No está claro en absoluto, cuando arranca The Island Funeral (Pimpaka Towira, 2015), a dónde nos quiere llevar. Quizá es que, por lo general, como público exigimos determinados peajes y lugares comunes que nos hagan sentir que estamos ante un viejo conocido, uno con capacidad para colocarnos cómodamente en nuestro pequeño espacio y, aunque la propuesta sea marciana, la podamos identificar como una narración válida.
The Island Funeral se salta cualquier convención posible, y bajo el subgénero de las road movies, viene disfrazada con piel de cordero una reposada y tremendamente reflexiva figura retórica. Tomando como punto de partida, en este caso indivisible de su entorno, una Tailandia húmeda y casi despersonalizada, de poderoso discurso social —aunque infinitamente críptico, de difícil digestión—, marcada por la presencia militar y la amenaza constante de la tecnología —y la religión— como órgano supresor de la identidad y la voluntad, tres jóvenes emprenden la búsqueda lenta y atolondrada de la tía de dos de ellos, rechazada por su familia y relegada a un aparente ostracismo. En su bajada al núcleo de la esencia humana, irán dejando atrás el ruidoso Bangkok, la cobertura y los mapas por GPS, a la vez que se acercarán a lo intangible, a las mezquitas que emergen de la nada, a la espiritualidad que emana del sentimiento pre-religioso.
No resulta fácil, profundizando en su estilo, entrar en la propuesta del filme. Aunque es innegable que peca de ciertos excesos, la mayoría relacionados con la sobrecontemplación, posee ese hipnotismo fantasmagórico que podemos encontrar en películas como A Ghost Story (David Lowery, 2017) o Burning (Lee Chang-dong, 2018), que acceden directamente al subtexto cinematográfico —realmente, la esencia misma del séptimo arte si se le quita el envoltorio de colores y formas llamativas— y colocan al respetable en la difícil situación de, o bien dejarse llevar por el concepto, o maldecir con inquina el momento de darle a play. O será puro éxtasis, o no será.
Su apología del naturalismo y la comunión del ser humano con aquello que le excede en forma, así como su condena al modus vivendi del siglo XXI, resultan contagiosas en tanto podamos entrar en el interlineado de una narración que, como primera aproximación, no fideliza al espectador con nada palpable. Su fotografía gris y poco llamativa, su parquedad directiva (que va mutando con el avanzar de los minutos), su guion exigente, comprimen todas las variables que pueden convencer a aquel que se enfrente a ella a una sola: la predisposición. Sobra decir que si se manejan las expectativas correctamente, la inmersión y el festín filosófico y espiritual será de provecho instantáneo y perdurable en el tiempo. Se arma detrás de los ojos como un gigantesco puzle que revela, con esa calma secuestrada por el zeitgeist de nuestros días, lo que aparece como invisible en el momento de enfrentarse a su primera media hora.
Su apología del naturalismo y la comunión del ser humano con aquello que le excede en forma, así como su condena al modus vivendi del siglo XXI, resultan contagiosas en tanto podamos entrar en el interlineado de una narración que, como primera aproximación, no fideliza al espectador con nada palpable.
Como buena road movie, su viaje físico va a abrir determinadas puertas internas, a las que los protagonistas irán accediendo a medida que el periplo avanza. Heen Sasithorn —en el papel principal— pone sobre la mesa un potencial matriarcal de importante discurso feminista, que se beneficia constantemente de la construcción de los personajes y de un tercio final —no le podemos llamar tercer acto porque su renuncia a las convenciones narrativas es patente— tan bello y revelador que da sentido a todo lo visto y reintegra todas las posibilidades en una gran teoría unificadora. Su curiosidad caprichosa y desprejuiciada la convierten en la perfecta anfitriona de la función, que uno no puede dejar de imaginarse como un alter ego de la directora, que aquí escribe y dirige.
Interpretativamente, sus virtudes no son pocas, siendo quizá el punto fuerte del filme. Así como el espectador poco dado a la reflexión post-visionado puede encontrar aquí, como decíamos, a su Némesis más desatada y poderosa, aquellos que disfrutan tanto del camino como del reposo posterior se verán fuertemente recompensados. Su crítica a la militarización descontrolada, a la pérdida de la esencia devorada por la hiperconectividad y la globalización, al infame patriarcado y sus largos tentáculos, son razones más que suficientes para elevar a The Island Funeral como una apuesta sólida y madura que crece intelectualmente —y emocionalmente— cuanto más se profundiza en su génesis. Junto a ese Caronte que une al que va con el que recibe a través de la zona de tránsito oscura y tenebrosa, el viajero se busca a sí mismo. Esa isla que está al final del camino, allí donde las aguas todo lo rodean, será siempre la isla que queremos encontrar, aunque jamás lo lleguemos a saber.