Pocas escritoras como Natalia Ginzburg han expresado de una forma tan clara, profunda e íntima la aparente sencillez, cuya complicación se acentúa con el paso del tiempo, que sobrevuela al amor. En este caso, su epicentro lo tenemos en dos novelas gráficas tan conectadas entre sí por su temática, como alejadas en su perspectiva y contexto: Cómo traté de ser una buena persona, de Ulli Lust, y Laura Dean me ha vuelto a dejar, de Mariko Tamaki y Rosemary Valero-O’Connell, ambas publicadas bajo el cuidado de Ediciones La Cúpula en 2019. Sin embargo, volviendo al plano literario de nuevo, y recuperando levemente la metáfora arquitectónica, la escritora italiana refleja en su relato Las relaciones humanas (recogido en Las pequeñas virtudes, en la editorial Acantilado), precisamente, las dos fases que predominan en los dos cómics: «Y en presencia de aquellas falsas personas adecuadas, caíamos arrastrados por un tumulto tan impetuoso que no nos quedaban fuerzas para pensar: nos encontrábamos viviendo como en el centro de un pueblo en llamas, los árboles, las casas y los objetos ardían a nuestro alrededor. Después, el fuego se apagaba de repente, no quedaban más que unas cuantas brasas tibias: a nuestras espaldas, los pueblos incendiados son tantos que ya hemos perdido la cuenta. Ahora nada arde a nuestro alrededor […] Al cabo de un tiempo, todos los seres humanos nos parecían tan inofensivos, tan simples y pequeños… Esta persona, mientras camina junto a nosotros con su paso distinto al nuestro, con su severo perfil, posee una infinita facultad de hacernos todo el bien y todo el mal. No obstante, nos sentimos infinitamente tranquilos».
Por una parte, la pasión, la sensación de haber encontrado a esa «persona adecuada» que busca Ginzburg en su texto, se materializa de un modo verdaderamente ardiente en la obra autobiográfica de Lust a través de la sexualidad. Lo corporal invade las páginas, y sirve como herramienta narrativa para hacer un contraste claro y tajante entre Georg, su novio artista más mayor, con escasas dotes en la cama (para que no se sienta mal, la propia Lust lo consuela mintiéndole), y Kimata, su pareja esporádica mucho más joven y viril, con el que incluso sueña. Las imágenes, al ser explícitas, configuran y comentan, a su vez, la cara B del deseo desenfrenado: la violencia y los celos. Por otra, Tamaki y Valero-O’Connell se concentran en una fase posterior, mucho más mental, en la que la incertidumbre inunda la relación, y esa «persona adecuada» puede hacer mucho más daño. Freddy Riley, la protagonista principal, no deja de sufrir y depender emocionalmente de su novia Laura Dean, la chica más popular y social del instituto, que ha cortado con ella por cuarta vez. El tono dulce y cómodo, a veces rozando lo correcto, imprime a la historia una búsqueda de identidad que tiene lugar, sobre todo, a través de las redes sociales, y los debates sobre el respeto hacia los gays y las lesbianas.
Ambas historias reflejan un cambio de época, y la transformación gradual de sus valores sociales. En Cómo traté de ser buena persona nos situamos a principios de los 90 en Viena, dentro de una sociedad que se debate entre el conservadurismo y la apertura y modernización de sus valores. Como consecuencia, las relaciones están marcadas por las diferencias culturales. No se trata de que importe o no lo que los padres y personas cercanas opinen, sino que sus diálogos y acciones, verdaderamente, llegan a modular e influir en los sucesos, y hasta los condicionan. Las experiencias personales de Lust son también colectivas, dentro de ese marco, y adquieren unos matices compartidos: es tan importante lo que se dice como lo que no. No obstante, y aquí está la paradoja, cuanto más colectiva parece su lucha, su búsqueda por encontrar y aferrarse a su identidad, más sola se encuentra: ni sus novios comparten su libertad en el amor y en el sexo, ni sus padres ven bien que se ocupe tan poco de su hijo de cinco años. En realidad, centrándose en la transición social de la época, Lust incide igualmente en otra situación, ahora inconcebible: el rango limitado de su círculo de amigos, sin tecnologías, y la soledad, en múltiples niveles, que encierra el dolor. En ese sentido, la narración muestra y explora la necesidad del equilibrio: ni la libertad absoluta sin compromiso emocional, ni las ataduras sin satisfacciones. En ese nudo, la historia va adquiriendo dramatismo conforme se acerca a su final, y deja entrever una situación ambigua llena de tonalidades, donde ella, a pesar de todo lo sucedido, tiene muchas dificultades para dejar a Kimata.
¿Qué preferimos, la dureza y oscuridad como rito de paso y aprendizaje, o el sosiego como remedio que, a la larga, deja entrever la luz al final?
En cambio, en el cómic de Mariko Tamaki y Rosemary Valero-O’Connell los vínculos emocionales se sitúan en el plano subjetivo, aspecto que, como los otros temas que atraviesan la obra, ejemplifica más que comenta. Como las nuevas tecnologías están totalmente implantadas, y todo se puede compartir en cuestión de segundos, la influencia de los demás es tan débil como ubicua: tiene más importancia lo que sus compañeros de instituto pueden saber, y qué hacen con esa información, que lo que realmente debaten. Así, Laura Dean me ha vuelto a dejar le da un giro a la búsqueda de la identidad de Lust, y retrata a la perfección la situación actual: mientras las modas y términos proliferan, como la individualidad está totalmente asentada, los personajes siguen su propio camino guiándose, única y exclusivamente, por su propia opinión. Esta perspectiva, que está matizada y reforzada por el ambiente juvenil (Freddy tiene diecisiete años), representa la efectiva conquista de ciertos derechos, y disminuye el tono dramático para imprimirle a ese dolor un carácter tranquilizador y de empoderamiento.
Como consecuencia, las dos novelas gráficas muestran los dos estadios recientes de la condición humana: Lust busca su identidad en su propia liberación física/psíquica, y en la profesionalización de su carrera como artista; mientras que Freddy, buscando la liberación de sus ataduras mentales, se ubica en un punto de cruce en el que puede ser muchas cosas a la vez, ambiente que aumenta su desasosiego, y difumina la consistencia de las prácticas emocionales que ha de abandonar (no en vano, Tamaki y Valero-O’Connell cosecharon tres Premios Eisner a mejor guionista, dibujo y obra juvenil).
Visualmente, ambas publicaciones usan tonos rosáceos como único color para marcar los personajes, las situaciones y el patetismo de las dos luchas amorosas. En Laura Dean me ha vuelto a dejar esta gradación encuentra un uso más localizado y estratégico con Rosemary Valero-O’Connell, sobre todo en los objetos (que en algunos momentos hablan y reclaman su lugar) y los fondos, método que provoca que los personajes se distancien de su propia realidad, y que en apenas unas pocas viñetas se pueda concentrar un gran contenido emocional. El ritmo narrativo, que abunda en primeros planos y planos detalle, abandona la viñeta tradicional, y hace uso de una gran variedad de métodos de composición, hecho que termina de redondear el mensaje y ambiente de la obra. Para Cómo traté de ser una buena persona, Ulli Lust se apoya en un esquema de viñetas más tradicional y regular, de hasta nueve por página, dejando que el color invada prácticamente cada página, especialmente los fondos. Esta mayor presencia crea un impacto visual más directo, menos estable, que establece cierto factor desasosegante. Al fin y al cabo, esta diferencia de criterio, además de plantear dos aproximaciones bastante diferentes, aunque complementarias, también se dirige a distintos tipos de públicos: ¿qué preferimos, la dureza y oscuridad como rito de paso y aprendizaje, o el sosiego como remedio que, a la larga, deja entrever la luz al final? A veces, no es posible ni elegir.