Willem Dafoe
El arte de desarrollar la vocación
Repasamos la larga y variada carrera de Willem Dafoe, ese actor excepcional de rostro particular que es marca de calidad asegurada en cualquier producción.
Hablamos muy ligeramente sobre lo que es la vocación. Nos gusta pensar que un dedo misterioso a la par que azaroso, enciende una chispa sobre nosotros en un momento dado y ¡pum!, un ente de fuego abrasador nos posee y pone en marcha los mecanismos de nuestra vida, orientándonos en una dirección concreta. Definiéndonos para siempre, sin necesidad siquiera de introducir una moneda en alguna ranura. Se nos machaca si nos falta, se nos felicita si la tenemos. Porque el que tiene vocación hace de su trabajo un regalo para los demás y para sí mismo. Perpetra cosas sin que le llamen, porque ya se siente llamado a perpetrarlas. Y se mueve hacia limites inimaginables, impulsado por, qué sé yo, gracia divina, y hasta frecuentemente de forma gratuita.
¿Pero sabéis? En realidad, Willem Dafoe nunca se planteó ser actor. Y resulta paradójico, porque cualquiera que le eche un ojo a su larga y prolífica carrera concluiría que él es uno de los pocos intérpretes verdaderamente vocacionales del Hollywood actual. Un título que, lejos de lo que pueda pensar cualquier iluso, no le fue impuesto desde un inicio, sino que se lo ha ganado a diario y a pulso, alimentándolo del más puro interés por lo que hiciera. Sea personificar a Pasolini o darle voz, aunque bien pudo ponerle incluso rostro, a Ryuk el shinigami. La curiosidad y las ganas de aprender siempre han sido una constante en Dafoe. Ya desde sus comienzos, marcados por un brevísimo paso por vías más tradicionales como el cursar arte dramático en la universidad, se ha procurado un ambiente lo suficientemente estimulante para, como dice él, «dejar aflorar los personajes que ya moran en nuestro interior». Pasando por grupos neoyorquinos de interpretación experimental como el Wooster Group (del que es fundador y miembro), hasta quedar amparado en varias ocasiones bajo las órdenes de directores de cine con una marcada personalidad e interés creativo, véase Wes Anderson o Lars Von Trier.
Y es que, es difícil concebir la figura de Willem Dafoe sin hacer referencia a su carácter curioso e indagador, deseoso de probarse a sí mismo. Algo así como una especie de científico, al igual que su Norman Osborn, cuyo afán por descubrir las posibilidades del potencial humano dio paso a figuras excéntricas y diabólicas como el Duende Verde, fruto de una vuelta a la fórmula inicial.
El rostro de Willem Dafoe como imagen oficial de la 68ª edición del Festival de San Sebastián.
Está en ese reinicio constante, una de las mayores claves de su éxito como actor, que le ha permitido interpretar papeles, aún en teoría similares, de forma diametralmente opuesta. Por ejemplo, el serio, concienzudo y analítico agente especial del FBI Alan Ward, de la crudísima Arde Mississippi (Alan Parker, 1988), nada tiene que ver con el inspector Paul Smecker de Los Elegidos (Troy Duffy, 1999), probablemente uno de los personajes mas delirantes, impredecibles y pasados de tuerca a los que ha dado vida. También esta versatilidad intencionada le ha dejado ponerse en la piel tanto del desconsolado Vincent Van Gogh de Van Gogh, a las puertas de la eternidad (Julian Schnabel, 2018), como del consolador (figurado, pero también literal) marido de aquel macabro y trágico matrimonio que maquinó Lars Von Trier en Anticristo (Lars Von Trier, 2009), donde el caos reina. Estos y otros papeles han requerido un ejercicio de profunda reflexión y exploración interna por su parte, con tal de ponerle voz a temas de los que no es fácil pronunciarse, o de darle una veracidad y humanidad determinada a lo legendario. No nos ha de extrañar que Martin Scorsese viera en él el interprete ideal para indagar en el lado mas humano y terrenal de la mítica figura de Jesús de Nazaret en su polémica, pero interesantísima, La última tentación de Cristo (Martin Scorsese, 1988). O que consiguiera su primera nominación al Óscar como uno de los integrantes del Platoon (1986) de Oliver Stone, donde simbolizaba esa acallada voz de la razón que moría trágicamente con los brazos hacia el cielo durante el cúmulo de caos desorbitado y disparos a diestro y siniestro que fue la guerra de Vietnam.
Está en ese reinicio constante, una de las mayores claves de su éxito como actor, que le ha permitido interpretar papeles, aún en teoría similares, de forma diametralmente opuesta.
Resulta curioso ver cómo Willem ha hecho todo ese esfuerzo por indagar en sus profundidades cuando muchos dirían que es un actor cuya superficie, en términos de físico y apariencia, ya le aportan gran parte de su mérito y carisma. No por nada su rostro ha sido elegido este año como la imagen oficial del Festival de San Sebastián. Y aunque el corazón sea lo primero, como clamaba el Duende Verde, la presencia, los manierismos y las maneras del cuerpo son también un grato terreno a explorar por todo actor que se precie. De hecho, numerosas transmutaciones han acontecido durante su trabajo profesional, como en el caso del ya mencionado némesis de Spider-Man (Sam Raimi, 2002). Un personaje interesante por su dualidad, cuya máscara de ojos amarillos le limitó en gran medida la expresividad de su rostro, obligándole a trabajar más sus gestos y su voz. Algo en lo que ya se curtió un par de años antes al dar vida, si es que realmente estaba vivo, al icónico Nosferatu en aquella versión quizá menos fiel a la realidad, aunque idéntica en espíritu al clásico de Murnau, que fue La Sombra del Vampiro (E. Elias Merhige, 2000). Donde un enorme trabajo de maquillaje y caracterización potenció una interpretación capaz de llegar a recovecos desconocidos tanto para el propio intérprete como para los espectadores que creían ya conocerlo todo de un personaje clave en el séptimo arte.
Esta faceta estética de Dafoe ha estado marcada sin duda alguna por su diabólica sonrisa, dispuesta a mostrarse más o menos retorcida, según la visión del director lo requiriese. Así, es imposible imaginar el Corazón Salvaje (1990) de David Lynch sin esa boca lobuna de pestilentes dientes y bigotillo a lo John Waters que incomodaba a la joven Laura Dern de la misma forma que en aquel cuento de la caperuza roja. Tampoco serían concebibles las obras del profundamente esteta Wes Anderson, sin la presencia de Dafoe ataviado con un simpático gorrito de marinero o luciendo como ese tétrico villano expresionista que acababa de defenestrar al gato de Jeff Goldblum sin por ello alterar un ápice su rostro. Y desde luego sería impensable una versión de El faro (Robert Eggers, 2019) que careciese del viejo Thomas Wake. La contrapartida del joven Winslow (Robert Pattinson) en forma de otro lobo, esta vez marino, cuyo aullido retumba en aquella solitaria isla de luces y sombras muy marcadas, que impulsan monólogos donde se clama a Tritón y todo pasa a ser La Mar, en sí misma, junto a él.
Y aún con esas, Willem nunca se ha dejado llevar exclusivamente por su llamativa apariencia, siendo capaz de participar en obras como The Florida Project (Sean Baker, 2017), de un talante más humilde y natural. Forzándole a mimetizar su ya famoso rostro en un ambiente donde prima lo cotidiano y lo cercano. Titánico trabajo de pura empatía por el que recibió su tercera, que no última, nominación al Óscar.
Pero creo que, a estas alturas, los premios poco le importan al bueno de Willem Dafoe, el cual siempre se ha visto recompensado con la inigualable satisfacción del trabajo bien hecho a lo largo de sus sesenta y cinco años recién cumplidos. Portando una carrera a sus espaldas que incluye desde hacer captura de movimientos para un videojuego hasta eyacular sangre en la gran pantalla ante los ojos del Festival de Cannes. Es más difícil encontrar algo con lo que no haya experimentado dentro de su profesión. De la que ha hecho una verdadera vocación al mantener vivo el continuo descubrimiento de sus posibilidades como actor, mediante una constante dedicación y un espíritu insaciable, renovado en cada proyecto. No es que Willem Dafoe se sintiera especialmente llamado a ser artista. Es que su trabajo como tal es una constante llamada al arte en sí mismo.