Paolo Sorrentino
El existencialismo silencioso
En sus obras visuales, melancólicos e imperfectos protagonistas moldean con pequeños gestos la banalidad de vivir, muchas veces inmensa y pesada cuando no es compartida con los demás, o viene acompañada de un pasado idílico que no llegó a cumplirse.
Un 31 de mayo de 1970 nacía en Nápoles el cineasta Paolo Sorrentino, reconocido internacionalmente a partir de su sexta obra, La gran belleza (2013). De hecho, todas sus películas anteriores, así como algunos elementos de las posteriores, pueden verse como laboratorios de experimentación, o variaciones —en un sentido más musical y acorde con el director napolitano—, de ciertos temas. Entre ellos, el amor, el fracaso o las relaciones sociales tienen tanta importancia que, aparte del contenido, es esencial la manera de exponerlos y desarrollarlos. Por eso, desde su primera película, El hombre de más (2001) —en la que dos hombres entrecruzan sus destinos y afrontan las consecuencias de la soberbia—, sus narraciones persiguen el análisis del individuo, en toda su extrañeza y ambigüedad, y su confrontación con la aparente normalidad y tedio de la vida en sociedad.
Para ello, Sorrentino se sirve de varios recursos. La insistencia en momentos de silencio o tranquilidad para pausar la narración y permitir que el espectador se adentre en el mundo interior de los personajes es uno de ellos. Con un tono más cotidiano e íntimo, la mirada y las reflexiones de ese individuo se convierten en las nuestras. Por ejemplo, en Las consecuencias del amor (2004), Titta Di Girolamo (interpretado por Toni Servillo, una constante en la obra fílmica de Sorrentino) ahonda en la condición humana mientras observa el comportamiento de los demás en la cafetería del hotel en el que se aloja: «Lo peor para un hombre que pasa mucho tiempo solo es la falta de imaginación. La vida, ya de por sí tediosa y repetitiva, se vuelve, a falta de fantasía, un espectáculo mortal». Incluso, con otras frases se puede ver esa confrontación desesperada, aunque estoica, por no caer en lo superficial: «Yo no soy un hombre frívolo, lo único frívolo que tengo es mi nombre: Titta Di Girolamo».
Sus películas pueden ser vistas como una secuencia de momentos minimalistas y desproporcionados que se van acumulando hasta conformar una panorámica que resume todo aquello que nos atenaza y motiva.
En ese sentido, esta filosofía existencialista que va impregnando cada detalle del argumento no oscurece los acontecimientos que se van sucediendo. Al ser momentos breves y dinámicos, muy diferentes entre sí, Sorrentino evita recargar las escenas. En La gran belleza (2013), la celebración de la vida se muestra igual de diáfana en los momentos de fiesta, drogas y bailes como en los paseos de Jep Gambardella por Roma —en los primeros minutos, con los planos y sonidos de las niñas, la fuente y el reloj marcando las horas—, ambos silenciosos, sin diálogos. Esta manera de componer los planos, casi siempre buscando la belleza, como auténticos cuadros pictóricos, le permite al director napolitano incluirlos como un protagonista más. De este modo, sus películas pueden ser vistas como una secuencia de momentos minimalistas y desproporcionados que se van acumulando —sin prejuzgar, oponer o caer una visión rígida o única— hasta conformar una panorámica que resume todo aquello que nos atenaza y motiva. Esta, además, está atravesada por la edad y la vuelta constante hacia la pureza, ingenuidad e insensatez propias de la juventud. En palabras de Jep Gambardella, que encarna con fidelidad esa doble vertiente: «Cuando llegué a Roma a los 26 me precipité demasiado rápido, apenas sin darme cuenta, en lo que se podría llamar la vorágine de la mundanidad. Pero yo no quería ser un simple mundano. Quería ser el rey de la mundanidad. Y desde luego lo conseguí. Yo no solo quería asistir a las fiestas. Quería poder tener el poder de aguarlas, de hacerlas fracasar». Estas meditaciones, no obstante, no solo suceden en el contexto social. Los discursos vacíos —invisibles, artificiales y entrampados— son su horizonte de contraste real. Como consecuencia, acompañando a la fe profana y existencialista aparecen la religiosa y la económica. Si el mundo del arte, con sus subastas y performance llenas de conceptos y luchas, aparece en ocasiones como una mera excusa para la ostentación y el ocio, el religioso no es retratado mucho mejor. Aunque concentra grandes masas de gente, la visión que Sorrentino nos deja entrever de las creencias religiosas —como la política, el amor o el arte— es que tienen poco o nulo poder para salvarnos o resolver nuestras preguntas diarias. A veces, parece que la única acción verdadera es abrazar el ambiguo y amplio sinsentido de la existencia humana.
En las series de televisión The Young Pope (2016) y The New Pope (2020), la fe está atravesada por el marketing —los aspectos comerciales—, como las estampas, postales, fotografías, etc., y el impacto público de la Santa Sede, que tiene más de tácticas empresariales que de dirigir la conciencia y los valores de hoy en día. También hay un fuerte erotismo, no exento de lo sagrado y de cierta herencia del noli me tangere entre Jesús y María Magdalena, que alcanza sus máximas cotas cuando se relaciona con la cultura popular, el neón y la música electrónica. A su modo, el legado de Sorrentino es el del sinsentido de nuestra condición, y la absoluta necesidad de mantenernos cercanos y concienzudos ante la vida por muy en decadencia que se encuentre. Línea que, como no podía ser de otra manera, también está recorriendo el director, como comentó con Jot Down: «Creo que el cine hay que hacerlo cuando eres joven, cuando todavía tienes energía. Pero en el futuro, si me dejan, seguramente me dedicaré a escribir novelas o guiones y dejaré de rodar películas. Cuando me canse».