En el cine, las premisas más locas suelen acabar aportando reflexiones que van mucho más allá de lo obvio, en parte quizá porque nos enfrentamos a ellas con muchas menos expectativas intelectuales: si la campaña de publicidad de un filme lo vende como «un profundo viaje al interior de la mente humana», como poco el espectador entrará en la sala de cine con el listón colocado a una altura media-alta; por la contra, si la cosa va más sobre un pantalón asesino que estrangula al personal y se bebe su sangre, pareciera que el tema será más frívolo y nos enfrentaremos a él como tal. En la realidad, y bajo la carcasa de Slaxx (Elza Kephart, 2020), conviven el terror más campy y la fuerza subtextual. Si bien cuando hablamos de vaqueros que ajustician no faltamos a la verdad de su premisa argumental, no es menos cierto que enfoca el surrealista punto de vista desde una óptica de denuncia social que condena la superficialidad y la explotación infantil.
Así, los a estas alturas ínclitos tejanos vinculan su afán exterminador con el abuso laboral hacia los niños que recogen algodón en algún lugar de la India para una poderosa multinacional textil —cuyo logo y disposición publicitaria recuerda peligrosamente a cierta cadena de ropa—, y no están dispuestos a dejar títere con cabeza en su particular cruzada. Con sangre y vísceras suficientes como para molestar al público menos dado a este tipo de películas —recordemos que participa en la sección Midnight X-Treme del Festival de Sitges—, Slaxx guarda en su interior interesantes y poderosas críticas contra la industria de la moda y el mundo de los influencers. Con momentos de lo más desternillantes como ese «para trabajar aquí tienes que ir a la última, tu ropa es de hace ya un mes, han pasado ya tres temporadas», o la caracterización del líder de la marca de ropa casi como una suerte de L. Ron Hubbard contemporáneo, no es difícil entrar en su propuesta una vez se pasa el impacto inicial de ver a un pantalón moviéndose libremente con ansia homicida.
Elza Kephart, que escribe —junto a Patricia Gomez— y dirige, consigue orquestar una cinta de género que pese a no trascender las convenciones desde un punto de vista estructural sí logra hacerse un hueco en el corazón del amante del terror alternativo.
A pesar de tener una vocación claramente festivalera a la que se le adivina escaso recorrido comercial más allá de convertirse en obra de culto —algo que no dudamos que pueda pasar, como ya ocurrió en el pasado con otros filmes de objeto inanimado asesino como Rubber (Quentin Dupieux, 2010)—, Slaxx es pura diversión no tan culpable, que aunque pierde cierto fuelle cuando se le adivina demasiado la intensidad contestataria, lleva de la mano al respetable durante sus escasos setenta y ocho minutos por un mundo cínico y muy dado a la parodia. Aunque comparte bloque temático con películas como Helter Skelter (Mika Ninagawa, 2012), Perfect Blue (Satoshi Kon, 1997), The Neon Demon (Nicolas Winding Refn, 2016) o Nina Wu (Midi Z, 2019), el filme canadiense se aleja de su tono más afectado y serio al abrazar la caricatura y la sátira con descaro, como el retrato de la influencer/youtuber como una diva arrogante y odiosa con actitud mesiánica, o de los encargados de la tienda como déspotas bien vestidos que solo buscan el beneficio, aunque por el camino haya que meter cuerpos troceados en cajas.
Elza Kephart, que escribe —junto a Patricia Gomez— y dirige, consigue orquestar una cinta de género que pese a no trascender las convenciones desde un punto de vista estructural —al final, es un slasher, solo que con asesino inanimado— sí logra hacerse un hueco en el corazón del amante del terror alternativo, que además encontrará entre sus imágenes momentos para el recuerdo y críticas de lo más variopintas: a mayores de lo expuesto, guarda balas para comentar sobre la ofensa fácil tan siglo XXI —épica la situación con la trabajadora hindú de la tienda y ese baile al son de Hamara India— o el sectarismo laboral. No acabará situada a la diestra de El padrino (Francis Ford Coppola, 1972), pero hace reflexionar un poco sobre un mundo que alimentamos ciegamente mientras nos hace plantearnos la conveniencia de volver a ponernos pantalones.