Es fácil dar por sentado que las relaciones que mantenemos con los demás son, en realidad, una extensión de nuestro propio estado de ánimo, una ramificación sin procesar de cómo nos vemos en el espejo y cómo nos gustaría que nos vieran —lo que llamamos autoimagen y autoconcepto—, que sumado compone la difícil tarea de vivir en sociedad o, lo que es todavía más complejo, en familia. Así, en la ficción de Paula Hernández, Clota y Stella son madre e hija, y tienen que embarcarse en un viaje en autobús de quinientos cincuenta kilómetros en el que no les quedará más remedio que aguantarse la una a la otra: la madre, de carácter miedoso y complicado, tendrá todo el rato un apunte, una palabra amarga o una queja para su hija, que solo busca en esa travesía ir a echar un vistazo a unos apartamentos que heredó de su padre fallecido, un hombre al que su compañera de viaje no guarda mucho aprecio por razones desconocidas. La maternidad y la transferencia del conflicto en dirección vertical, y las chispas éticas que surgen cuando existe esa sensación terrible de «te amo pero te odio», en la que esa hija sufre un daño terrible solamente por estar cerca de su madre, pero por ética o por remordimientos no se permite vivir la vida que planea en su imaginación, se sitúan en Las siamesas como elementos centrales de su tesis. Las dos actrices, Rita Cortese y Valeria Lois, están absolutamente inmensas en sus creaciones, destruyendo cualquier idea preconcebida acerca de la relación maternofilial cinematográfica y componiendo unos personajes contradictorios y humanos que no se basan en un concepto de la crisis impostado, sino en un laberinto emocional real como la propia vida.
Una suerte de road movie física y mental que se convierte en una película capaz de conectar y proponer la sutileza sin faltar nunca a la honestidad y a su concepto de estudio de personajes.
Paula Hernández, mente pensante detrás de la obra, juega para transmitir todos sus conceptos de estilo con diferentes recursos, todos ellos perfectamente integrados en el cómputo global del filme, haciendo que se sienta como una sola unidad en la que no hay diferentes set pieces que encajan mediante un hilo conductor. Así, el uso del espacio como elemento definitorio de Las siamesas y uno de los logros de dirección más interesantes, adquiere una relevancia central en la pieza: la claustrofobia creciente, que va mutando de lugares abiertos a cerrados, y que incluso se va modificando dentro de su propio hermetismo, consigue un enlace muy orgánico con el mundo interior de Stella y Clota, que ven como su atmósfera se va volviendo más y más irrespirable conforme van pasando los minutos y los kilómetros de su viaje. Del mismo modo, en la película de la cineasta argentina hay un lugar para explorar la liberación sexual y el miedo a la muerte, enfocado desde un ancla en las pulsiones que casi enlaza con la teoría psicoanalítica, y que juega con un empoderamiento de la propia identidad que despierta una simpatía instantánea por un subtexto impregnado de unas metáforas magníficas: el infantilismo como remanente de lo no vivido o de lo reprimido —la escena de la pajita—, las conversaciones entre madre e hija en que el espacio negativo —la parte del encuadre que no enfoca al sujeto— está invertido y casi pareciera que hablan contra la pared y no entre ellas, etcétera. Al final, Las siamesas lleva al espectador por un camino que amplifica la sensación de crecimiento desde la cercanía, una suerte de road movie física y mental que se convierte en una película capaz de conectar y proponer la sutileza sin faltar nunca a la honestidad y a su concepto de estudio de personajes. Y notemos, para terminar, que lo que era opresión, agobio y oscuridad, puede acabar convertido en el plano más abierto y horizontal de todos. Por fin en la costa.