. Cuando nos adentramos en el Alcorcón que Sánchez recrea en sus expresivas viñetas, lo primero en lo que reparamos es que El Don es una obra muy de su tiempo: no solo porque, en sus compases iniciales, se nos retrate a un protagonista enfermo que lucha contra la ansiedad en el transcurso de un confinamiento domiciliario, ni porque en los geniales interludios de la obra —que agrupan algunos de los mejores momentos del cómic— dibujados por Julia Madrigal, Sara Jotabé, Mérida Miranda y Cristina Charneco se especule acerca del origen desconocido de la plaga del Don, tal y como hemos especulado todos nosotros en algún momento convertidos en epidemiólogos de baratillo.
Nuestra plaga, la de la COVID-19, no ha generado superhombres que se ven consumidos por su propio poder, sino que ha desgarrado en cierto modo el velo de Maia de la «Vieja Normalidad», tras la cual se ocultaban los sentimientos de frustración de una generación sin futuro, que ha crecido en una continua crisis económica y que no puede ver un horizonte más allá del modelo que le ha criado. La obra de Sánchez transita estos senderos, y nos habla sobre la reafirmación, la ansias de emancipación y las consecuencias de la cíclica rebelión que todos los seres humanos llevamos a cabo cuando nos tenemos que enfrentar a un futuro incierto.
La aportación de Isaac Sánchez al canon de la reinterpretación superheroica, que es prácticamente un género hoy en día, es la preocupación por poner los conflictos internos en una posición central.
Por debajo del armazón superheroico que nos llevaría a pensar erróneamente que nos encontramos ante una versión patria de Watchmen, X-Men o The Boys, El Don construye un potente mensaje político acerca de las implicaciones y la naturaleza de la rebelión contra el orden establecido a la que Sánchez, sirviéndose en un momento dado de una metáfora deliciosamente visceral, dota de un carácter casi metafísico: «O tragas o mueres», o participas en el competitivo mundo en el que vives desde la posición que te ha tocado aceptar o eres exterminado no por un antiheroico agente del gobierno como Sol de Mayo, antagonista de El Don, sino por otro pringado como tú que, estando más o menos de acuerdo con el engranaje que le ha tocado encajar en la maquina imparable del capitalismo, te va a pisar para sobrevivir. El mundo de El Don es un mundo genuinamente amargo: porque tienes una enfermedad mortal o porque tienes pocos ceros en tu cuenta bancaria: estás por debajo, te toca cargar con lo que te echen, tienes que hacer lo propio con los demás y no existe posibilidad de reacción en un modelo que se retroalimenta con los intentos de rebelión: entonces, ¿no hay alternativa?. Hay un espacio para la esperanza en el epílogo de El Don, que se aleja de este pesimismo de inspiración fisheriana y dota de sentido a la lucha de los protagonistas en unas páginas finales de corte minimalista extremadamente sugerentes, en las que la obra hace gala de su principal fortaleza (y debilidad): la concisión.
192 páginas, en este tipo de obras, constituyen un espacio muy ajustado sobre el que trabajar. Por ello, Sánchez no desperdicia ni una sola viñeta y construye un relato centrado en la relación, los sentimientos y las ambiciones de la pareja protagonista, quedando toda la parafernalia superheroica como una excusa para relatarnos, de manera atractiva y diferente, las dificultades sobre las que se tienen que imponer unos cualquiera de clase trabajadora para, simplemente, vivir el día a día con un cierto grado de libertad.
Este enfoque, precisamente, hace que la obra sea lo que es, pero resulta inevitable quedarse «con ganas de más» cuando el relato llega a su fin. Pese a que este cierra de manera satisfactoria, los lectores promedio, quizá contaminados por la sobreabundancia y la exuberancia de los mundos de ficción de grandes compañías como Marvel Comics, podemos llegar a sentir que apenas hemos llegado a conocer a los personajes secundarios de esta obra, que conforman el Grupo de Liberación de Donados, un conjunto de superhumanos con regusto a la Doom Patrol que, a su vez, proyectan en el cómic una misión al más puro estilo de The Boys (Garth Ennis, Darick Robertson, 2006): Kion, Auxilios, Algrán, Yermo… son personajes de diseño atractivo que apenas tienen tiempo para presentarse y exhibir sus poderes en un momento triunfal. Aunque es muy acertado el tratamiento más bien intimista con el que Sánchez aborda la trama, anteponiendo el conflicto de los personajes a las grandes gestas y a los fuegos artificiales (que también están presentes), me quedó la sensación agridulce de que una obra de mayor extensión (dividida en dos volúmenes, quizá) podría haber desarrollado las subtramas suficientes para aprovechar al máximo el elenco superhumano del tebeo.
Siempre he pensado que, a la hora de valorar una obra, solemos equivocarnos cuando nos centramos en lo que queremos que la obra sea y no en lo que la obra realmente es. Estamos acostumbrados a que el género superheroico constituya sagas interminables con gran cantidad de información y detalles, y que las obras independientes (como es El Don) huyan del «género» para presentarnos historias menos artificiosas y más acotadas. La aportación de Sánchez al canon de la reinterpretación superheroica, que es prácticamente un género hoy en día, es la preocupación por poner los conflictos internos en una posición central, por transmitir un mensaje potente y por construir personajes personajes realmente parecidos a nosotros. Aunque de vez en cuando no está mal quitarnos el «complejo de Torrente» y construir Metrópolis o Gothams en nuestra ficción patria, lo cierto es que los españoles estamos más cerca de Eduardo Encinas que de Clark Kent o Walter Kovacs. Y por eso me parecen particularmente especiales las primeras páginas de El Don, que en poco tiempo nos presentan a dos personajes tan reales como Patricia y Eduardo, sin un ápice de la condescendencia o el paternalismo con el que se suelen caracterizar a los personajes de condición humilde en tantas obras de ficción. La dupla protagonista no quiere salvar el mundo ni salvaguardar el orden y la ley, pues se enfrenta a una odisea mucho mayor: sacar adelante una familia en un entorno muy parecido a este mundo post-covid-post-capitalista-post-esperanza.
El Don es, por fortuna, más parecido al Superlópez más maduro que a Watchmen o a The Authority; aunque Alan Moore y Warren Ellis me han hecho reflexionar sobre la legitimidad de las fuerzas de seguridad y sobre la psicología del justiciero, solo Isaac Sánchez me ha enseñado a apreciar el significado que pueden encerrar las humedades del techo de un humilde apartamento en Alcorcón.