Revista Cintilatio
Clic para expandir

Lucky (2017) | Crítica

El viejo y la tierra
Lucky, de John Carroll Lynch
Harry Dean Stanton compone un personaje memorable, su última gran creación. La obra de John Carroll Lynch se eleva como un filme de increíble belleza sobre la vejez y el paso del tiempo.
Por David G. Miño x | 4 julio, 2020 | Tiempo de lectura: 7 minutos

Hemos de suponer que antes de que nosotros pisáramos la tierra, había vida. Y que la habrá después, claro. Una suposición, por otro lado, que depende de lo que entendemos por realidad, de lo que interpretamos como verdadero, y que nos aleja de lo tangible con cada pulso echado a los años. El ser humano, desprovisto de herramientas metafísicas palpables —con el oxímoron que esto supone—, y atrapado dentro de su imaginación, tiene la obligación física de avanzar en un continuo inmisericorde que no pregunta y menos atiende. El tiempo, le dicen.

Cuando hablamos de Lucky (John Carroll Lynch, 2017), no es fácil contextualizar su sencillez argumental, su desarmante y poderoso lenguaje visual. Harry Dean Stanton, uno de esos intérpretes sobre los que no es posible arrojar epítetos sin rozar lo banal, construye un personaje autobiográfico de calado filosófico automático, un descreído de voz rota y conciencia pura, inocente y atravesado, de fiereza atávica e interior infantil. Un hombre de 90 años que, de pronto, se descubre a sí mismo enfrentando al miedo y los recuerdos —los de detrás y los de delante—, que después de vivir lo que parece más de una vida, tropieza con todas las preguntas, con el realismo —the realism is a thing, entona en más de una ocasión—, con las idas y las venidas de las cosas.

David Lynch junto a Harry Dean Stanton en una de las escenas que comparten.

La vejez, habitualmente, es esa etapa inexplorada, la que pasa inadvertida. Si nos vamos a buscar respuestas a la psicología, el primer nombre que vamos a poner sobre la mesa, hablando de este asunto, va a ser el de Erik Erikson, un psicoanalista de importancia capital en la llamada psicología evolutiva —o del desarrollo, según a quién se le pregunte—, que definió la teoría del desarrollo psicosocial. ¿En qué consiste? Básicamente, y en aras del resumen, se trata de un conjunto de ocho etapas —o como él las llamó, estadios— que tratan de arrojar luz sobre los diferentes puntos vitales por los que pasa una persona, estableciendo para cada una de ellas un conflicto característico, cuya resolución marcará el crecimiento y el bienestar psicológico. Para comentar sobre Lucky, nos debemos ir al último de todos, al denominado integridad vs. desesperación. Cuando alcanzamos la edad apropiada para caminar sobre esta estadio, sesenta años en adelante, es cuando se plantea el dilema, la dicotomía interna que acaba actuando como catalizador del bienestar en la última etapa de la vida. Hacemos cuentas, echamos la vista atrás, buscamos significados, anclas con el pasado, momentos que acaben aportando lo que vamos a llamar integridad. Superada la gesta, la vejez se antoja placentera, tranquila, y la desesperación —esa que puede surgir por la falta de aceptación, por la ausencia semántica de un hilo conductor— es más un fantasma que un espejo.

Esta pequeña pieza de orfebrería fílmica existe para poder poner en perspectiva lo que significa el gran cine, que lejos del mundanal ruido, transporta a otros universos sin necesidad de nada más que una buena historia que contar.

Lucky es, probablemente, la película más certera, atrevida, firme y bella que se haya rodado nunca acerca de los designios de la edad. Narrada en clave autobiográfica —la anécdota del ruiseñor, la historia sobre la segunda guerra mundial, pertenecen a la memoria real de un Harry Dean Stanton que encontró en Lucky su papel de despedida; y qué despedida— e interpretada por un elenco lleno de viejos amigos y camaradas —desde Tom Skerritt hasta el mismísimo David Lynch—, es imposible no sentirla como algo profundamente personal, como si una fuerza superior inenarrable arrastrara al respetable al interior de un filme único en su especie. Firme y dubitativa al mismo tiempo, entrega esa certeza que Erikson formuló, y la aporta la verosimilitud necesaria para convertir un conflicto teórico en un hecho no solo alcanzable, sino catártico. Narrada con pulso tranquilo, su desarrollo es un recorrido casi perfecto por ese conflicto que se genera al no encontrar las respuestas que surgen tras toda una vida —larga, muy larga— de idas y venidas, y acaba recordando al espectador que el cine más puro es el que dice siempre la verdad.

John Carroll Lynch —que pese a lo que pueda parecer, no comparte parentesco con David Lynch— enfoca la obra como un estudio de personaje. Filma los ejercicios matutinos de Lucky, su forma de peinarse el cabello, sus andares y sus movimientos, su mirada eterna, con una reverencia mística. Juega sus cartas referenciales con astucia y buen gusto, y edifica un universo propio de apenas hora y media de duración, que entrelaza mariachis, veteranos de guerra y crucigramas. Como objeto de estudio, ofrece una conjunción de arte en estado puro y rigor académico —al poner en imágenes la vida y la gracia de Lucky, descifra mientras tanto un símbolo inescrutable reservado solamente a aquellos que han llegado allí, y lo hace con pulso documental e intención trascendente—. Mueve la cámara por el espacio como si no existiera otro elemento filmable salvo Harry Dean Stanton, como cuando le observa con precisión al beber su vaso de leche o su Bloody Mary, o cuando inclina levemente el encuadre hacia delante al seguir sus pasos por unas calles desiertas e intensamente cinematográficas —mención aparte a Tim Suhrstedt y su manejo de la luz en el filme, que consigue dotar de gran personalidad y carácter a cada escena de la película—. Del mismo modo, expone con tranquilidad una religiosidad calmada, de naturaleza reflexiva que, con el paso de los minutos, acaba formando parte de un paisaje narrativo que se convierte en un símbolo más, una exposición teórica soterrada bajo el manto de la apariencia.

Los secundarios, como comentábamos, se suceden en pequeñas raciones, que en su conjunto van a acabar por componer un retrato completo de lo que significa haber vivido tanto como nuestro protagonista. Sus pequeñas historias —incluida aquella que explica el origen del mote Lucky—, las pequeñas y sobrecogedoras escenas íntimas y entrañables —los concursos de televisión junto al personaje de Yvonne Huff, ese Volver, volver cantado a tumba abierta, esa brillante metáfora de la tortuga (tortoise, not turtle)— acaban dando la forma final a un relato que se erige alrededor de Harry Dean Stanton, pero que funciona gracias a esas pequeñas píldoras de humanidad que aportan sus grandes amigos, actuando aquí una última vez juntos en un evento cinematográfico único e irrepetible —el genial actor fallecía el 15 de septiembre de 2017 a los 91 años, antes del estreno de Lucky en salas comerciales—. Esta pequeña pieza de orfebrería fílmica existe para poder poner en perspectiva lo que significa el gran cine, que lejos del mundanal ruido, transporta a otros universos sin necesidad de nada más que una buena historia que contar. Al final, podremos pensar en Lucky y en su camino desde la desesperación hasta la integridad, nos podremos encender el pitillo dentro de cualquier bar, y contemplar con renovado entusiasmo los altos cactus que apuntan al cielo, porque sabemos que, al menos ese camino, lleva a un lugar tranquilo.