El faro
El brillo de la locura

País: Estados Unidos
Año: 2019
Dirección: Robert Eggers
Guion: Robert Eggers, Max Eggers
Título original: The Lighthouse
Género: Drama, Fantástico, Terror
Productora: A24, New Regency, RT Features
Fotografía: Jarin Blaschke
Edición: Louise Ford
Música: Mark Korven
Reparto: Willem Dafoe, Robert Pattinson
Duración: 110 minutos
Festival de Sitges: Oficial Fantàstic fuera de competición (2019)

País: Estados Unidos
Año: 2019
Dirección: Robert Eggers
Guion: Robert Eggers, Max Eggers
Título original: The Lighthouse
Género: Drama, Fantástico, Terror
Productora: A24, New Regency, RT Features
Fotografía: Jarin Blaschke
Edición: Louise Ford
Música: Mark Korven
Reparto: Willem Dafoe, Robert Pattinson
Duración: 110 minutos
Festival de Sitges: Oficial Fantàstic fuera de competición (2019)

Willem Dafoe y Robert Pattinson se precipitan en un torbellino de paranoia y terror un tanto efectista pero que cumple con lo que promete.

«A la garganta me llegaba el agua, me rodeaba el océano, las algas se enredaban a mi cabeza; bajaba hasta las raíces de los montes, la tierra se cerraba para siempre sobre mí». (Jonás 2, 6-7).

De todas las imágenes de lo desconocido y lo ominoso, el mar es posiblemente la que trasciende más épocas y culturas. El colosal y caótico oleaje del océano sigue siendo tanto una imagen de la furia incontrolable de la naturaleza como de una visión fascinante y cautivadora, hermoso y a la vez terrible. No es de extrañar que muchos de los maestros del terror hayan tratado de sacar partido de esta faceta terrorífica y estéticamente atrayente del mar, como es el caso de Edgar Allan Poe en su relato El faro de 1849, el cuál sirvió de inspiración a Max Eggers para comenzar un guión que, cuando le dio fin con su hermano Robert, ya no se trataba de una adaptación de la historia de Poe, pero mantenía la temática fundamental de la historia en torno al simbolismo particular del océano. Robert Eggers, quien dirige la película, escogió el blanco y negro y un aspecto de imagen de 1.19:1, propio del cine de finales de los años veinte y principios de los treinta, para infundir al film el aroma de un artefacto de otra época, aunque la técnica cinematográfica de El faro se aleja de la reconstrucción efectista de un estilo antiguo y combina estos elementos con un sentido muy particular y propio. Los idiosincrásicos aspectos técnicos logran por tanto su codiciado efecto: sumergir a la obra en un ambiente de intranquilidad y agobio particular, pero manteniéndose siempre invisible y en armonía orgánica con la trama, cuyas premisas son pocas pero muy efectivas.

Cabe apuntar que El faro es la segunda incursión en el cine por parte de Eggers después del gran éxito de la fantástica La bruja (2015), donde Anya Taylor-Joy cautivó por primera vez al público y a la crítica. Con El faro Eggers parece tratar de alejarse un poco más de las convenciones del cine de terror que su ya poco convencional ópera prima, tratando de ajustar su fidelidad por los aspectos más grotescos y visuales del género con un enfoque más psicológico y maduro. Parte de este esfuerzo es la simplicidad de su planteamiento: un joven interpretado por Robert Pattinson llega a un islote desamparado para trabajar para un farero un tanto peculiar, interpretado por Willem Dafoe (nos abstendremos de mencionar los nombres de los personajes por tratarse de un punto esencial de la trama). A medida que algunas supersticiones marítimas empiezan a cobrar vida y su entorno se desintegra, ambos personajes se deslizarán por la pendiente de la locura, atrapados entre la posibilidad de que se están volviendo locos a causa de su aislamiento y sus propias neurosis retroalimentándose, o que haya otros agentes y fuerzas siniestras incordiándoles desde el más allá.

Robert Pattinson encarnará al personaje más cercano a la audiencia y, por ello, más complejo a la hora de retratar su descenso a la locura.

Pero el gran éxito de El faro no consiste en la elaboración de un sofisticado retrato de los recodos de la psique humana, a la manera de un descenso clásico a los pozos de la locura por medio de discursos grandilocuentes o algunas incursiones gratuitas de lo extraño, como si una historia sobre la locura consistiera en un re-ensamblaje aleatorio de imágenes bizarras, comportamientos erráticos y planos muy intensos de los ojos desorbitados de los protagonistas. Estos bandazos en la gratuidad y el efectismo están hasta cierto punto presentes en El faro, y se enconarán de forma un tanto decepcionante a medida que se acerca su desenlace, pero en su mayoría la película se mantiene alejada de la torpe lógica de lo raro-por-lo-raro y muestra una encomiable y detallada planificación en el proceso de descomposición de la cordura de nuestros protagonistas, en especial en el caso del personaje interpretado por Robert Pattinson, pues cabe argumentar que el de Willem Dafoe ya está loco desde el principio. Y la forma fundamental y más lograda que tiene El faro para inducirnos al miedo es su llamada de atención sobre la fragilidad biológica y física del ser humano.

Hoy en día nos las apañamos muy bien para olvidarnos de que tenemos un cuerpo, que somos un organismo (es decir: un –ismo de nuestros órganos). Al menos en nuestros hogares privilegiados del primer mundo, nos hemos acostumbrado a la calefacción cuando hace frío, el aire acondicionado cuando hace calor, un sistema invisible de cañerías que se deshace de nuestros residuos y nuestra suciedad y hemos borrado de nuestra memoria el hambre, la amenaza de las fieras y la hostilidad general del entorno. De alguna forma, hemos mantenido con tanta efectividad apartada de nuestra experiencia cotidiana la condición de materialidad de nuestra vida, nuestros cuerpos, que hemos llegado a creer que éramos seres incorpóreos. Esto es lo primero que El faro se ocupa de desmontar para arrojarnos a una sensación de ansiedad y peligro. Los verdaderos momentos de terror de El faro se construyen a partir de la sensación creciente de intemperie y de violencia de los elementos. Una y otra vez, especialmente en los primeros tramos de la película, veremos a Robert Pattinson enfrentado a una serie interminable de calvarios físicos y meteorológicos, calado por la lluvia y azotado por el viento, deshidratado, atrapado en los caminos de barro y rocas e incluso literalmente cubierto de mierda. Es, ante todo, la experiencia del trabajo duro bajo unas condiciones que se agravan por momentos, la frustración ante las pequeñas inconveniencias del día a día que se amontonan sobre la espalda, la incapacidad de hacer progresos y la respuesta de total desprecio y humillación por parte de su superior, lo que inducen al terror en primer lugar. El faro es, ante todo, al menos en sus momentos más acertados, una fábula del peso insoslayable y alienante del trabajo, una historia de la descomposición de la mente humana bajo las recurrentes inclemencias físicas y exigencias inapelables del trabajo en nuestra era.

Aunque sea como mera puerta abierta, como pozo de preguntas sin respuesta y caminos sin salida, El faro brilla entre el oleaje de lo desconocido con una luz hipnotizante que induce tanto a la atracción como al escalofrío.

Son muchas las claves que pueden conducir a una interpretación de la película en clave homoerótica o psicoanalítica (el propio Robert Eggers se ha declarado en deuda con Jung y Freud), pero más que un padre o un amante, el personaje interpretado por Willem Dafoe es ante todo un jefe. Es, evidentemente, una figura patriarcal y de autoridad, pero el poder sobre Pattinson, que ejerce con violencia vertical y sin piedad, no es exactamente el de un padre contra un hijo ni el de un amado hacia un amante. Es más bien la violencia de la lógica laboral contemporánea: obediencia ciega al jefe, cuyos designios han de ser ejecutados y sus humillaciones asumidas bajo la amenaza del rechazo y del desempleo. En los momentos más personales de su personaje, Pattinson demuestra representar un cierto tipo de clase aspiracional común a las sociedades industriales del siglo XX, aletargado por sus sueños de construirse su propia casa en lo profundo de los bosques, aspiraciones de propiedad e independencia económica del mundo. A medida que estas esperanzas narcóticas resultan menos efectivas para justificar su calvario presente, Pattinson acaba por recurrir a un método más tradicional: el alcohol. El faro es también un certero retrato del alcoholismo precisamente por su conexión con una vida personal insoportable y degradada, de manera que Dafoe y Pattinson, incapaces de enfrentarse cara a cara con la insoportable experiencia del aislamiento y del trabajo, se lanzan a transformarse en erráticos sacos de huesos regurgitando automáticamente canciones populares y descompuestos fragmentos de sus historias personales, sin saber muy bien qué dicen o a quién se dirigen, pero aliviados en el mismo grado en el que se deshacen y se separan de su intolerable experiencia cotidiana del mundo.

Willem Dafoe deslumbra como una auténtica fuerza incontrolable e impredecible en su interpretación del viejo farero.

Es precisamente la forma de hilar y desvelar la historia personal de Pattinson, que esconde la marca indeleble de una culpa que le atormenta, otro de los rasgos más elogiables de El faro. Al fin y al cabo, tal y cómo nos muestra la historia bíblica de Jonás, la tempestad y la furia del mar están ligadas casi ancestralmente con la furia de los dioses, por lo que las transgresiones de Jonás y sus intentos por escapar del escrutinio de Dios provocan la cólera de éste en la forma de una tormenta marítima incesante que amenaza con destruir la embarcación en la que ha emprendido su huida. Jonás, como el personaje de Pattinson, reconoce que la tempestad no amainará hasta que enmiende su deuda con Dios, y se enfrente a las consecuencias de su transgresión. Pattinson es igualmente perseguido y atosigado por su sentimiento de culpa en torno, precisamente, al delito más profundo y más severamente castigado del Antiguo Testamento: la desobediencia y la rebelión contra la autoridad. El personaje de Pattinson finalmente se tendrá que enfrentar a su castigo en una última prueba de su rebeldía, que pagará cara, no sin antes ver cómo su mente se descompone a medida que se debate en levantarse contra los designios arbitrarios de su castigador, o imponerse y rebelarse con toda la furia de quienes son injustamente tratados por los poderosos. Esta epopeya de la rebeldía frente a la autoridad es, en el fondo, el núcleo dramático y simbólico de la película, de la cuál las exploraciones del homoerotismo o la relación paterno-filial, incluso la del obrero y el jefe, son meros desarrollos particulares.

El faro parte de un sólido conjunto de premisas, aunadas a nivel interpretativo soberbio de un Pattinson y un Dafoe en lo más alto de sus carreras. Pero este magistral planteamiento requiere también de un dificultoso aterrizaje que no será satisfactorio en todo momento. La película sufrirá en ocasiones del antes mencionado efectismo que se contenta con acelerar las imágenes surrealistas y el diálogo delirante sin dar siempre una buena justificación para sus excesos. Si bien El faro no es una caja de ruido y truenos, en ocasiones nos dará quizás más ruido de el que merecíamos, y se desencaminará tristemente de algunos de sus puntos fuertes que no sabe resolver de manera convincente sin recurrir a un puñado de clichés algo gastados del género. Pero estas aristas sin pulir no estropean en general la experiencia de El faro, que sigue siendo una aportación fresca y salvaje al cine de terror contemporáneo, una rareza encomiable a la que sin duda seguiremos remitiendo en el futuro. Es posible incluso asemejar sus imperfecciones con los filos afilados de la piedra erosionada por el océano, o las espinas de los erizos de mar: algo que nos recuerda que el acercamiento a lo verdaderamente terrorífico es siempre incómodo e imperfecto, y le debe nada a nuestras satisfacciones personales. Aunque sea como mera puerta abierta, como pozo de preguntas sin respuesta y caminos sin salida, El faro brilla entre el oleaje de lo desconocido con una luz hipnotizante que induce tanto a la atracción como al escalofrío, aquello que, como el propio mar, es capaz de despertar tanto el sentimiento de lo bello y lo fascinante como los más arcanos miedos de la mente humana.

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