Dentro de lo urbano, hay siempre un lugar para las almas perdidas. Y dentro de este arquetipo narrativo, extender la mitología hasta alcanzar cierta trascendencia poética que conecte, en cierta manera, con lo miserable, que exceda lo contemporáneo o lo arcaico, que se sienta como un alegato que nace de entre la mugre pero brilla con la luz de lo divino, que lo mismo se jacta de dominar unos referentes existenciales que llevan desde un Jim Jarmusch o un Wayne Wang hasta una Anna Biller, resulta del todo inusual. Y, por descontado, en su interior nos vamos a encontrar con la última y, por otra parte, inclasificable obra de la única en su categoría Ana Lily Amirpour: Mona Lisa and the Blood Moon. No dedicaremos estas líneas a explicar la trama, ni a referir su argumento, sino a tratar de poner ciertamente en contexto lo que significa, dentro de un universo fílmico tan propio como a contracorriente, las anclas, los símbolos y los ideogramas que componen una obra fascinante, que emerge desde el asfalto de Nueva Orleans y construye un mundo propio en el que coexiste la magia con la ciencia, en el que la Mona Lisa tiene algo más que una sonrisa esquiva y, además, tiene el rostro de la gran —gran, reitero— Jun Jong-seo, que después de brillar en Burning (Lee Chang-Dong, 2018) encontró a su más fiel aliada en la cineasta estadounidense. Pues bien, Mona Lisa and the Blood Moon no descuida sus orígenes, pero sí que se permite depurarlos y revolverse en una mezcla casi perfecta de sus hermanas pequeñas: hay algo en ella de Una chica vuelve a casa sola de noche (2014), pero menos críptico y más concreto, y también de Amor carnal (2016), pero menos macarra y más moderado. Lo cierto es que la verdadera esencia de la obra de Ana Lily Amirpour pertenece al terreno de lo suburbano, de lo salvaje o primitivo, lo que conecta con la parte más antagónica de la personalidad de los seres humanos: la parte que encerramos de por vida en una celda, la parte que no dejamos salir, la que vive atrapada en una camisa de fuerza y solo quiere comer Cheetos y mirar con inocencia, como si el mundo no fuera una charca hostil y maloliente, como si la vida tuviera lustre, o al menos, algo de lo que tirar para no quedarse babeando sobre las baldosas eternamente.
Ana Lily Amirpour descubre entre los hilos de su fantasía metropolitana un lugar en el que no pasa el tiempo, y a la vez que sus personajes, se mueve a través de las convenciones de los géneros.
He ahí la eterna virtud del cine de Ana Lily Amirpour, que puede conectar los puntos sin esfuerzo aparente, que es capaz de poner a una vampiro en monopatín y elevar el plano a una cumbre de la belleza plástica posmoderna —Una chica vuelve a casa sola de noche— o, en este caso, hacer una oda a lo cutre y lo hortera, a los neones y los fluorescentes, a las medias de redecilla y los pelos de colores y convertirlo en la quintaesencia del lirismo urbano, sin medias tintas ni apuestas baratas. Mona Lisa and the Blood Moon describe un reducto, el de los personajes desprovistos de su cascarón fílmico que no necesitan de capas de maquillaje escénico para que la audiencia los tolere: aquí no hay heroínas ni villanos, ni tampoco seres elevados de moral inmaculada ni humanos despreciables de baja estopa, solo algunos recortes de aquí y de allí que entran directos al panteón del Nueva Orleáns en el que «puede pasar de todo», se escucha una música que rompe todos los esquemas y en el que la gente es, al final, solo gente, con más o menos dinero, o mejor o peor suerte, pero gente, al fin y al cabo. Ana Lily Amirpour descubre entre los hilos de su fantasía metropolitana un lugar en el que no pasa el tiempo, y a la vez que sus personajes, se mueve a través de las convenciones de los géneros como si no estuviera hablando el mismo idioma que, antes que ella, hablaron tantos otros: no le interesa adoptar un esquema reconocible, ni de brujas, ni de telépatas, ni de vampiros, ni de chamanes ni de nada que se le asemeje, solo recorrer su camino en ausencia de prejuicios y demostrar un optimismo en la mirada que casi podría chocar con la luna de sangre que dibuja en el cielo que, con el paso de cada minuto y de cada segundo, se va volviendo más roja y más grande, casi como el corazón de Mona Lisa. Casi como el nuestro.