Todd Field
El regreso de un cineasta indispensable del cine USA
Con el reciente estreno de su tercer largometraje, el cine estadounidense recupera a una de sus figuras clave de las últimas décadas, a pesar de no tratarse de un cineasta ni mucho menos popular o conocido.
Estamos, quizá, demasiado acostumbrados a que, tanto cineastas de cabecera como tal vez otros que nos parecen mucho menos interesantes, posean una fluidez en su carrera en virtud de la cual van presentando un nuevo filme cada dos o tres años, o puede que cada cinco años como mucho. Otros, incluso, han tenido la suerte de estrenar un filme cada año, y durante muchos años. Eso es, por cierto, lo que nos gustaría a algunos que sucediese con nuestros cineastas de cabecera. Pero no siempre es así. En otros casos solo nos queda lamentarnos, porque el tiempo pasa para todos, tanto espectadores como críticos y directores, y nos damos cuenta, llegado cierto momento, de que ciertos grandes nombres que hemos venerado no podrán recuperar jamás los años perdidos, y que por tanto nos hemos quedado, con toda probabilidad, sin algunos grandes títulos que podrían haber llegado si la suerte, el público o la crítica (o todo junto) no les hubiera dado la espalda, o si simplemente su cabezonería personal no les hubiera empujado a proyectos imposibles que demasiadas veces son un callejón sin salida.
En España hemos tenido que esperar nueve años para que llegase un nuevo filme de Enrique Urbizu (y el anterior había tardado ocho años en llegar), y después de nada menos que tres décadas parece que Víctor Erice vuelve a ponerse manos a la obra con un largometraje. Y dentro del cine de EE. UU., no podemos dejar de lamentar que John McTiernan no vaya a dirigir más por sus problemas con la justicia, que un exhausto John Carpenter no esté dispuesto a seguir batallando para conseguir unos pocos millones de dólares con los que levantar alguna nueva película, y que James Cameron haya estrenado dos títulos en veinticinco años. También nos lamentamos durante veinte años de que Terrence Malick desapareciera de la faz de la Tierra tras su magnífica Días del cielo (Days of Heaven, 1978). Lo mismo sucedió con el oriundo de Pomona (aunque estudió teatro en Nueva York) Todd Field, quien tras sus dos deslumbrantes filmes iniciales parecía incapaz de levantar, por las razones más oscuras, un nuevo proyecto. Pero no siempre está todo perdido y a veces hay que tener esperanza. Por su parte, Malick regresó con su obra maestra La delgada línea roja (The Thin Red Line, 1998) y lleva unos cuantos años trabajando con regularidad. Y ahora en 2022/2023 tenemos un nuevo regreso, el del propio Field, quien contra todo pronóstico vuelve a la vida con un nuevo trabajo, dieciséis años después de aquella inolvidable, tremebunda, Juegos secretos (Little Children, 2006), por lo que estamos de enhorabuena, porque además, TÁR (id, 2022) es una magnífica película que demuestra, por si hacía falta demostrarlo, que lo de aquellos ya lejanos filmes de 2001 y 2006 no había sido producto de un mero azar.
Sissy Spacek y Tom Wilkinson en En la habitación (2001).
Field, antes que director, fue actor, y antes que actor fue músico. Si se quiere conocer bien uno de los temperamentos fílmicos más raros, esquivos y misteriosos de la actualidad, hay que hacer bien los deberes, investigar a fondo y tener estos dos hechos muy en cuenta. Field se ganó la vida durante unos cuantos años como pianista de jazz, además de comenzar a participar como secundario en algunos filmes a los que valdría la pena echar un nuevo vistazo en parte para ponerle cara y ver de dónde viene su talento. Pudimos verle en Días de radio (Radio Days, 1987) de Woody Allen, en un pequeño papel, y también en realizaciones de Carl Frankin y Víctor Núñez, entre otros, casi siempre en roles secundarios o directamente episódicos (salvo en el filme de Núñez, del que es coprotagonista), quién sabe si aprendiendo el oficio, tanto de realizador como de director de actores. Seguramente su aparición más recordada fue aquella en la que también demostró que sabía tocar el piano: el misterioso Nick Nightingale de Eyes Wide Shut (1999), el último filme de Stanley Kubrick. Ya para entonces sus amigos del AFI (American Film Institute) le habían convencido para ponerse detrás de las cámaras e ir probándose en sus primeros cortos, que el que firma estas líneas no ha visto, pero que causaron sensación tanto en el British Film Institute como en el Festival de Sundance, hasta el punto de llegar a proyectarse en el Museo de Arte Moderno. Se estaba preparando el camino para un cineasta en ciernes, que pronto debutaría y que podría decepcionar las altas expectativas depositadas en él, pero no fue el caso, pues en 2001, en su debut en el largometraje, deslumbró a propios y extraños y comenzó a cimentar su leyenda.
Todd Field posee una filmografía sin tacha, capaz de escarbar en las miserias más terribles y siniestras del ser humano sin caer en el truco fácil, sin perder jamás de vista la altura de la mirada humana, de la capacidad del cine para hablarle de tú a tú al hombre corriente.
Es En la habitación (In the Bedroom) un filme que no parece el debut de una joven promesa de treinta y siete años, sino una poderosa pieza de un experimentado cineasta con las cosas tremendamente claras y con un estilo y una mirada que haya depurado a lo largo de dos décadas. Se trata de un filme magistral, hipnótico y durísimo, que elude cualquier facilidad, y que se erige no solamente en una de las ficciones más importantes de su año, sino en una de las presentaciones de un director más importantes y rotundas que se recuerdan, con las interpretaciones excelsas de un trío insuperable (Sissy Spacek, Marisa Tomei y Tom Wilkinson). Sin desvelar nada de su absorbente trama, se trata de una tragedia íntima tan convincente y persuasiva, tan árida, contundente y pesimista, que una vez vista nunca la olvidas. Hace falta mucho coraje, mucha inteligencia y mucha humildad para hacer un filme como este, tan poco comercial, tan poco complaciente con el espectador, y sobre todo para hacerlo de esta manera, sin darle la menor respuesta al espectador, entregándole tan solo preguntas, dejando una herida duradera. A partir de filmes como En la habitación (como con Aflicción, como con Winter’s Bone…) el espectador ya no puede ser inocente, irse a casa como si tal cosa. A partir de filmes magistrales como estos, la herida interior que nos crea nos supone un verdadero problema.
Cinco años después de aquel contundente triunfo, Field regresó con otro drama íntimo, aunque de corte muy distinto al anterior. Si En la habitación era una tragedia catártica y moralmente muy resbaladiza, Juegos secretos se aproximaba al terreno de la comedia negra, a ratos casi de un melodrama siniestro, o de una sátira del modo de vida americano. De nuevo ajeno a toda comercialidad, a pesar de contar en su reparto con estrellas como Kate Winslet o Jennifer Connelly (en dos de sus mejores trabajos para cine), de nuevo indagando en los fantasmas y en las hipocresías de la clase media estadounidense, con una mirada afilada capaz de desvelar sus miserias sin caer en lo tendencioso o procaz. Este cineasta volvía a demostrar que es un maestro en la dirección de actores, en primer lugar, y que era capaz de seguir sorprendiendo, pues aquí se añadía una voz narradora (de Will Lyman) que no puede tomarse en serio por lo socarrona, lo impertinente y lo negrísima que resulta. Tampoco quiero desvelar nada de la trama (porque el lector de estas líneas debería ver ambas películas en cuanto le sea posible), pero baste decir que de una situación nimia, que puede darse en cualquier contexto y en casi cualquier sociedad occidental, Field es capaz de extraer una radiografía severa, despiadada, de la naturaleza humana, de ponernos en un muy incómodo espejo en el que nos obliga a mirarnos con todas nuestras imperfecciones, y preguntándonos si poseeremos alguna mínima virtud como especie.
Kate Winslet y la pequeña Sadie Goldstein en una captura de Juegos secretos (2006).
Ignoro si a causa de la dureza de sus planteamientos narrativos, o la hostilidad creciente de una industria cada vez menos dispuesta a apoyar la mirada de verdaderos autores, o quien sabe si porque empezó a buscar proyectos para los que no encontraba financiación por cualquier circunstancia (en todo este tiempo se le ha asociado a los más diversos proyectos, incluso una adaptación del celebérrimo Meridiano de sangre de McCarthy), pero sea como fuere hemos estado nada menos que dieciséis años sin una nueva película, preguntándonos al principio si tardaría mucho más en volver a ponerse tras una cámara, o si realmente nunca más volvería a hacer nada. Por suerte la espera ha terminado, y el californiano afincado en New York ha regresado a sus cincuenta y ocho años con una nueva realización… y resulta que es otro gran trabajo, también resbaladizo, durísimo, inclasificable, muy autoexigente, con el que vuelve a demostrar sus no pocas virtudes como cineasta y con la que trae otras nuevas. Se trata de TÁR, con el que ha ganado el premio al mejor filme en el AFI, y que para muchos es ya uno de los filmes más destacados del año.
Es TÁR un filme que concede muy poco al espectador. Que es muy visual, pero también cargado de diálogos, de secuencias larguísimas con tomas larguísimas (que se van acortando progresivamente según avanza el metraje, no por casualidad), de miradas, de silencios, de música, de muchísima música toda ella diegética (pues no tendría ningún sentido poner más música en el filme aparte de la que sale del talento y de la mente de la protagonista), sobre una célebre y distinguida directora de orquesta de maneras y obsesiones muy rígidas y casi autodestructivas, que poco a poco va viendo como su mundo se desmorona. Está interpretada con genio por la gran Cate Blanchett (a la sazón, productora ejecutiva de la cinta), y con una valentía y un arrojo que pueden hacerle ganar su tercer Óscar dentro de pocas semanas. Pero todos los actores de esta esquiva y rara película están sensacionales, llevados con mano firme por un maestro en el raro y cada menos valorado arte de dirigir actores. Y sin embargo no son ellos, ni siquiera Blanchett, los protagonistas de esta película, sino el sonido, la música. Estamos ante uno de los más portentosos ensayos acerca de la calidad narrativa, psicológica y conceptual del sonido casi como un estilo de vida, como una filosofía. Es el sonido, de todo tipo, el que rige la vida de la atribulada Tár, y a partir de él Field crea una portentosa caligrafía cinematográfica que expulsará o irritará o hastiará a muchos, pero que quizá a otros les subyugue, les atrape, les suponga una experiencia irrepetible.
Esperemos que el próximo filme de Field (como el próximo de Jeff Nichols, o de James Cameron, o de Enrique Urbizu…) no tarde dieciséis años más en llegar. Pero si lo hiciera, o si no hubiera ninguno más, podrá enorgullecerse de una filmografía sin tacha, capaz de escarbar en las miserias más terribles y siniestras del ser humano sin caer en el truco fácil, sin perder jamás de vista la altura de la mirada humana, de la capacidad del cine para hablarle de tú a tú al hombre corriente, que al final es el objetivo de Todd Field, como lo es el de todo gran cineasta que se precie.