Decía Bilbo Bolsón que no es oro todo lo que reluce, ni toda la gente errante anda perdida. Podríamos añadir que no todo Tolkien es la Guerra del Anillo. Generó medio siglo de culto internacional y un sinfín de estudios lingüísticos y literarios. La llegada a la gran pantalla de las adaptaciones de Peter Jackson amplificó el fenómeno y lo grabó a fuego en la cultura popular. Pero es fácil olvidar que John Ronald Reuel Tolkien poseía múltiples facetas que formaron intersecciones visibles en todas sus grandes obras. Una de las menos estudiadas es la de poeta. Desde antes de ser enviado al frente en la Gran Guerra hasta finales de los sesenta, Tolkien produjo unos 102 poemas, incluyendo algunos de los 12 de El Hobbit (1937) y una pequeña parte de los más de 60 que aparecen en El Señor de los Anillos (1954). ¿Por dónde empezar? En este caso, nos centraremos en dos bloques de su poesía: el verso aliterativo en La caída de Arturo (2013), y la antología titulada Las aventuras de Tom Bombadil (1962).
La semilla del universo que engloba a la Tierra Media se crea cuando el profesor Tolkien compone el breve poema El viaje de Éarendel, la estrella vespertina (1914). Mucho antes de que por su cabeza se pasara la palabra «hobbit», ya se le había ocurrido una encantadora historia que, con el tiempo, acabaría dando lugar a Eärendil, uno de los personajes clave de El Silmarillion (J. R. R. Tolkien, 1977).
Su faceta de filólogo le permitió obtener el lenguaje y los mecanismos para componer poesía en formatos clásicos, y le llevó a convertirse en un influyente académico en los estudios sobre Beowulf, famosa saga germánica recopilada en un manuscrito de entre los siglos X y XI sobre un antiguo héroe escandinavo que se convierte en rey tras derrotar a un horrible monstruo y que más tarde debe matar al dragón que asola su reino.
Por otra parte, su traducción de este poema épico le incentivó a crear su propia poesía en verso aliterativo germánico. Esta técnica métrica se empleó en Beowulf y muchas otras composiciones en inglés antiguo y otras lenguas del mismo origen. Consiste en versos formados por dos hemistiquios de cuatro o cinco sílabas cada uno (sin número fijo), separados por una cesura. Las reglas son:
- Dos de estas sílabas por verso deben ser tónicas (les llamaremos fuertes).
- La primera sílaba fuerte del primer hemistiquio debe contener un sonido que se repita en la primera sílaba fuerte del segundo, produciendo una aliteración.
- Las sílabas fuertes se tienen en cuenta en sustantivos, adjetivos, verbos (solo formas no personales) y algunos adverbios, ignorando conjunciones, artículos, preposiciones, pronombres, etc.
- El sonido aliterado puede repetirse en el mismo hemistiquio, y puede ser mediante consonantes o vocales.
- Prohibido que la segunda sílaba fuerte del segundo hemistiquio alitere.
Esta última tenía seguramente como objetivo facilitar la memorización de dónde terminaba cada verso, ya que la poesía en inglés antiguo era de tradición oral. Con esto también se buscaba, según Tolkien, que la declamación provocara sensaciones de amplitud, plenitud, reflexión y elegía. Por supuesto, unas reglas tan estrictas fuerzan al autor a «ir pisando huevos» en torno a cómo expresa hasta los conceptos más sencillos, dando lugar a complejas metáforas y un lenguaje artificioso. Al haberse diseñado para un idioma concreto, estas restricciones son casi imposibles de trasladar a otro. Por lo tanto, es un logro extraordinario que el profesor consiguiera componer sus propios poemas épicos en inglés moderno respetándolas y logrando un efecto estético rico. «Pero, al fin y al cabo, el inglés antiguo es inglés, ¿no?» pensará algún lector. No, son idiomas muy diferentes, a pesar de las características que ha heredado el contemporáneo.
Un ejemplo excelso de verso aliterativo en inglés moderno es el poema épico incompleto La caída de Arturo, publicado de forma póstuma y editado por Christopher Tolkien. Inspirado por trabajos anteriores en Materia de Bretaña, nos muestra una visión del mítico Arturo adecuada a la crítica literaria que Ronald hacía de las historias anteriores. En su opinión, las leyendas artúricas acarreaban incoherencias y desvaríos, y su lenguaje era demasiado florituresco. También consideraba que la mención del cristianismo era demasiado explícita, ya que para él tenía más sentido utilizar símbolos de valores similares, pero no meter con calzador elementos del «mundo real».
El poema nos muestra desde el principio a un Arturo en su mejor momento. Ni un chaval buscando su misión en la vida, ni un hombre envejecido esperando su muerte: un rey a la altura de las circunstancias. Y estas le fuerzan a contraatacar a los invasores de su reino sin flaquear, llevando todo su poderío militar al continente europeo. Mientras está fuera de Bretaña, su sobrino Mordred se alía con sajones y escoceses para usurpar su trono. Como hacía Beowulf cuando se preparaba para enfrentarse al dragón, Arturo retorna sabiendo que pone en juego su vida, y lo envuelve un sentimiento de que el mundo tal y como lo conoce va a cambiar irremediablemente. Pero como buen clásico héroe germánico, lo asume. Regresa del continente en barcos de amplias velas adornadas con los coloridos y resplandecientes emblemas de los caballeros que le sirven. A pesar de los días oscuros de cruentas batallas que le esperan, cruza el mar dejando las aguas temblando a su paso, con veinte reinos conquistados a sus espaldas, sus reyes arrodillados por su mano.
Tolkien nos narra esta historia visualmente rica en versos aliterativos en los que hace encajar el inglés moderno con destreza, musicalidad y con una actitud casi juguetona, divirtiéndose mientras repite las aliteraciones que puede «colar» en cada hemistiquio.
La cantidad de material lírico producida por Tolkien es vasta. Desde obras al margen de la Tierra Media, a otras que acabaron incorporándose a El Silmarillion y de las cuales existen numerosos borradores.
Ante estos logros, no es de extrañar que esta técnica métrica tuviera una gran influencia en su prosa. Los lectores de La Comunidad del Anillo (J.R.R. Tolkien, 1954) en castellano habrán notado que Tom Bombadil habla de una forma peculiar. Casi como si estuviera cantando todo el rato (cuando no lo hace directamente). Si vamos a la versión original en inglés, leer sus palabras como prosa es incómodo. Hay pausas que ayudan a agrupar sílabas tónicas. El encantador personaje habla incorporando el peso métrico del verso aliterativo a sus líneas de diálogo. Y eso que el cabrón improvisa todo lo que dice.
Merecidamente, Tom recibe algo más de atención en Las Aventuras de Tom Bombadil (J.R.R. Tolkien, 1962), antología que comienza con un díptico de poemas protagonizados por él mismo. Como ya habrás adivinado, siguen los mismos patrones que en la novela, pero en verso e incorporando rimas (y eso que el verso aliterativo no las exigía). En la traducción al castellano, se sustituye por alejandrino pareado de rima asonante.
A partir de ahí, la colección se vuelve más experimental en métrica, pero coherente en su progresión temática. Siguen dos poemas sobre hadas, dos sobre el Hombre de la Luna, dos sobre trolls, uno misceláneo a modo de divisor, tres de bestiario y cuatro atmosféricos. Algunos tocan la Tierra Media y otros ni remotamente. Numerosas formas poéticas pasan por sus páginas, y no podemos dedicar este artículo a comentarlas todas, pero cabe destacar algunos textos.
En Errabundo, Tolkien inventa su propia métrica. Sigue un esquema («—x———x——» donde «—» es una sílaba átona y «x» una tónica) que hace caer las sílabas fuertes en palabras esdrújulas, o en bisílabas que se combinan con monosílabas para tener el mismo efecto. Naturalmente, se confiere al poema un ritmo acelerado. En el cómico El Hombre de la Luna descendió con premura, se utilizan palabras elaboradas y de origen latino para describir el reino lunar, mientras se cambia a un marcado contraste al describir la Tierra con inglés «del día a día» y con predominancia de monosílabos. El Tesoro recupera la tradición sajona, tanto en la temática heroica como en la métrica, pero innova porque en lugar de centrarse en la aliteración, los versos mantienen la consistencia mediante el ritmo. El vocabulario acumula palabras que se incorporaron a la lengua inglesa durante la Edad Media y no más tarde, dando un aire arcaico a un poema en inglés contemporáneo.
Como se intuye, la lírica contenida en este volumen evoca sensaciones más allá de la palabra. Tanto por su riqueza semántica como por la disposición de algunos versos en la página para reflejar elementos de la naturaleza, se trata de un libro muy visual. No es de extrañar que cualidades como estas hayan encontrado su lugar en la prosa «tolkieniana», alimentando la imaginación de los lectores y proveyendo de ricos detalles al dream team de Peter Jackson en su aclamada adaptación de El Señor de los Anillos (2001, 2002, 2003).
La cantidad de material lírico producida por Ronald es vasta. Desde obras al margen de la Tierra Media, a otras que acabaron incorporándose a El Silmarillion y de las cuales existen numerosos borradores, los lectores tienen mucho donde explorar. Los hijos de Húrin (2007), y Beren y Lúthien (2017) son volúmenes bellamente ilustrados que recopilan versiones en prosa y verso de algunas grandes historias extraídas de la antigüedad de Arda (el mundo donde transcurren los eventos de las principales sagas del gran autor).
Revelando esta faceta de J.R.R. Tolkien, es inevitable la pregunta: «Si su poesía es tan interesante, ¿por qué no se le tiene en cuenta entre los grandes poetas ingleses del siglo XX?». Hay varios motivos. Por una parte, la calidad de sus versos varía de una composición a otra. La fama de sus historias sobre la Guerra del Anillo sin duda hizo sombra a trabajos más secundarios. Varios de sus poemas narrativos quedaron incompletos y fue reacio a publicarlos en vida. Pero ante todo, la dirección de su obra lírica fue totalmente contraria a la de sus contemporáneos. El movimiento modernista acumulaba la mayor parte de la innovación literaria en verso cuando Tolkien disfrutaba componiendo sus propios cantos épicos. Por mucho que nos gusten sus baladas bárdicas, debemos reconocer que no podían competir en la misma liga que T.S. Elliot, Ezra Pound, Robert Frost, Marianne Moore o William Carlos Williams.
Al final, la faceta poética del profesor no deja de ser amplia, fascinante y generalmente divertida para amantes de la lírica. Para «frikis» del lenguaje, la mitología y la historia germánica, nórdica o anglosajona, descubrir estas composiciones es como ganar la lotería, pero con un premio que nunca se gasta.