Ya dijimos en otra ocasión que cada obra ha de encontrar la crítica que se merece, por sus aspiraciones, méritos, particularidades y estilo. En caso contrario el crítico no está a la altura de aquello que interpreta y corre el inmenso riesgo de hacer el ridículo. Pertenece, o debería pertenecer, a la crítica, una mirada más incisiva, ponderada y discursiva que la que habitualmente hace gala el espectador común, pero muchas veces, demasiadas, esto es mucho pedir. Pero sucede que con las obras más radicales, importantes y pasmosas hasta las mentes más inteligentes y preparadas no saben muy bien qué hacer, y su interpretación se ve enormemente sesgada. Ahora que The Last of Us (Craig Mazin, Neil Druckmann, 2023), la serie de HBO, está recibiendo quizá más elogios de los que realmente mereciera, quizá sea necesario echar la mirada atrás hacia lo que ha sido y sigue siendo la serie concluida el pasado mes de noviembre.
Desde que se estrenó el primer capítulo de The Walking Dead, en aquel lejano octubre de 2010, la atención mediática puso sus ojos sobre ella, y el creciente fandom de la serie miró con lupa cada una de las decisiones del equipo creativo. Adaptación homónima del famoso (aunque en ningún modo superlativo) cómic en blanco y negro de Robert Kirkman, dibujado primero por Tony Moore y luego por Charlie Adlard, que llegó a conocer nada menos que treinta y dos volúmenes recopilatorios, la primera razón por la que muchos seguidores del cómic atacaron a la serie fue por su creciente, y nada disimulado, alejamiento del estilo visual y del tratamiento de los personajes desplegados por Kirkman, y su férrea voluntad de crear una ficción mucho más a ras de suelo, mucho más árida, salvaje y desesperanzada. La estructura argumental es más o menos la misma, la historia que cuenta es muy similar, pero basta ver tres o cuatro episodios para percibir que estamos ante algo muy diferente al cómic, y sobre todo algo pasmosamente original, que trasciende con mucho una hipotética serie de terror «de zombis» para erigirse en un relato-río, en un universo cerrado en sí mismo poseedor de sus propias, inmarcesibles, reglas, y en una visión poética y tenebrosa del siglo XXI, al que da forma a través de una mirada valiente y muy poco comercial a través de sus once temporadas y trece años de emisión. Once temporadas, nada menos, en las que ha tenido que soportar el ataque furibundo y absurdo (porque en general carecía, y carece, de argumentos válidos) por parte de un sector importante de la crítica y de los espectadores, cuando se puede decir, sin ningún problema, que la décima es una de las mejores, y que pocas creaciones han mantenido un nivel tan alto hasta su mismo final. Pero aquí y ahora toca explicar el porqué.
La primera temporada tuvo como showrunner (es decir, máximo responsable creativo) nada menos que a Frank Darabont, pero abandonó pronto esas funciones y a lo largo de los años ha sido el equipo creado por Greg Nicotero, Angela Kang, David Alpert, Gale Anne Hurd (por cierto, ex de James Cameron y productora de sus cuatro primeros largometrajes) y Scott Gimple el que ha sostenido y dado sentido narrativo y conceptual a la ficción. Puede que ese sea uno de los factores que la convierten en una serie única: que al contrario que otras grandes en las que una sola mente creadora estaba a cargo de un equipo de directores, guionistas y productores ejecutivos, en este caso se trataba de un grupo de personas perfectamente compenetradas para construir este material. Por supuesto que siempre figuraba una de ellas como máximo responsable de cara a la cadena, pero la sensación que da es que aquí había varias cabezas pensantes, que después de varios años conocían a fondo a los personajes y a ese mundo, que sabían perfectamente lo que querían hacer, y que gracias también a un amplio reparto muy bien cohesionado eran capaces de llevarlo a cabo sin necesidad del divismo o de la autoría absoluta de ninguno de ellos. Es, en ese sentido, una serie de creación colectiva, aspecto que además resulta fundamental a la hora de abordar una de sus temáticas capitales: el colectivismo, la comunidad (el verdadero comunismo, el verdadero socialismo, no el que tantas veces ha derivado en tiranías) como única forma de vida posible para evitar el colapso absoluto y la desaparición de la especie. Pero este es solamente uno de los pilares temáticos, argumentales, de esta serie-río. El más importante de todos, en realidad, es el estudio de la pérdida de un ser querido, ya sea real o figurada, definitiva, imaginaria o transitoria, como una de las experiencias más devastadoras que pueda experimentar el ser humano, y es esta experiencia, y sus ramificaciones morales y anímicas, lo que va a servir de eje narrativo a las once temporadas. Con ella se va a establecer el tono anímico ya desde el magnífico episodio piloto —en el que Morgan (Lennie James) va a ser incapaz de disparar a su mujer resucitada a pesar de que sabe que es la única solución a su enorme sufrimiento— hasta el mismo final de la historia.
Trasciende con mucho una hipotética serie de terror «de zombis» para erigirse en un relato-río, en un universo cerrado en sí mismo poseedor de sus propias, inmarcesibles, reglas, y en una visión poética y tenebrosa del siglo XXI.
Hay tres factores fundamentales que convierten a esta serie en algo inalcanzable para el resto de series, no solamente dentro de su clase, sino también fuera de ella: su insuperable sentido del suspense, que capítulo a capítulo se convierte en una clase magistral de cómo crear tensión no resuelta en el espectador; su desaforada acción trenzada con el horror físico más absoluto, pues no hay episodio que no esté trufado de una gran intensidad física y de imágenes espeluznantes, todo ello mezclado con una profunda mirada y un estudio psicológico de unos personajes al límite; y por último su pasmosa facilidad para convertir al zombi —palabra que por cierto nadie dice en toda la serie, pues se refieren a ellos como caminantes, podridos, mordedores o cosas por el estilo— en imagen de otra cosa, en insuperable metáfora del interior anímico de los personajes. Es ese uno de los grandes triunfos de la serie, y algo que por ejemplo en The Last of Us parece desterrado. Es el zombi una criatura aterradora y despiadada, por supuesto, pero también patética, lírica y evocadora. Es una representación de la muerte, desde luego, pero a menudo es algo mucho más interesante: es una metáfora del paso del tiempo, de nuestra mortalidad, de nuestra fragilidad como seres vivos y pensantes, pero también de nuestra naturaleza como especie fagocitadora, invasora, demente. Para los personajes de la serie, que llegan a ser cientos, todos ellos con su momento y su personalidad bien definida y diferenciada del resto, el zombi es un monstruo al que hay que eliminar, pero solo al principio. A medida que avanza la serie se convierte en una representación de su propio interior, de su itinerario vital, de la forma en que ve al mundo. Ya en el cómic Robert Kirkman, pero también en los guiones de la serie, dedican el máximo esfuerzo en convertirlo en un ser que provoca una enorme tristeza y una extraña compasión. Todos los iconos de terror, de Drácula a Frankenstein, pasando por cualquier otro, son representaciones de otra cosa. En el caso del zombi, se trata de la representación de nuestro fracaso como especie y de nuestra necesidad imperiosa de mejorar para sobrevivir en un mundo que nosotros mismos destruimos cada día. Porque además, muy pronto el zombi, aunque sean hordas arrasadoras de ellos, dejan de ser el verdadero problema, para dejarle paso al verdadero monstruo: el propio ser humano.
Rick Grimes (soberbio Andrew Lincoln en el papel de su vida, muy diferente a todo lo que ha hecho) es un policía que al despertar de un coma comprenderá horrorizado que todo ha sido destruido y que la sociedad ha colapsado, quedando tan solo unos pocos supervivientes que, cada vez con más fuerza, van a competir entre ellos por recursos, refugio, armas y energía. Debido a su carácter compasivo, pero también a su fuerte temperamento y fuerza de voluntad, pronto se convierte en el líder de facto del pequeño grupo en el que también están su mujer y su hijo. Este núcleo inicial, que pronto comenzará a sufrir bajas, será el que llegue hasta el mismo final, sobre todo por la capacidad aglutinadora, por el enorme sacrificio y resolución que Rick es capaz de desplegar, así como por sus dotes para la lucha y el mando. Pero hay más grupos como el suyo. El hecho de que les consideremos a ellos los «héroes», o por lo menos «los buenos», es una cuestión de perspectiva, pues si hubiésemos empezado la historia por uno de sus múltiples adversarios, quizá el grupo de Rick serían los villanos, como muy bien se encarga en recalcar la serie en más de una ocasión. El enfrentamiento, eso sí, es inevitable en un mundo en el que algunos parecen estar cómodos y otros quisieran volver atrás y recuperar lo perdido. Primero surgirá la división interna (en la magistral segunda temporada, que debería estudiarse en todas las escuelas de creación de series, si es que las hay…) y posteriormente, ya convertidos en verdaderos supervivientes que saben que no hay vuelta atrás, sobre todo moral, se irán enfrentando a sucesivos villanos-rivales (el gobernador, los caníbales, Negan, los Susurradores…) con los que la serie va a explorar una serie de ideas tremendamente bien cristalizadas y que jamás se dan mascadas al espectador. Es esa una de las razones, creo yo, por las que muchos no saben qué hacer con esta serie. No se trata de un parque de atracciones del horror, como fácilmente podría ser cualquier otra, con el que epatar al espectador, sirviéndole en bandeja adrenalina sin límites, héroes más grandes que la vida y secuencias de horror gratuito. En lugar de eso, todo lo que es la serie desde un plano «material» (la acción, la sangre, el horror) sirve para hablar de otra cosa, para explorar una serie de ideas y de cuestiones muy estimulantes y complejas, tales como la incapacidad del ser humano de confiar en el otro (entendiendo el otro como un grupo enemigo), la necesidad de perdonar en tiempos de crisis, la capacidad o incapacidad de adaptación en entornos hostiles, el recurso a la violencia o a la palabra para aglutinar a tu gente, la elección de un solo líder o de un consejo de líderes que guíen a la masa, y un largo etcétera de cuestiones sociológicas, políticas y humanas que seguramente no sean del interés del espectador medio, más ávido de un espectáculo de horror que de una serie que jamás se da facilidades a sí misma. Pero sobre todo esto va del itinerario de los personajes.
Y de verdaderos itinerarios hablamos: cada uno de los personajes de The Walking Dead, sin excepción, va a ir desarrollando su propia forma de enfrentarse al duelo y de aprender a vivir en un mundo tenebroso en el que no hay asideros de ninguna clase. Sobre todo va a desarrollar su forma de relacionarse con la muerte, simbolizada por los zombis. Unos, como el gobernador (estupendo David Morrissey), van a mantenerse cerca de su hija muerta y resucitada, sabiendo perfectamente que no hay cura posible, pero manteniendo la fantasía de que puede cuidar de ella. Otros, como Hershel (maravilloso Scott Wilson), van a negar la realidad y a buscar una cura para los caminantes. A algunos este mundo de tinieblas les va a convertir en auténticos psicópatas, a otros les va a convencer de la necesidad de perdonar, de evolucionar y de llegar a un estado de clarividencia a partir del cual construir un nuevo mundo. Todos los personajes, y no son pocos, lo harán a su manera, a su ritmo, y con sus altibajos. El compasivo Dale (fenomenal Jeffrey DeMunn) será la némesis del brutal y cada vez más descontrolado Shane (inolvidable Jon Bernthal). El solitario Daryl (Norman Reedus en un papel para el que parece haber nacido) se irá transformando con el grupo y se alejará del amoral y cínico hermano suyo, Merle (el siempre imponente Michael Rooker). La serie sobre todo se preocupará de que sus criaturas, en sus itinerarios e interacciones, sean no solamente creíbles sino también una imagen perfecta de un apocalipsis. No existe actor mediocre en The Walking Dead, y muchos de ellos parecen haber nacido para interpretar a su personaje, con especial mención a esos dos fascinantes villanos interpretados por Jeffrey Dean Morgan, que da vida a Negan, y por la gran Samantha Morton, que da vida a Alfa. Dos seres que son la viva imagen del fin del mundo, del fin de la civilización tal como la conocemos, y que con sus acciones, su mera presencia, elevan la serie a la estratosfera.
Filmada toda ella (salvo la última temporada) en 16mm, procesados luego para crear una imagen de una belleza, una oscuridad y una pertinencia pocas veces vista en televisión, la serie alcanza momentos de una sorprendente audacia formal, tanto en su planificación como en su montaje, de un ascetismo que habría admirado un Andrei Tarkovski, pero también de una audacia y un extrañamiento que aplaudiría un cineasta underground. Fíjese el astuto lector que jamás la posición del sol, ni de la luz en interiores, posee un cariz meramente decorativo o lumínico, sino poético/narrativo. Fíjese también en la habilidad de la cámara para destacar detalles inquietantes, extraños o reveladores, en la capacidad del montaje para revelar el estado anímico, interior, de los personajes. Las once temporadas poseen una asombrosa unidad de estilo y casi una mirada unificadora de todos sus elementos técnicos, formales y argumentales. Pero es que hablamos ya casi de un universo expandido, con su serie subsidiaria (la magnífica Fear the Walking Dead, que es casi como la cara B de esta inmensa novela-río), la estupenda e infravalorada World Beyond, sus inminentes spin-offs, que van a ser el verdadero cierre a esta larga, densa e inolvidable historia. The Walking Dead será considerada la obra genial que es en muy pocos años, porque mientras la insuperable Los Soprano (David Chase, 1999) era una impugnación de la forma de vida estadounidense, y la excelsa The Wire (Bajo escucha) (David Simon, 2002) se erigía en una crítica social al mundo occidental, la serie de AMC plantea una crítica a la especie humana en su totalidad, y su escenario es el mundo entero. Nadie creó jamás un mundo tan tenebroso y conceptualmente rico como el de The Walking Dead. Las tres series nombradas son las visiones más sombrías jamás creadas para la televisión, y por eso, entre otras cosas, son sus catedrales más duraderas. En el caso de The Walking Dead, una ficción entre la Ilíada (la lucha por el poder y la supervivencia en un entorno de leyenda que aún así no ensombrece una visión realista del ser humano) y la Odisea (el mito del eterno retorno a casa) para un siglo XXI que ha empezado de la peor manera posible y que puede ser fácilmente el último del ser humano tal como lo conocemos.