Revista Cintilatio
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Castaway on the Moon (2009) | Crítica

El individuo y el sistema
Castaway on the Moon, de Lee Hae-jun
Una obra mayor dentro de la cinematografía coreana que explora como pocas la vida en sociedad y las relaciones. Con un estilo alegórico y simbólico, sus poderosas premisas conectan directamente con lo más profundo del ser humano.
Por David G. Miño x | 17 febrero, 2020 | Tiempo de lectura: 7 minutos

La vida es un invento que pasa rápido por delante de nuestros ojos. Como animales sociales, damos por sentado que el modo de vida que conocemos es el único válido, y todo lo que sea salir de eso es casi una herejía, un intento vano de nadar a contracorriente. En el cine, por suerte para nosotros, hay mil modos de ver la misma cosa, y cuando ocurre que un filme deconstruye la realidad llevándola a sus cimientos más primarios, podemos hallar pedazos de esa verdad que por lo general nos es ajenaCastaway on the Moon (Lee Hae-jun, 2009) nos cuenta la historia de Mr. Kim, un hombre cuya vida en el sistema llega a su fin, asolado por las deudas y una sociedad que le maltrata —en este sentido, podemos considerar a Mr. Kim la voz de todo un segmento de población—, y entregado a la desesperanza, trata de poner fin a su vida tirándose al río que pasa por su ciudad desde un puente. No se imaginaba el buen hombre que terminaría siendo un náufrago en la ciudad, al llegar arrastrado por el agua a un segmento de tierra inhabitado que está en el centro de la ciudad, pero que la propia ciudad ignora. Es ahí donde Mr. Kim comienza su aventura, desesperada al principio, resignada después y esperanzada en el ocaso.

Mr. Kim se expresa en la arena, en un idioma que apenas maneja.

Mientras tanto, en una ventana de esa ciudad hiperactiva en la que nadie sabe nada ni mira a nadie, una chica autorrecluida en su cuarto, acongojada hasta la náusea de un mundo que no reconoce, se fija en ese hombre que vaga sin camisa por lo que hasta ese momento parecía un fragmento más del paisaje. La chica, que vive a través de una identidad inventada en internet, y sacando fotos a una luna que se imagina solitaria y perfecta, decide un día comunicarse con el náufrago de ciudad y devolverle el saludo que éste había dibujado con esmero en la arena, un perfecto «Hello» que pretendía ser algo más que eso: un recordatorio de que sigue vivo aunque nadie —o casi nadie— sea capaz de verlo.

La cinta, que navega entre la comedia y el drama, trabaja constantemente a diferentes niveles de profundidad, y es lo que hace que sea tan endiabladamente bella, conmovedora y fascinante.

Los protagonistas, una vez establecen ese primer contacto a través de botellas con mensajes en su interior, se comunican en inglés —cabe destacar que en su estado natural hablan en coreano—, en lo que podemos considerar la primera gran metáfora de la cinta. Se hablan en un idioma que ninguno de los dos sabe manejar muy bien, en un intento desesperado por encontrar algo real con alguien. Esa rendija de esperanza que se les abre a ambos está representada con una sensibilidad abrumadora, en la que unas escasas palabras mal pronunciadas en un lenguaje que les es casi ajeno, están mucho más llenas de contenido que su propio idioma nativo, ya que salen de su interior con clara intención comunicativa, con esfuerzo, con pasión. Además de que desde un punto de vista semiótico, simboliza la unión de dos seres humanos que apenas existen, y crean una suerte de código privado que nadie más entiende. Esto, que está tratado a lo largo del filme de diferentes maneras (el idioma, los mensajes en botella, etc), es un elemento más de lo que a la postre es el fin último: representar la esperanza que nace del entendimiento mutuo. Ella, obsesionada y recluida en su cuarto en una mezcla de TOC, Diógenes y agorafobia, se esfuerza por entender a Mr. Kim, llegando a catalogarle en su soliloquio de «extraterrestre». Poco a poco, va encontrando razones para vivir y salir de su encierro, y sale de su mundo entre papel de burbuja —una metáfora fascinante, ya que literalmente duerme dentro del armario rodeada de papel de burbuja— con el único objetivo en mente de contactar con su alma gemela, aunque para ello tenga que salir a la calle con casco y paraguas —para que el mundo exterior no le haga daño—.

El casco representa la armadura y el miedo. Con él, se protege del mundo.

Mientras tanto, en esa isla desierta a plena vista de todo el mundo, él trabaja por ser autosuficiente. La isla, perfecto símbolo de aislamiento, está a escasos metros de la civilización. Cualquiera podría salvar al señor Kim, pero llegado a este punto, sacarlo de allí ya no es la salvación. Los espectadores asistimos perplejos al viaje emocional que atraviesa el protagonista, encarnado con fascinante verosimilitud por Jung Jae-young; no quiere vivir en un mundo que le ha lanzado al agua, pero una vez allí, descubre que vivir tiene más significados. El director, que hace un trabajo impagable, utiliza la isla como un personaje más, otorgándole carácter y carisma. Cómo a sus orillas van llegando los desperdicios de la ciudad que la rodea, como ese vertedero perpetuo al que llega todo lo que la sociedad no necesita. Así, botellas que se convierten en zapatos, hierros que se convierten en palos de golf —en la isla, también hay lugar para el ocio—, y latas que se convierten en cabezas de espantapájaros, forman parte de una construcción social en la que lo que sobra, en su conjunto, puede formar una vida paralela fértil y funcional.

Otra metáfora colosal, visual a más no poder, reside en el hecho de que el náufrago consigue cultivar trigo a través de los excrementos de los pájaros. En uno de sus más grandes momentos de revelación, Mr. Kim se da cuenta de que los pájaros no digieren las semillas, por lo que recogiendo sus deposiciones y cultivándolas, podrá conseguir —aunque no con muchas posibilidades— trigo. Mediante esto, vemos como el protagonista, que al principio se nos muestra como alguien anulado, poco inteligente, destruido, es en realidad una persona viva, audaz, inteligente, con talento. De la mierda sale vida; las cosas que no parecen tener valor, en realidad esconden tesoros. El filme funciona como un toma y daca, van pasando los segundos y parece que el tiempo para disfrutarla no es suficiente. En sus ciento dieciséis minutos de duración —que se pasan como si fueran dieciséis— hay momentos para reírte, para llorar, para emocionarte, para querer conocerlos y abrazarlos, para invitarlos a tu casa y prepararles fideos con judías negras con sabor a esperanza. Pero la verdadera belleza está escondida en los pasos que van dando poco a poco hacia la revelación, y no se les puede obligar a andar el camino —eso es lo que hace la sociedad, te obliga a recorrer el camino— si no que necesitan tenderse la mano uno a otro tomándose el tiempo que necesiten ambos.

Cuando sonríe, el director se deleita en su rostro y explota esa belleza robada.

La chica, de la que no conoceremos su nombre hasta el final y que al conocerlo da el último gran golpe en la mesa —no os lo vamos a decir—, representa la juventud perdida ahogada entre miedo y represión. Tiene una marca en la cara de la que no nos cuentan nada, pero que imaginamos —así son las cosas, creemos de manera inmediata que de la diferencia nace el defecto— forma parte de la génesis de sus problemas, ya que vive con pánico a que la vean, la miren, la siquiera consideren. Sus pasiones, y su bondad —grande, pantagruélica— no caben en esa habitación que apenas es capaz de retener tanto talento y gracia; si te descuidas, acabas viendo en ella todo lo que llevas dentro, lo que no te atreves a hacer, lo que te bloquea, la inseguridad. Jamás dos personajes tan excéntricos pudieron decir tanto con tan poco. En este punto, no existen razones para no considerar esta película como una obra de envergadura descomunal. Jung Jae-young —en el papel del náufrago de ciudad— y Jung Ryeo-won —interpretando a la chica que fotografía la luna— forman parte de la historia del séptimo arte casi seguro sin darse cuenta, pues han podido poner voz y rostro a los inadaptados, a los desterrados, a los náufragos. Sus interpretaciones, feroces y viscerales, no dejan lugar para el respiro, y si al comenzar la historia los mirabas con lástima, al final prácticamente los envidias. Solo queda sonreír.