El metal lleva bastantes años entrelazándose con el cine y explorando su amplio imaginario para dar lugar a obras de todos los tonos e inquietudes narrativas. En la década de los ochenta comenzaron a surgir producciones que tomaban la idiosincrasia de los metalheads y la integraban dentro de sus relatos, aprovechando el auge global de subgéneros como el glam metal que aportaban, además de lo mediático, por un lado una poderosa identidad musical capaz de elevar y transformar toda imagen a la que estuvieran acompañando, y por el otro un fuerte componente estético muy fácilmente parodiable e incorporable a lo fílmico. De cualquier modo, es habitual encontrar en la relación del cine con el metal un factor cómico relevante, que satiriza sobre la figura del metalero para transformar todos los excesos de la rock star en humor. Así, y a pesar de ser común encontrarnos con comedias que exploran este desmadre —y es importante señalar en este punto que bandas como Manowar, Running Wild o Sweet lo ponían bastante fácil—, tampoco han faltado producciones que se toman muy en serio la simbiosis que existe entre la música pesada y el individuo: el poder sanador, la creación de un lugar al que acudir cuando todo se desmorona, la aportación de una identidad estética propia que sirva para rechazar fervientemente el establishment, etc. Incluso cuando este tipo de producciones adoptan un tono frívolo, continúan poniendo de manifiesto el carácter aglutinador del rock y su función de refugio ante lo hostil.
Como en Hesher (Spencer Susser, 2010), en la que un metalero se erige en la figura del antihéroe que resulta disonante en sociedad, lo habitual es encontrar representaciones simbólicas en las que lo oscuro y lo prohibido es, en realidad, mucho menos peligroso de lo aparente, dando forma a las vergüenzas de una sociedad en la que, por regla general, el rechazo recae del lado de lo incomprensible y que encuentra un oasis natural en la relación metal/cine. Claro que también ha habido episodios terribles, como el que rodea a la escena black metal noruega, de la que surgen bandas como Mayhem, tristemente conocida por su oscura relación con la muerte —el cantante se suicidó y el bajista asesinó al guitarrista— y que encuentra en el audiovisual una traslación/reinterpretación bajo la forma de la británica Señores del caos (Jonas Åkerlund, 2018). Algo que, por otro lado, pone en relieve un hecho que resulta imposible de obviar: la relación que el metal mantiene con el terror —y con el cine de género en general— en el ámbito fílmico. A lo largo de este texto, encontrará el lector infinidad de menciones a cómo la música pesada encuentra un modo de expresión natural a través de las imágenes de pesadilla —o si no que se lo pregunten a John Carpenter, que ha integrado no pocas bandas sonoras potentísimas en su obra, como en aquella En la boca del miedo (1994) con el temazo homónimo In the Mouth of Madness—, que de un modo parecido a como lo hace el subversivo Panos Cosmatos desde locuras lisérgicas de reverberación heavy como Mandy (2018), reconstruyen desde sus más elementales cenizas la forma en que el individuo se relaciona con el mundo a través de la música.
En este texto buscaremos trazar un recorrido desde las producciones fundacionales que definieron la relación entre cine y metal desde sus inicios hasta la actual deriva, en el que hay lugar para el splatstick —una palabra que enuncia un tipo de cine que cruza el splatter con el slapstick—, para las grandes producciones o para la obra de corte existencial. Por propia definición, no ha sido posible incorporar todas aquellas piezas que de un modo u otro abordan la figura y la identidad del heavy metal, pero sí hacer un recorrido que ha buscado la heterogeneidad de cómo se ha comunicado (y se comunica) el rock con el audiovisual. No solamente en lo argumental, sino también en lo puramente estructural, de modo que hemos tratado de prestar atención tanto a la representación explícita —el metalhead en sociedad— como a la implícita —la incorporación de la identidad musical del metal a la hora de definir la narrativa de la obra—. Presentando la selección en orden cronológico y sin más dilación, entremos en harina.
Heavy Metal (Gerald Potterton, 1981)
Comenzamos con una película que quizá no represente el tono general de este texto por varias razones, pero que constituye en sí misma una parada obligatoria al hablar de la representación del heavy metal en el cine. Y digo que queda fuera de lo que en las siguientes entradas será la tónica general porque no explora el mundo del metal en sí mismo, sino que ofrece una pequeña y fundacional aproximación al uso de la música pesada como herramienta narrativa. Porque Heavy Metal cuenta con inmensos temazos de Black Sabbath, Blue Öyster Cult, Nazareth, Journey o Sammy Hagar, todos ellos medianamente bien introducidos en el cómputo global de la obra —esto lo comentaré ahora— y haciendo que sus imágenes animadas tengan otro carisma y otra identidad al entrelazarse con la carga estilística de las guitarras distorsionadas y los agudos desgarrados, algo que resulta, sin género de dudas, inmensamente transgresor para la época. Porque más allá de toda convención estética, el metal tiene la capacidad de transformar la percepción de una obra audiovisual y otorgarle otro tipo de variables únicamente a través de su presencia: la épica, ciertos tipos de violencia y la erótica serían solo algunos de los temas que potencia, y de todos ellos la película de Gerald Potterton va ampliamente servida.
Pero, ¿qué ofrece exactamente Heavy Metal y por qué la expresión «cómputo global de la obra» es imprecisa? Vamos por partes: a finales de los años setenta comenzó su andadura en EE. UU. —adaptada desde el mercado francés, donde ya existía desde 1975 bajo el nombre Métal hurlant— una revista de cómic de ciencia ficción con fuerte componente erótico llamada Heavy Metal, por la que pasaron artistas del tamaño de Moebius o Enki Bilal. Unos años después, y con nombres involucrados de la talla de Ivan Reitman, Harold Ramis o el indefinible Dan O’Bannon —que venía de escribir el guion de Alien, el octavo pasajero (Ridley Scott, 1979) o colaborar con John Carpenter en la génesis de su debut en el largometraje, Estrella oscura (1974)—, Heavy Metal se convertía en película, trasladando a la gran pantalla la historia de un orbe verde que provoca la destrucción allá por donde pasa. Pese a todo, el filme mantenía su formato antológico y esa esencia de un director para cada segmento, en analogía con la convención de la novela gráfica en la que cada relato/capítulo está tratado por un artista diferente. Y es aquí donde podemos comentar sobre la consideración de Heavy Metal como una obra global, al pertenecer cada una de sus secciones a un autor distinto —con sus correspondientes cambios en el estilo de animación y de tono— y funcionar como una suma de partes con un denominador común. A pesar de ello, no es menos cierto que la obra coordinada por Gerald Potterton sí es una película de mucho carisma —y también mucha violencia, mucho sexo y un número indefinido de mujeres desnudas de envergadura pectoral inverosímil— que, haya soportado mejor o peor el paso del tiempo, se ha convertido casi desde su nacimiento en una pieza reivindicable que hará las delicias de todo amante del cómic y de, sobre todo, los rockers que quieran disfrutar de una excelente banda sonora y un viaje por el espacio absolutamente lisérgico.
This is Spinal Tap (Rob Reiner, 1984)
Seguimos fuerte, con el mockumentary por excelencia, el que acuñó el término y al que se le deben infinidad de convenciones que posteriormente se aceptarían como propias dentro del subgénero del falso documental. Rob Reiner, al que después conoceríamos por aquella maravillosa La princesa prometida (1987) o por la angustiosa Misery (1990), entraría de lleno en los tópicos y las chorradas del mundo del rock y, a través de una banda ficticia —la Spinal Tap del título— en decadencia, convertiría cada una de las escenas que rueda en un homenaje o una hilarante crítica al exceso de las rock stars. Los amantes del rock y el metal, y en especial aquellos que ya peinen canas y gocen de una buena hemeroteca musical en sus cabezas, se encontrarán a sí mismos leyendo cada uno de los guiños que trufan el filme y disfrutándolos como si fueran casi una broma privada.
Los Beatles y sus comienzos, los infinitos clichés del género, las filosofadas de mercadillo, las críticas a las portadas sexistas y racistas —incluso hay una descripción pormenorizada de una que responde con precisión al Animal Magnetism de Scorpions, y un contexto que recuerda a la polémica del Love at First Sting con la compañía Polygram, Polymer en la ficción de Reiner—, las guitarras de Jimmy Page y los bigotes de Lemmy Kilmister, las Yoko Ono y las groupies febriles; todo encuentra su espacio en una película tan referencial como desternillante que no solo se erige como una obra absolutamente fundacional, sino que ha sido capaz de mantener su vigencia a través de los años y recoger con una precisión siniestramente vívida los excesos de los divos del metal y sus inclinaciones egocéntricas en clave satírica y deliciosamente cómica. Nunca falta a su cita con un humor inteligente y sorprendentemente blanco dada la temática, hasta el punto de que es imposible hablar del falso documental hoy en día sin que This is Spinal Tap aparezca en la conversación. Un rockumental en toda regla, por el que el tiempo apenas ha pasado y sobre cuyas poderosas canciones —compuestas en exclusiva para la pieza— reposa una descarga rock tan festiva como imponente.
Muerte a 33 r.p.m. (Charles Martin Smith, 1986)
«Los rockers están enfermos, e intentan conseguir que todos los que escuchan su música estén tan enfermos como ellos». ¿Quién pronuncia semejante alegato en la película de Charles Martin Smith? Lo diré: Ozzy Osbourne enfundado en el atuendo de un reverendo evangelista repeinado. Con esto creo que la carta de presentación de Muerte a 33 r.p.m. está más o menos clara. Estamos hablando de una producción de serie b ochentera que cuenta con los cameos del mítico vocalista de Black Sabbath o del bajista de Kiss, Gene Simmons, y que podrá hacer sentir como un niño en Navidad a todo aquel que disfrute del metal, del exceso y de ciertas dosis de chorradas estéticas. Porque aquí, el debutante Charles Martin Smith, un cineasta que posteriormente se haría un nombre en el cine familiar, pone su amor por el rock al servicio de una película tan descerebrada como hilarante, que encuentra algunos momentos muy inspirados —lo del metalero infernal sufriendo lo indecible mientras es absorbido por un inodoro no tiene precio— y otros tantos tremendamente (más) horteras, pero que siempre respira amor por el género e introduce con criterio las señas de identidad del inadaptado que se refugia en el metal.
Muerte a 33 r.p.m. nos cuenta la historia de un joven víctima de todo tipo de burlas y maltratos en el instituto que vive bajo el escudo del rock y del influjo del metalero más rudo y ruidoso de todos los tiempos, un músico que salió de su mismo colegio y que a los siete minutos de película ya tendremos muerto y calcinado en un terrible incendio. A partir de aquí, mucha destrucción, mucho desmadre —un personaje dirá en cierto momento «fue horrible, nos disparaba con la guitarra», ahí lo dejo— y mucho cliché del género. Pero también un protagonista extrañamente humano que, en cierto modo, invierte al pobre diablo al que los chulapas rubiales de estructura anatómica de quarterback hacen la vida imposible para, al final, mostrarlo como el más equilibrado de todos, el más honrado y menos vengativo. Como vamos viendo —y seguiremos viendo—, la relación entre el rock y los personajes marginales es una constante en el cine que aborda la figura del metalhead, habitualmente en un entorno hostil que rechaza con violencia la diferencia: en Muerte a 33 r.p.m. esto viene reforzado no solo por sus célebres cameos, que validan en cierto modo el discurso; sino por la reverencia con la que trata la música y cómo la distancia, a través de su resistente protagonista, de todo lo oscuro que se le presupone. Y además la banda sonora la firma Fastway y encadena un temazo con otro. Amantes del rock y el cine b ochentero, venid.
Al filo del infierno (John Fasano, 1987)
Seamos claros: Al filo del infierno es mala. Pero muy mala. Muchísimo, en realidad. No obstante, de tan terrible que es, de guion tan tremendamente absurdo, interpretaciones de chichinabo, efectos prácticos de cartón piedra y dirección —o lo que haya sido eso— insufrible hay una cosa que destaca por encima de todo: la brutal banda sonora y los temazos que surgen de las tinieblas bajo la forma de un hard rock sideral y de atractivo hairmetalero monstruoso. Al filo del infierno es una producción de serie b de los años ochenta que disfrutaba del dudoso atractivo de contar con Jon Mikl Thor a los mandos del guion y en el papel principal, un culturista/vocalista de heavy metal —cuya extraña fama escénica es un misterio para mí— que no pierde oportunidad a lo largo del metraje de lucir pectorales y propiciar una verdadera bacanal de lo que me atrevería a decir que es el sexo peor filmado de la historia. Argumentalmente —¿argumentalmente?—, la cosa es que una banda de hard rock llega a una casa aislada en mitad de ningún sitio en Canadá para ensayar y dejar listo su próximo álbum. Lo que desconocen es que en esa mansión vive el diablo y su ejército de criaturas/monigotes de hilarante presencia que pretenderá, cómo no, hacer morder el polvo a todos los integrantes del grupo y a sus sufridas y estereotípicas novias.
¿Por qué está aquí, entonces, está espantosa producción trash, si es tan mala que asusta? Porque aquí estamos hablando de cine y metal, y haciendo honor a la heterogeneidad y pretendiendo tocar todos los palos, no podía faltar semejante astracanada que, en realidad, podría llegar a hacer las delicias de todo amante del exploitation y lo cutre, ya que méritos no le faltan para erigirse como un verdadero documento antifílmico de incalculable valor. Y porque las tremendas descargas de rock que suelta son memorables. Y porque el descenso a la comedia —no estoy seguro de si llamarla involuntaria, porque la verdad sea dicha: durante el visionado no fueron pocas las veces que pensé en Ed Wood o en Harold P. Warren— que propone John Fasano y su gusto por el metal puede convertir a esta Al filo del infierno en una experiencia cercana al éxtasis, si se enfrenta uno a ella en modo True Metal Warrior y con el espíritu crítico lo suficientemente anestesiado como para disfrutar de guiñoles fumetas, sexo gratuito, manos viscosas y, sobre todo, mucho cutrerío y mucho rock.
Cero en conducta (Adam Rifkin, 1999)
Con esta película, Adam Rifkin, un cineasta que no tuvo ni un solo éxito ni antes ni después de aquí, consiguió en cierta manera entregar un filme dual: por un lado, captura la esencia del rocker con la suficiente carga satírica como para arrancar risas con sus mayores barbaridades argumentales; y por el otro, incurre en un tono poco fino si la miramos con los ojos del hoy, que quizá no ha soportado bien el paso del tiempo y provoca que alguna ceja se arquee durante un visionado siglo XXI. Claro que lo justo sería verla como lo que es, una tremenda burrada cinematográfica que ha nacido con la vocación de homenajear a los Kiss —algo así como aquel desmadre de Ivan Reitman de 2001, Evolution, que al final se revelaba como el anuncio de H&S más bestia de la historia— y facilitar una excusa para hacer un millón de gamberradas sin que medie ningún tipo de freno ni censura.
Porque con Cero en conducta seguimos las peripecias de un grupo de cuatro chavales, entre los que encontramos a un Edward Furlong que venía de encadenar el tremendo éxito de la American History X de Tony Kaye y aquel extraño artefacto de John Waters llamado Pecker, que se tendrán que desvivir por conseguir entradas para un concierto de Kiss en Detroit a finales de los años setenta —y que desde el propio título es ya una declaración de intenciones al absorber una de las míticas canciones de Kiss: Detroit Rock City—. Situaciones imposibles, muchas lenguas ondeantes estilo Gene Simmons —y el propio Gene Simmons, que ya vemos que no se pierde una fiesta, y sus compadres en ese concierto final—, todo tipo de barbaridades de estilo y mucho rock son las señas de identidad de una película que quizá no pasará a la historia ni por su sensibilidad ni por su sutileza, pero a la que no le podemos negar la capacidad de representar unos años setenta tardíos a puro hachazo y hacer reír a todos aquellos que, o bien sean fans de Kiss, o bien sientan predilección por una de esas comedias a medio camino entre la inconsciencia y la majadería que hoy día ya no se hacen.
Rock Star (Stephen Herek, 2001)
Quién nos iba a decir a principios de los dos mil que Mark Wahlberg iba a encarnar a un vocalista de metal y nos iba a hacer levantarnos del asiento con temazos como aquel We All Die Young. Es cierto que la voz no es la suya —en la película tenemos el gusto de escuchar en su lugar a Michael Matijevic, vocalista de Steelheart—, pero también lo es que consigue representar a una estrella del rock de las de antes, al estilo de un Robert Plant o un David Coverdale, y transmitir esa clásica disyuntiva entre el éxito o aquellos que siempre estuvieron ahí. Pero en realidad, lo que hace brillar a esta Rock Star es el buen gusto con el que trata su tema principal y cómo lo integra en las garras de una gran producción —tengamos en cuenta que esto viene de la factoría Warner Bros., con todo lo que ello implica—.
En la película de Stephen Herek, un cineasta que no llegó a encontrar nunca el éxito masivo más allá de la obra que nos ocupa o piezas como 101 dálmatas. ¡Más vivos que nunca! (1996), Los tres mosqueteros (1993) o la muy serie B Critters (1986), la historia nos sitúa en la década de los ochenta en el camino de un joven que tiene una pasión: la música de la (ficticia) banda Steel Dragon. Gracias a su grupo tributo, accede a una audición para entrar en la formación de sus sueños, y comenzará así un viaje de mucho rock, mucho exceso y muchas dudas morales. Rock Star mira hacia los entresijos de esas grandes bandas que levantaban pasiones antaño, que eran enormes eventos de por sí mismas de un modo que hoy apenas se entiende, y en cómo con su modo de vida construían una leyenda a su alrededor casi tan potente como con su música —aquí podríamos pensar en símbolos como Mötley Crüe o los propios Whitesnake como fuente de inspiración—. Y por supuesto, también hay espacio para muchos guitarrazos de gran nivel y mucha actitud de heartbreaker. Y solo por eso ya merece la pena.
Tenacious D: dando la nota (Liam Lynch, 2006)
Tenacious D es una banda de rock formada por Jack Black y Kyle Gass a mediados de los noventa, que se caracteriza por mezclar la música con el humor en lo que se ha venido a llamar rock cómico o, en muchos casos y teniendo en cuenta la brutal caña que dan, freak metal. Tras haber comenzado en el audiovisual con una serie que se emitió en HBO entre 1997 y el 2000 —que además tenía entre su equipo creativo al indefinible Bob Odenkirk—, y de haber ido haciéndose un nombre entre los aficionados al rock duro y las letras humorísticas —y unas presentaciones en vivo con las que es imposible no desencajarse de la risa—, el curioso dúo se lanzó a la gran pantalla con esta Tenacious D: dando la nota ya en el año 2006, y realmente no es como para hacerla de menos, ya que además de rockear como pocas, ofrece algunas de las set pieces más hilarantes y absolutamente desternillantes de este subgénero del cine, o de la música, no estoy seguro, que mezcla pedales de distorsión, agudos imposibles —poca broma con el poderío vocal de Jack Black— y humor descerebrado.
Aquí la cosa sigue a los dos músicos en su cruzada por conseguir hacerse con la Púa del Destino —en su título original, la película se llama Tenacious D: The Pick of Destiny—, lo que les otorgaría la habilidad como para convertirse en la mejor banda del planeta. El problema: habrá fuerzas oscuras y demás parafernalia por el camino que no se lo van a poner fácil, y los sufridos músicos deberán atravesar todo tipo de pruebas, a cada cual más alucinada que la anterior —incluyendo un duelo de verdadero metal con el mismísimo Diablo—, para llegar a hacerse con la preciada púa. Tenacious D: dando la nota cuenta con verdaderos temazos —como ese Kickapoo o ese Beelzeboss, que forman parte también del segundo álbum de la formación—, unos Jack Black y Kyle Gass que parecen estar pasándoselo como nunca y un espíritu subversivo y bastante chorra que puede levantar la moral incluso al metalero más taciturno. Y salen Tim Robbins, Ben Stiller y Meat Loaf. Y Dio se canta un brutal himno a mano cornuta. Y Dave Grohl se enfunda cuernos y proclama que el código demoníaco le impide rechazar un duelo de rock. ¿Qué más hace falta?
Metalhead (Ragnar Bragason, 2013)
No es Ragnar Bragason un cineasta que se haya prodigado fuera de su Islandia natal, muy a nuestro pesar. Con Metalhead no solo ofrece una película que toma como telón de fondo el metal, sino una que explora el carácter poliédrico de la música y cómo sirve de refugio y también de parapeto ante la pérdida, la muerte, o mismo la indefensión. Así, cuenta la historia de una joven que, tras la pérdida de su hermano mayor en un accidente, se cobija en el metal, la música que él adoraba y que ahora significa para ella mucho más de lo puramente estético. Bragason consigue de esta manera retratar no solo la inmensa identidad propia del rock, sino su capacidad para mutar en algo más y convertirse en cuna para los que sufren y consuelo para los que no ven la salida. Y también deconstruir en cierto modo la relación que mantiene con la sociedad, la religión y el núcleo familiar, siendo en todos estos puntos tremendamente afinada y aperturista.
Protagonizada por una enorme Thora Bjorg Helga que logró el premio a mejor actriz de la Academia de Islandia por su encarnación de Hera, Metalhead es esa película que, lejos de cualquier destello de comedia —alejándonos, por otro lado, un poco de la tónica general de este listado y del concepto «cine y metal» que se suele adoptar— y entrando en sus premisas con absoluta seriedad y profundidad, destaca por su aproximación existencial a la reverberación del rock y la pérdida desde el más grande de los respetos —y conocimientos— y la más bella fotografía de esos inmensos paisajes islandeses. Quizá en esta entrada el metal actúe más como catalizador o como línea base que en otras en las que el protagonismo recae insistentemente sobre las guitarras y las baterías, pero es innegable que estudia como ninguna la interrelación entre música e individuo, algo que resulta mucho más poderoso en este género musical que en prácticamente cualquier otro, en el que uno se define a través de bandas y lo que significan a un nivel interno. Metalhead es una imprescindible absoluta, tanto si uno vibra con Judas Priest y Megadeth como si no. Y porque su tercio final es tan poético que ahoga.
Deathgasm (Jason Lei Howden, 2015)
«El nombre de la banda tiene que ser en mayúsculas, las minúsculas son para nenazas». Semejante declaración de intenciones la suelta sin alterarse lo más mínimo uno de los insensatos y metaleros protagonistas de esta loquísima comedia gore que gira alrededor de unos inadaptados que liberan el mal sobre su pueblo mientras le daban caña a esa «música demoníaca». Como decía Jason Lei Howden en alguna entrevista, la idea era acercarse un poco al primer Peter Jackson, el de Mal gusto (Bad Taste) (1987) o Braindead (Tu madre se ha comido a mi perro) (1992), pero pasándolo por un filtro de guitarras y guturales. Y lo cierto es que con Deathgasm lo logra y mucho, penetrando en el splatstick con absoluto descontrol —en realidad, no hay otro modo de hacerlo— y un sentido del humor desbocado.
No voy a entrar en todo el imaginario que el cineasta neozelandés es capaz de invocar en materia de mutilaciones, desmembramientos, miembros —incido: todo tipo de miembros— cercenados y decalitros de sangre vertida, pero a nada que uno sienta simpatía por la propuesta las risas están aseguradas: este filme esta hecho por y para metaleros y por y para amantes del exploitation. No se corta tampoco Howden a la hora de dar lo suyo a los matones que golpean al diferente y al puritanismo religioso de todo a cien: incluso se podría decir que hay algo bastante personal en el modo en que lleva a cabo su particular Armagedón mientras lo conecta con el metal más arrebatado. A ritmo de Beastwars, Elm Street o Skull Fist, la película del director que unos años después rodaría Guns Akimbo (2019) toma los estereotipos de los metalheads y los convierte en símbolos hilarantes, con ideas visuales tan horteras y desquiciadas que uno no puede más que rendirse ante el desmadre y venirse arriba ante un Milo Cawthorne fuera de sí fantaseando con quintas y palm mute en lo alto de una montaña convirtiendo en Parchís a los Manowar, con Kimberley Crossman en plan Doro erguida entre lesbianas encadenadas, o a James Joshua Blake reventando mandíbulas con un consolador de eslora improbable. Que no se diga: aquí hemos venido por el metal y la sangre.
Metal Lords (Peter Sollett, 2022)
En cierto modo, esta producción para Netflix sigue el esquema de la película tipo del gigante del streaming (bienintencionada, no demasiado agresiva y fácil de digerir), pero acaba ganando al amante del metal —y al que no es amante también— por el respeto y el buen humor con el que trata a sus carismáticos personajes. A pesar de que quizá comparta alguna premisa con la anteriormente citada Deathgasm —los inadaptados que se definen por y para el metal que encuentran en la música su reducto de comprensión—, se separa diametralmente en tono y en ejecución: aquí no hay gore ni violencia sobrenatural, sino unos chavales que buscan su lugar en el mundo entregándose a los brazos de Judas Priest y de Metallica, y que encuentran en sus riffs la inspiración para luchar por sus metas.
Como si se tratara de una línea común a estas producciones, cobra protagonismo la unión mediante el metal ante las injusticias del mundo: bullying, familias desestructuradas, etc. La ficción sigue a un joven cuya mayor ansia es vencer en la batalla de bandas de su instituto, para lo cual enreda en su cruzada a su único amigo y le pone unas baquetas en la mano. Entre las notas de For Whom The Bell Tolls y las apariciones estelares de Joe Manganiello y los mismísimos Kirk Hammett (guitarra de Metallica), Rob Halford (voz de Judas Priest), Tom Morello (guitarra de Rage Against the Machine y Audioslave) o Scott Ian (guitarra de Anthrax), Metal Lords es también una oda a la aceptación, a la apertura de mente y a la integración. Protagonizada por un fantástico Adrian Greensmith que exuda actitud metalhead por los cuatro costados, un Jaeden Martell cada vez más cómodo en su tipo de papel predilecto de buen chaval algo destroyer, y una Isis Hainsworth que ha venido para encarnar la actitud Apocalyptica vía chelo y aportar la nota psicológica y cómo la música tiene esa capacidad para exorcizar demonios, la película resuena por sus potentes notas, pero también por su buen corazón.