Revista Cintilatio
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Siberia (2020) | Crítica

Teseo encerrado sin hilo
Siberia, de Abel Ferrara
Una obra tan desprejuiciada como visceral y descompensada que, a pesar de olvidar la narración fílmica normativa, propone una bajada al infierno de la mente y los demonios propios tan mareante como perversa que, después de todo, sabe cómo seducir.
Por David G. Miño x | 3 mayo, 2021 | Tiempo de lectura: 5 minutos

Pareciera que Abel Ferrara lo tenía todo más o menos pensado, al menos en lo estructural. Viendo Tommaso (Abel Ferrara, 2019), uno veía las idas y las venidas, en clave autobiográfica del propio cineasta, de un artista —como en la que nos ocupa, interpretado por su habitual Willem Dafoe— en una suerte de introspección poética que buscaba un acercamiento a la psique desnuda de la etapa crepuscular del realizador neoyorquino. La cosa es que en aquella, el ínclito Tommaso escribía un guion de nombre Siberia, que entendemos es una desviación metaficcional del autor, que desciende un poco más abajo en la exploración de su propio subconsciente. Si bien se puede percibir, y de un modo lícito, como la enésima muestra de la autocomplacencia y el exhibicionismo de Ferrara, en esta Siberia (2020) —y ahora hablamos del filme, no del guion de la anterior— se puede notar que hay algo más, quizá un intangible, algo contradictorio e inexpresable que tiene más de orgánico o físico que intelectual o reflexivo. No es fácil entrar en la última jugada de un director que parece de vuelta de su Teniente corrupto (1992) o su El funeral (1996) y ahora está en un nivel narrativo que desprecia lo meramente funcional para abrazar un juego de espejos, un psicologismo lleno de depredadores del alma humana y fragmentos inconexos de lo que debería ser una vida pasada, o futura, o algo por el estilo al menos, capaz de describir tanto un estado de ánimo como un recuerdo borroso y confuso.

El infierno de Ferrara no es un lugar cálido ni frío, sino un espacio lleno de reflejos.

Willem Dafoe es Clint, un hombre que vive, como un ermitaño, en mitad de la más remota e inhóspita estepa siberiana —o eso creemos a juzgar por el título de la obra—. En el plano literal, me temo que hasta ahí podemos leer, y realmente no es que se necesite mucho más para abordar y recorrer la extraña, alucinada y desprovista de toda lógica convencional Siberia o, por la contra, maldecir con inquina las set pieces inconexas que la trufan. Claro que la fuerza discursiva de la película conecta directamente con la realidad de Clint y su percepción de ella, como una especie de auto-exorcismo demencial en el que los caminos se cruzan entre sí, los personajes se desdoblan y evocan la literatura freudiana en su estado más puro —la madre que se muestra sobre el hijo tras el acto amatorio de este último, la relación amor-odio paterno-filial— o tocan ciertas imágenes muy Tarkovski o Bergman, pero más toscas y embrutecidas, con menos clase y más víscera, recurrentes en su violencia y poseedoras, aún así, de un halo de misticismo oscuro que, quizá por lo turbio o por lo exagerado, tocan una parte del inconsciente que quisiera recordar a lo que provoca el cine de Lynch, pero sin ser Lynch ni tampoco pretenderlo. Siberia, al fin y al cabo, tiene más de experiencia que de recorrido narrativo, ya que al estar accediendo a lo que entendemos como una prolongación cada vez más desquiciada de un estudio de personaje que nace de otro estudio de personaje —el de Tommaso— podemos sentirnos libres, como público, de abandonar toda esperanza de seguir siquiera remotamente un hilo de Ariadna que nos ayude a salir, o en este caso a entrar, en el laberinto del Minotauro que vive, cerrado y oscuro, en la cabeza de Clint/Ferrara.

Una lucha tan surrealista como desprejuiciada en lo semántico que, de tan libre, deja tanto espacio para la interpretación como fuego hay en el infierno.

Lo que es innegable es la cualidad de lo estético que lanza el cineasta a su público: los claroscuros y las representaciones de ese infierno en el que no hay demonio, solo un «yo» peor y más desgastado; las tundras que se convierten en desiertos, tan abrasadores como todo lo contrario; las figuras humanas deformadas, desnudas y sexuales con la libido fuera de lugar; las aberraciones a la carne, casi cronenbergianas, y las alteraciones de la mente en clave muscular, como si el propio cerebro fuera una extremidad más que amputar, o que ejercitar. Y mientras tanto, esos perros que sirven como único nexo, como barqueros de Hades de belleza animal áurea y pura que, con su mirada, solo observan convirtiendo sus ojos azules y penetrantes en los del único referente objetivo al que se puede agarrar una audiencia que, tras los dos primeros impactos a la lógica que introduce Ferrara —esa lucha contra la bestia de su subconsciente, esa relación sexual con la mujer embarazada que le muestra sus pechos y su vientre sin mediar palabra inteligible alguna— tiene bastante que ofrecer en el plano más mental y muy poco en el terrenal. No se puede hablar de que Abel Ferrara haya dado en el clavo, aunque de un modo incuestionable alcanzara una mímesis entre su yo cinematográfico y su representación estética, una que pueda conectar con el espectador más arrojado que no requiera de una historia, sino solo de un recorrido guiado que le acompañe en una lucha tan surrealista como desprejuiciada en lo semántico que, de tan libre, deje tanto espacio para la interpretación como fuego hay en el infierno.