La música y el dolor, el pesar, la muerte. La música y el espíritu de superación, la necesidad de luchar, lo que queda atrás. La música y todo. El metal y el maquillaje extremo, el cuero, las guitarras con forma de hacha y las hachas que cortan el viento a ritmo de doble bombo. Metalhead (2013), del islandés Ragnar Bragason, es un profundo homenaje al metal y aquellos que nos sentimos íntimamente interpelados por él, hacia todo aquello que perdura, las seis cuerdas y los Metal Core; después de que la pérdida se haya instalado en el interior y arrasado con todo. Sin dejar siquiera indemne la musculatura que se encarga de diseñar sonrisas. Porque la música abraza, recoge y sostiene. O sino que se lo digan a Hera, una muchacha que nacía a la vez que el primer álbum de los Black Sabbath y que perdía el corazón apenas doce años después. Metalhead es un coming of age triste, que acompaña a una mujer, primero niña, en su paso a la adultez, atravesando un terrible evento que la deja fuera de juego, la muerte de su hermano mayor, y refugiándose en aquella música que él adoraba y practicaba. De este modo, la película de Bragason no solo ofrece un discurso aperturista sobre la música pesada y su percepción externa en sociedad, sino que la interrelaciona con la soledad y la sensación de que las propias heridas son tan profundas que no se pueden sanar: solo anestesiar a base de distorsión. De este modo, Metalhead supone una aproximación dramática y en clave casi existencial a la simbiosis que se crea entre sentimiento y melodía, alejándose del habitual tono cómico o satírico con el que se aborda al metalero estándar y ofreciendo la otra cara de la moneda. La de la indefensión, la de definirse en base a algo «radical» para establecer una distancia entre todos y uno mismo, la de buscar casi conscientemente el desarraigo para encontrar en él, por lo menos, algo a lo que aferrarse.
No solo se adueña de los que amamos el metal, sino de toda persona que ame estar viva y no se conforme con el reduccionismo de un mundo dicotómico y polarizador.
Metalhead crea un telón de fondo en el que construye una relación bilateral con el espectador mediante los lazos emocionales y la frialdad nórdica. Habla de la música, claro, y se recrea con esa «Sinfonía de la Destrucción» de Megadeth, con aquel «Correr por tu Vida» de Riot, o con la «Víctima de los Cambios» de Judas Priest. Sí. Pero sobre todo habla de la pérdida, de lidiar con los pedazos rotos de la identidad cuando todo parece haber perdido el sentido. Ragnar Bragason compone una poesía invernal y fría de infinita delicadeza mientras invierte todo prejuicio hacia las sociedades cerradas y su representación habitual en el cine. Hera sufre, y destruye todo lo que la rodea casi con la misma intensidad con la que se destruye a sí misma; pero Metalhead no la deja tirada en la estanqueidad narrativa, sino que la recoge y le da un sentido a su dolor, le da un contexto y le da un horizonte cinematográfico, algo casi impensable si tenemos en cuenta la habitual deriva catastrofista de todo lo que resuena con la propia existencia. Del mismo modo, y siendo profundamente subversiva, el filme deconstruye la relación de la religión con el mundo en las sociedades pequeñas, y en lugar de presentarla como un grupo de potencial sectario que destruye (y juzga) todo a su paso, la deja en manos de las personas, eliminando casi en su totalidad el componente místico o de propia fe, y presentando a los que participan de ella como seres imperfectos que no «creen», sino que «son». Que no los reduce al tokenismo de representarlos únicamente por su elección espiritual, sino que les proporciona una individualidad. Y eso sí es verdaderamente transgresor. Casi tanto como que un reverendo luzca un tatuaje de Eddie, el símbolo de Iron Maiden.
Además, probablemente estamos hablando de una de las regiones más bellas del mundo, Islandia, y Bragason da cuenta de ello entrelazando su mirada con la del paisaje, creando símbolos de plasticidad indomable que engarzan el vacío con el interior, el viento con las lágrimas, o la nieve con las ganas de gritar y arrebatárselo todo a la oscuridad. No pierde la oportunidad de penetrar en una personalidad herida, la de Hera y su entorno, y construir a su alrededor en lugar de destruir; de gritar sobre la sangre y la tierra mientras las heridas hacen lo posible por cerrarse en lugar de abrirse más. Con escenas de asombrosa carga escénica —ese concierto mitad Mayhem mitad Sólstafir que pone los vellos de punta, ese baile feliz sobre las terribles palabras de Dave Mustaine en Symphony of Destruction, ese ascenso ladera arriba en busca de la redención, o algo similar—, Bragason une esa música del inframundo con la libertad, el acompañamiento en tiempos oscuros, la sensación de que puede que todo esté perdido menos eso. Y claro, ella, Thora Bjorg Helga, ese milagro de ojos azules y sonrisa congelada, en una composición actoral que de tan delicada y expansiva llega a deslumbrar, capaz de contagiar las lágrimas de rabia y las de dolor también, en la representación última de que golpear con furia una Flying V es pura terapia de choque. Ella se adueña de la película poniendo voz y rostro, y melodía y ardiente fuego, y convierte Metalhead en algo transformador, que no solo se adueña de los que amamos el metal, sino de toda persona que ame estar viva y no se conforme con el reduccionismo de un mundo dicotómico y polarizador. Porque eso es Hera: carne, sangre y tierra. Y eso es Metalhead: un grito por los que se quedan en este terreno baldío.