Robert Rodriguez, director de frontera
Variaciones del maestro del mexploitation
Exploramos las dimensiones fantásticas con que el director chicano comenta la compleja y absurda realidad de la frontera México-EE. UU.
Caminando solo por una carretera del estado de Coahuila, un joven mariachi se cruza con una tortuga. «Los dos tomábamos el tiempo para ir a nuestro destino», piensa, «lo que yo no sabía es que mi tiempo se acababa». En cambio, El Mariachi (1992) no ha hecho nada más que empezar, así como la carrera de su joven director, guionista, editor, director de fotografía y director de sonido, maquillaje y efectos especiales, además de incansable promotor entre festivales y productoras. No por casualidad El Mariachi se ha convertido en una ópera prima legendaria y un emblema del cine de guerrilla, un ejemplo reconocido de cómo la voluntad y la determinación de un solo visionario pueden levantar una producción de apenas $7.000 y convertirla, aún a día de hoy, en la película de menor presupuesto que ha recaudado más de un millón de dólares. Robert Rodríguez era el nombre de aquel visionario y hoy, casi treinta años después, suma veinte créditos como director, y una retahíla interminable de créditos técnicos.
Carlos Gallardo produjo y protagonizó El Mariachi, la primera obra de Robert Rodríguez.
El Mariachi, rodada en la ciudad de Acuña y en español, fue también una primera declaración del particular amor de su director a México. Nacido en Texas de padres mexicanos, Robert Rodríguez no sólo ha sido siempre fiel a su ascendencia latina, sino que ha habitado más bien ese espacio complicado del mestizaje y la hibridación, rindiendo homenaje tanto a su sensibilidad y espíritu mexicanos como a su sentido y estilo estadounidense, siempre acompañado por su sombrero texano. No cabe duda de que la carrera de Robert Rodríguez ha dado muchas vueltas, de tuerca y de campana, haciendo especialmente difícil de comentar sobre un recorrido que va desde Las aventuras de Sharkboy y Lavagirl (2005) a Alita: Ángel de batalla (2019). Aquí nos declaramos admiradores de Sin City (2005) y no podemos recomendar más la fantástica The Faculty (1998), con Elijah Wood y Ethan Hawke y, en cuanto a la saga de Spy Kids (2001-2011), reconocemos que cae fuera de nuestra especialidad. Pero sea como fuere, hoy hemos querido explorar la dimensión intersticial donde se sitúan sus películas que más beben de su naturaleza dual como director chicano, un lugar fantástico de ruido de motores, explosiones e interminables tiroteos situado en algún lugar entre el México y los EE. UU. reales.
Y es que Robert Rodríguez no descansó mucho después del éxito de El Mariachi y a los pocos años estaba volviendo al mexploitation en su secuela, Desperado (1995), donde Antonio Banderas sustituye a Carlos Gallardo en el papel protagonista y se multiplican los tiroteos, los cuchillos voladores y las fundas de guitarra que disparan como ametralladoras y lanzamisiles. Banderas canaliza su más delirante interpretación del estereotípico macho latino de peli de acción, radicalizando su ridículo y a la vez su encanto, en una de las más hilarantes interpretaciones de su carrera. Las ambiciones más absurdas y extravagantes de Robert Rodríguez, siempre dispuesto a llevar la hipérbole y la exageración un paso más allá, empezaron a convertir este espacio fronterizo en un lugar cada vez más fantástico y surrealista, al más puro estilo que las calles de Nueva York de Walter Hill. Pero es precisamente este espacio de fábula, con más fidelidad a la teatralidad que a las leyes de la física, como Rodríguez canaliza su condición de director de frontera. Al fin y al cabo, la compleja realidad de la frontera entre México y los EE. UU., tan militarizada como porosa, escenario de interminables historias de corrupción política, la brutalidad y el barbarismo del narcotráfico, la xenofobia, la violencia y la dura vida del inmigrante, no es un lugar menos delirante que el México fabuloso de Rodríguez.
Nos parece natural, incluso intuitivo, pensar que el género artístico más adecuado para tratar la violencia y la injusticia es el drama, acompañado siempre de una pesada atmósfera de seriedad, largos planos secuencia y triunfales bandas sonoras orquestales. Pero quienes hayan sufrido en sus carnes las más atroces de las injusticias, saben que difícilmente puede decirse que ningún arte haga verdadera justicia a la violencia, en tanto que su resultado siempre será susceptible de ser visto como frívolo y fracasará en la imposible misión de transportar adecuadamente la confusión, el dolor y el sufrimiento a una obra de arte coherente. Y quizás se pueda acusar al inter-mundo fronterizo de Robert Rodríguez de frívolo, de explosivas mujeres latinas, una stripper coja con un rifle de asalto por pierna, o a Willem Dafoe barnizado de spray supuestamente haciendo de narcotraficante mexicano. Decididamente, no mucha seriedad puede esperarse de Sofía Vergara bramando por el desierto disparando simultáneamente por las tetas y por la entrepierna.
La estrategia de la amplificación y la extrapolación hasta el absurdo de las complejas tendencias y escenarios actuales es una forma muy extendida de poner en evidencia la arbitrareidad y la imposición de los relatos establecidos
Pero de lo que no puede acusarse a Robert Rodríguez es de creer en una realidad identitaria previa de lo latino o lo mexicano, una especie de esencia pasada supuestamente corrompida por el mundo moderno, cuya postulación esconde un grave romanticismo y una hábil condescendencia sobre los subalternos, los indígenas y los inmigrantes. Rodríguez reconoce que la identidad mexicana (o, mejor dicho, chicana), es el resultado de una historia de injusticia y barbarie, la hibridación forzosa de los oprimidos con los opresores, la represión de lo antiguo y la imposición de lo nuevo son igual de esenciales para la realidad actual del inmigrante latino en EE. UU. Ajustar cuentas con esta naturaleza dual y mestiza quizás sea cuestión de ahondar en sus mutaciones históricas, sus deformidades cibernéticas, en la explicitación paródica de sus elementos más exagerados y falsos, no denunciado esa falsedad como reversible a un estado más auténtico que nunca existió, sino amplificándola hasta el absurdo en una especie de aceleracionismo tex-mex. Como los autores y músicos afrofuturistas, que desechan el concepto occidental de lo «humano» por considerarlo una máscara de la identidad blanca y colonialista, los personajes «latin-futuristas» de Robert Rodríguez son también productos posthumanistas re-ensamblados con estereotipos exagerados y la apropiación de la mirada deformante del opresor, habitando y reivindicando esa deformación como propia y mostrando las consecuencias más grotescas de su radicalización.
Si, por ejemplo, la enrevesada trama de Machete (2010), donde narcos, políticos, milicianos y el gobierno se dan la mano en una conspiración infinita resulta extremadamente confusa, no lo es menos que las complejas redes de poder de la frontera sur estadounidense. Si Robert De Niro haciendo de senador racista llamando a la construcción de una inmensa valla electrificada resulta premonitorio de la presidencia de Donald Drumpf, es porque las más alucinadas de las ideas de Rodríguez palidecen en comparación con la sangrienta y atroz realidad sin sentido de la frontera. El fino paralelismo entre este salvaje oeste real y el legendario es sin duda alcanzado con mayor éxito en Abierto hasta el amanecer (1996), donde la demonización del Otro se lleva hasta el extremo y se invierte de manera irónica, haciendo del Otro un demonio en el sentido literal. Si bien hay que admitir que el guión de Quentin Tarantino (quien siempre se presta a morir en las películas de su querido amigo) y la iluminada interpretación de George Clooney elevan la película por encima de todas las demás, Abierto hasta el amanecer establece la facilidad general con la que su director se sumerge en el extraño espacio de la frontera e ilumina sus potencialidades más fantásticas y desquiciadas. Algo similar ocurre en Planet Terror (2007), donde la invasión zombie, comúnmente asociada con los miedos al diferente, empujan irónicamente a los supervivientes a un idílico refugio en México.
Es evidente, casi por definición, que este espectáculo de vulgaridad y de hipérbole gamberra no es para todos los gustos. Si uno se tropieza sin aviso con el despropósito narrativo de El mexicano (2003) o de Machete Kills (2013), donde las escenas se suceden sin explicación, los personajes parecen teletransportarse de una ubicación a otra y la trama se desintegra en una espiral caótica de sinsentido, es muy probable que su experiencia resulte cercana a la tortura. También cabe argumentar que no hace nada por solucionar el evidente machismo del estereotipo de la mujer latina explosiva con hacerla literalmente explosiva, dándole un uzi para que se pasee cosiendo a la gente a tiros, escotazo y tacones incluidos. El desierto fronterizo donde habitan los personajes de Robert Rodríguez es sin lugar a dudas absurdo, vulgar y violento, y es posible discutir largo y tendido sobre la efectividad de una estrategia tan dudosa como que cuanto peor, mejor.
Salma Hayek como Santánico Pandemónium en Abierto hasta el amanecer.
Pero no cabe tampoco tergiversar o simplificar en exceso el arte y el cine hasta llegar a la conclusión tan absurda de que una película celebra de forma acrítica y sincera todo lo que representa, sin excepción. La estrategia de la amplificación y la extrapolación hasta el absurdo de las complejas tendencias y escenarios actuales es una forma muy extendida de poner en evidencia la arbitrareidad y la imposición de los relatos establecidos, sin caer ingenuamente en una condescendencia inútil con los oprimidos. Al fin y al cabo, no parece que nuestro escenario actual de capitalismo desbocado, racismo descontrolado e impositivos cánones de belleza e imagen sean menos absurdos y violentos que Mel Gibson como déspota tecnológico abduciendo trabajadores latinos en Machete Kills, Don Johnson abatiendo a inmigrantes ilegales a tiros en la frontera en Machete, o Salma Hayek metiendo su pie en la boca de Quentin Tarantino y derramando tequila por su pierna en Abierto hasta el amanecer (en una escena que no se le habría ocurrido a nadie más que a su escritor/actor). Si la dimensión fantástica donde habita Robert Rodríguez resulta surrealista, ordinaria y sangrienta, y parece que nada tiene sentido, por lo menos quizás sea un poco más divertida e inofensiva que un mundo donde lo surrealista, lo ordinario y lo sangriento son la moneda de cada día, y donde todo ha dejado hace mucho tiempo de tener sentido.