A veces dejarse atrapar por el relato a mayor gloria de la evocación es la opción más lógica. Esta suele ser la baza que juegan las películas atmosféricas, o surrealistas, o directamente ininteligibles. No es exactamente el caso de Nunca volverá a nevar (Malgorzata Szumowska, Michal Englert, 2020), porque sus intenciones, aunque insondables y mayormente crípticas, alcanzan cierto entendimiento al ser posible conectarlas con una crítica social bastante potente: el «otro» como elemento inspirador de desconfianza, la infelicidad asociada a la copiosidad excesiva, la superficialidad y el esnobismo que emanan directamente de los que no han tenido que experimentar la necesidad. Si bien todo su campo crítico bascula sobre la idea del «extraño mágico» que tiene un poder secreto y misterioso con el que atrae a los que lo tienen todo menos lo que en el fondo necesitan, es posible considerar que la película de la polaca Malgorzata Szumowska —co-dirigida en esta ocasión junto a su director de fotografía habitual, Michal Englert— se pierda en lo narrativo, teniendo en cuenta que todo lo que vemos tiene más de simbólico que de estrictamente literal, y mientras introduce elementos abiertamente surrealistas y un sentido de la repetición a veces inspirado, a veces cargante, recorre un camino que resulta mucho más interesante una vez alcanzada la meta por el poso que deja y las reflexiones que puede llevar a provocar.
Su tema principal, el que mantiene una nivel de importancia similar a lo largo de su visionado, sería la denuncia social: el que viene de fuera a buscarse la vida dentro desde la generalización, pero jamás haciendo foco en lo individual, como la muestra más elevada de la hipocresía estructural de las sociedades bien posicionadas —«cómo me molestan los ucranianos, pero tú no, que tú eres bueno»—. Si tenemos en cuenta la sinopsis de la obra, seguiremos a Zhenia, un chernobiliano en Polonia interpretado por un Alec Utgoff cuyo rostro y corporalidad encajan a la perfección con la leyenda del extranjero milagroso, que ya bien sea por la radiación del tristemente célebre accidente nuclear de su lugar de origen, o por causas que nunca llegaremos a conocer, tiene un poder sanador en sus manos capaz de curar las almas de todo aquel que se lo pida. Solitario y callado, capaz de hablar muchos idiomas y dueño de un hipnotismo que, en su caso, es literal, transita un barrio burgués a las afueras de Varsovia ofreciendo sus servicios como masajista y curandero a sus buenas gentes. Si bien la exploración del «otro» es una de las partes más inspiradas de Nunca volverá a nevar, no se puede pasar por alto la inmersión en clave edípica que hace en el conflicto de la madre fallecida y el fuerte sentimiento de culpa que acompaña a esos niños: Zhenia provoca olas de deseo en las mujeres que viven en la acomodada urbanización que actúa como escenario central del filme, mostrándose siempre reacio a participar en ningún tipo de acto carnal con ellas, con una excepción que debe ser tenida en cuenta de cara a interpretar con mayor acierto una de las muchas lecturas que podemos extraer; su madre, a la que podemos ver en flashbacks ensoñados que dependen del punto de vista del protagonista —los vemos a través de sus ojos—, tiene el mismo rostro que una de esas mujeres, y es a su vez la única con la que mantiene un intercambio amoroso. La convergencia del sexo y el recuerdo maternal culpable está íntimamente relacionado en la teoría psicoanalítica, y parece que Malgorzata Szumowska y Michal Englert lo usan como la única ancla que podremos establecer a nivel personal con Zhenia, al que atribuimos un origen terrible y traumático que, después de todo, le ha hecho funcionar de un modo casi mesiánico y con el que empatizamos a base de la radiación de su apabullante carisma.
Una película estimulante que debe ser entendida como un cuento de hadas de definición difusa, que a pesar de sus desafiantes altibajos tiene mucho más que contar de lo aparente.
Por otro lado, las carencias emocionales o la superficialidad de un grupo demográfico —el de las esferas acomodadas— que no encuentra excitación en nada también puede leerse como más o menos central en el discurso del filme. Al margen de todo ello, Nunca volverá a nevar tropieza con su propia sombra al perderse en las imágenes de estética poderosa y los fragmentos alucinados y se abandona, quizá demasiado, a la subjetividad y la capacidad del espectador para conectar puntos que no parecen estar pensados para ser conectados. La realidad es que a pesar de estar montada alrededor de una sucesión de set pieces, algunas inspiradas, otras hilarantes, y otras tantas desconcertantes y desequilibradas, no se la puede catalogar como una experiencia vacía o fallida precisamente por sus constantes provocaciones intelectuales. Una película estimulante que debe ser entendida como un cuento de hadas de definición difusa, que a pesar de —o gracias a— sus desafiantes altibajos, tiene mucho más que contar de lo aparente y no se detiene en lo convencional.