Helter Skelter
El cuento de la tigresa
• País: Japón
• Año: 2012
• Dirección: Mika Ninagawa
• Guion: Arisa Kaneko (Manga: Kyôko Okazaki)
• Título original: Herutâ sukerutâ
/ ヘルタースケルター
• Género: Drama
• Productora: NTVCine Bazar
• Fotografía: Daisuke Sōma
• Edición: Hiroaki Morishita
• Música: Kōji Ueno
• Reparto: Erika Sawajiri, Kaori Momoi, Anne Suzuki, Kiko Mizuhara, Yôsuke Kubozuka, Gou Ayano, Nao Omori, Shinobu Terajima, Mieko Harada, Hirofumi Arai, Susumu Terajima
• Duración: 127 minutos
• País: Japón
• Año: 2012
• Dirección: Mika Ninagawa
• Guion: Arisa Kaneko (Manga: Kyôko Okazaki)
• Título original: Herutâ sukerutâ
/ ヘルタースケルター
• Género: Drama
• Productora: NTVCine Bazar
• Fotografía: Daisuke Sōma
• Edición: Hiroaki Morishita
• Música: Kōji Ueno
• Reparto: Erika Sawajiri, Kaori Momoi, Anne Suzuki, Kiko Mizuhara, Yôsuke Kubozuka, Gou Ayano, Nao Omori, Shinobu Terajima, Mieko Harada, Hirofumi Arai, Susumu Terajima
• Duración: 127 minutos
Enmarcada en el alienante mundo de la moda y la imagen deformada, la película retrata la decadencia y el caos esclavizante que nace de las aspiraciones estéticas irreales.
La belleza, ¿verdad? Lo plástico, lo efímero, lo que no dura, lo sacro, lo que desaparece y se olvida. O lo que es lo mismo, Helter Skelter (Mika Ninagawa, 2012). Tirando hacia atrás, nos encontraremos el origen de ese interesante término en The White Album (The Beatles, 1968), donde los de Liverpool juguetearon, en ese single, con lo que luego acabaríamos llamando heavy metal, en una descarga protopunk que inspiraría —por desgracia— a Charles Manson para sus asesinatos del verano del 69. Realmente, el cuarteto estaba haciendo referencia a un tobogán en espiral, y nosotros podemos tomarnos la licencia de traducir la exquisita expresión Helter Skelter por caos, desorden, descontrol —el propio Paul McCartney diría que utilizó esos toboganes como símbolo de la decadencia y la caída, algo que, como veremos encaja con precisión en la idea del filme—.
Ahí llegaría Mika Ninagawa, que con un preciosista uso del color y las formas, y adaptando un manga de igual nombre obra de la siempre interesante Kyōko Okazaki del año 2003, prepara un festival de lujo y anarquía, de sumisión y desesperación, de carmín, estética y llanto. Nos cuenta la historia de Lilico —interpretada por una Erika Sawajiri hechizante y en estado de gracia constante—, una suerte de idol obsesionada con ser la más bella, enganchada a la cirugía estética más dudosa y con un objetivo claro en mente: arrasar con todo el que esté a su alrededor para alcanzar la cima con las técnicas más tiránicas y despóticas que uno se pueda imaginar. Sesiones de fotos demenciales y rodajes desquiciados, estética recargada mediante, ponen el punto de la locura sobre la i de la obsesión, y a la degradación mental —y luego física— de una Lilico cada vez más deteriorada y enloquecida.
Lilico en uno de sus actos de dominación.
No se puede negar la influencia del clásico del anime del malogrado Satoshi Kon, Perfect Blue (1997), sobre la obra de la directora nipona, ya que acaba siendo un punto de partida a esa belleza explotada y utilizada por el mass media en beneficio de unos pocos y para éxtasis de los paladares de unos muchos. La enfermedad mental rodea ambas obras —como también a la muy recomendable Nina Wu (Midi Z, 2019), otra apuesta más por destapar una industria enferma que aquí hace más hincapié en los abusos que saltaron como un géiser tras el escándalo Weinstein y que tanta falta hace reivindicar—, cada una representándola a su modo y parecer, haciendo uso de los recursos narrativos que sus medios les ofrecen, pero proverbial desde un punto de vista psicológico que pone de manifiesto la bajada a los infiernos que supone supeditar el alma misma a la opinión pública, que corrompe hasta al más puro y lo somete a la iniquidad absoluta —pocas veces un personaje puede resultar tan deleznable, y ser capaz al mismo tiempo de insuflar ese patetismo, esa pena intrínseca que acompaña a los perdedores—. La realidad, que supera a la ficción, es que para cada producto existe un público, y está bastante claro que uno no puede existir sin el otro; lamentablemente para todos —consumidores y consumidos—, la rueda del estereotipo y la fama de fin de semana es un invento poco fiable, y es más fácil caer por la parte de atrás en silencio, que subir por la cuesta de la fama pisando cadáveres. Así, y accediendo a Helter Skelter a través de los ojos de Satoshi Kon, podemos poner en perspectiva un hecho que preocupa enormemente a los japoneses, pero que no podemos pasar por alto en un Occidente en el que la imagen idealizada y deformante juega un papel crucial en el orden global de las cosas, y en el que la publicidad juega con las expectativas de jóvenes y maduros en una partida social que no se puede ganar —pero sí se presta al discurso y al ensayo, como la obra que nos ocupa—.
Atrapante en sus neones parpadeantes y sus símbolos fieros, con esa luz roja, o blanca, o azul, que tiñe como un navajazo trapero las ilusiones —y los desencantos— de una juventud perdida, nos hace respirar el exceso que propone en su manejo de la luz y las sombras.
A la izquierda, poster promocional de The Neon Demon. A la derecha, un fotograma de Helter Skelter.
Y nombrando referencias, no se puede dejar fuera de la ecuación a la controvertida The Neon Demon (Nicolas Winding Refn, 2016). Cuatro años posterior a esta Helter Skelter, recoge el bloque estético y temático que plantea Ninagawa y lo utiliza para crear otra fábula estomagante sobre esa pugna por alcanzar un cenit estético —en un ejercicio prácticamente metaficcional, en el que el mensaje se mezcla con el continente, influenciada fielmente por la cinta nipona— que acaba por resultar antropófago y alienante. Aunque acaben por confluir dentro de esa denuncia/explotación de lo superficial como modo de vida —que podemos aterrizar sin sentirnos demasiado culpables sobre la compulsión consumista que acompaña al siglo XXI—, y compartan gusto por lo kitsch y lo enfermizo, existen líneas narrativas que las desunen, convirtiendo el visionado de la obra del danés en un complemento con fantástica identidad propia, que expande el mensaje de Helter Skelter y lo vuelve, quizá, más explícito.
Qué decir de la fotografía, atrapante en sus neones parpadeantes y sus símbolos fieros, con esa luz roja, o blanca, o azul, que tiñe como un navajazo trapero las ilusiones —y los desencantos— de una juventud perdida. Casi podemos respirar el exceso que propone Daisuke Sōma —al mando de los focos— en su manejo de la luz y las sombras, utilizando esos tonos como si fueran un elemento narrativo más de una obra que se beneficia enormemente de ese potencial estético. Es prácticamente imposible pensar en el filme y no enlazarlo con su apartado visual, pues encuentra en el equilibrio entre mensaje y forma una de sus bazas más obvias, renunciando por momentos a la sugestión en beneficio de lo evidente, dejando poco espacio para la imaginación —como, de hecho, ocurre en el mundo que denuncia—.
Sí hay cierto lugar para la poesía, y la encontraremos en ese policía que trata de destapar el escándalo de las clínicas de cirugía plástica sin escrúpulos, en la competidora de Lilico —grande Kiko Mizuhara—, mismo en la asistenta personal maltratada y vejada por la idol hasta la náusea. Esa lírica, dolorosa por su significado —y a veces fuera de contexto por lo brutal de la propuesta—, es vital para comprender en su totalidad la apuesta de la cineasta, que adorna con palabras y momentos de calma la tempestad en que vive Lilico —un huracán tan grande que te hace sentir lástima por ella aunque tu corazón pida a gritos que la odies, un logro que nos convierte en humanos—, llenando el vacío que dejan los cuerpos desnudos y el sexo desenfrenado, las drogas «médicas» y las pesadas joyas, con la reflexión que le falta al mundo que les —nos— rodea. Lilico es alguien a quien no queremos entender, y mucho menos defender, aunque no nos quede otro remedio que aceptar que «la juventud es belleza, pero la belleza no es juventud».