Sergio Leone
Las ideologías siempre acaban perjudicando a los mismos

Sin pasado ni futuro, los personajes de Leone afrontan su nihilismo y angustia vital dentro del desarrollo de la Historia, que los tritura y aboca a una epifanía tragicómica donde no hay buenos ni malos: solo una vida que esquiva cualquier aspiración.

Un 3 de enero de 1929 nacía en Roma el cineasta Sergio Leone, que murió en 1989 de un ataque al corazón, probablemente causado, o eso se dice, por los problemas de corazón y las constantes preocupaciones que sufría con los juicios con la Warner Bros por los recortes de duración y exigua exhibición de Érase una vez en América (1984). De una forma u otra, nos dejó, además, sin que viera realizado su último sueño: Los 900 días, un largometraje centrado en el sitio de la ciudad de Leningrado en plena Segunda Guerra Mundial. Leone tenía planificado aquel horroroso y tenso desarrollo, donde la población murió de frío y hambre ante la ausencia de alimentos y productos básicos, como una de sus mayores películas, y una verdadera superproducción (la mayor hasta ese momento).

En sus comienzos, se acercó al cine en los famosos estudios de Cinecittá en Roma, donde ejerció de jefe de segunda unidad de rodaje y ayudante de dirección durante la década de los cincuenta. En cierto modo, le había venido de herencia: su padre, Vincenzo Leone, era proveedor y almacenista de los estudios, y su madre, Francesca Bertini, era una conocida actriz. Así, con veinte años pudo acercarse a la escuela neorrealista, y trabajó en la aclamada El ladrón de bicicletas (Vittorio de Sica, 1948), movimiento que luego rechazará (según él, su realismo mataba la fantasía del cine). Para desarrollar ese componente imaginativo, fueron decisivas las superproducciones de Hollywood, donde estuvo como ayudante, como Quo Vadis (Mervyn LeRoy, 1951), Helena de Troya (Robert Wise, 1955), Ben-Hur (William Wyler, 1959) o Historia de una monja (Fred Zinnemann, 1959). Sin embargo, fueron sus colaboraciones con Raoul Walsh, uno de los creadores del wéstern, las que terminaron de decantar sus intereses.

Para recordar su obra, en esta ocasión dejamos de lado su archiconocida y aclamada «trilogía del dólar» (1964-1966). También descartamos la refinada y pulida Hasta que llegó su hora (1968), y el extendido y desgarrador paso del tiempo de Érase una vez en América, películas prácticamente analizadas desde el lado musical, de la mano de la maestría del compositor italiano Ennio Morricone. En su lugar, nos adentraremos en su sexta y penúltima obra, un largometraje irregular, hecho a retales, y odiado y amado a partes iguales: ¡Agáchate, maldito! (1971).

Sergio Leone, con su madurez conceptual y vital, enseña con su cine a afrontar los asuntos políticos sin politizarlos.

Por aquella época, Sergio Leone estaba bastante decepcionado con la industria del cine por la escasa recepción de Hasta que llegó su hora (siempre dijo que en Europa se le entendía, pero que en Estados Unidos no), y decidió tomarse un respiro. Su madre había fallecido ese mismo año, y se concentró en su colección de cuadros y joyas. Se aisló, se aficionó a ver los partidos de fútbol y al ajedrez y, sobre todo, comenzó a fumar habanos, dejó que su barba creciera, y engordó despreocupadamente, como Orson Welles. Un día, no obstante, le llegó una propuesta de supervisión y producción, cuya sinopsis se titulaba «México», y contactó con Luciano Vincenzoni y Sergio Donati para que hicieran el guion. Asimismo, propuso como director a Peter Bogdanovich (sobre todo por su película El héroe anda suelto, 1968), pero en persona su conexión era mala, y después de que Sam Peckinpah rechazara la dirección, se vio forzado a asumirla. Tras diversas imposiciones, como Rod Steiger en uno de los papeles protagonistas, Leone afrontaría un proceso tortuoso y desmedido a lo largo de la filmación, cuyo primer montaje sería de nada más que cuatro horas de duración.

Como en otras ocasiones, la Historia, en su épica mayúscula, es solo una excusa para desplegar personajes sin pasado o futuro que están movidos por elementos que van más allá de sus posibilidades, e incluso de su propia comprensión. Precisamente, en esta historia, lejos de ser meros mercenarios, inspirados en Yojimbo (Akira Kurosawa, 1961), los personajes entran de lleno en la política. Así nos lo quiere hacer saber Sergio Leone desde el inicio con una cita de Mao Tse-Tung: «La Revolución no es una comida de gala ni una fiesta literaria, no se parece a un diseño ni a un bordado, no se puede hacer con elegancia ni con serenidad o delicadeza, ni con estilo ni cortesía. La revolución es un acto de violencia».

Un dúo, de nuevo, concentra toda la carga narrativa, esta vez más explícita y cercana, en tanto que ambos personajes van evolucionando e intercambiando sus impresiones, de una forma menos categórica y tajante que en otras ocasiones, donde el diálogo brillaba por su ausencia. Formado por el bandolero Juan (Rod Steiger) y el antiguo revolucionario del IRA Sean (James Coburn), su encuentro casual va tejiendo una relación llena de intereses, engaños y puntos de vista opuestos. Juan, que quiere la dinamita de Sean para llevarse todo el botín de un banco, es a su vez engañado por este, y se ve metido de lleno en la revolución. Como dijo el propio Leone a modo de resumen de intenciones: «Sucede durante la revolución mexicana, pero a título simbólico, porque solo me interesa en sus relaciones con el cine: las películas sobre Pancho Villa, los revolucionarios cantando “La cucaracha”… Lo que me interesaba era una historia de amistad viril que significase el mito de Pigmalión a la inversa, en el sentido de que fuera el ingenuo quien diera una lección al inteligente»[1].

¡Agáchate, maldito! (1971). Las diferencias y discusiones entre Sean y Juan son constantes durante todo el desarrollo, y reflejan las dos visiones de la revolución.

Esta relación quijotesca es la vértebra esencial del largometraje, sin la que todo lo demás se derrumbaría. De hecho, su confrontación le sirve a Leone para ofrecer las contradicciones de cualquier movimiento revolucionario, muchas veces entre la violencia y cierto paternalismo intelectual, que incluye flashbacks en los que se evocan tiempos mejores y, en cierta manera, la pérdida de sentido de los nobles ideales iniciales. En un momento dado, Juan, ese bandido analfabeto y chabacano ayudado por su familia a asaltar, le espeta a Sean, que soporta su grave aflicción bebiendo whisky y leyendo a Bakunin: «Te voy a decir lo que es la Revolución: los que sabéis leer y escribir os reunís para comer, y decidís lo que debemos hacer los que no sabemos leer ni escribir». La interpretación de los acontecimientos se abre, y ayuda a soportar la factura técnica pobre, apresurada, de la película. La estructura narrativa sufre recortes y omisiones, el motivo inicial resulta demasiado extravagante, y la historia no llega a enganchar hasta prácticamente la mitad. Además, Leone abusa del primer plano, el zoom y algún que otro anacronismo, lo que ofrece un resultado solo elevado, parcialmente, por la comedia mitológica entre los personajes, y sus destinos ya grabados en el devenir de la Historia.

Sin embargo, esta flexibilidad y apertura a los matices contradictorios y crueles de la condición humana, muchas veces cegada por una creencia o ideología, es posiblemente una de las mayores enseñanzas del director romano. Sergio Leone, con su madurez conceptual y vital, enseña con su cine a afrontar los asuntos políticos sin politizarlos, diferencia fundamental sobre todo ahora, donde las causas crecen por doquier. Como comentó en una entrevista de 1977, incluida en Desenterrando Sad Hill (Guillermo de Oliveira, 2018): «Es difícil no incluir la política en una película, porque entra sola. Y entonces un discurso más serio es hacer, desde mi punto de vista, que comparto con otros mucho más importantes que yo, como Chaplin, hablando claro, es hacer del espectáculo un vehículo, una bicicleta que te permita realizar el discurso que interesa, pero sin tomar posición, porque… tomar posición es hacer cine político, y ese es un género que no me interesa».


  1. Carlos Aguilar, Sergio Leone (Madrid: Cátedra, 2009), 273.[]

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