En el contexto de la Barcelona de principios del siglo XX, ocurrieron una serie de secuestros y asesinatos de niños, desde aquel entonces atribuidos a Enriqueta Martí, apodada «La vampira del Raval» o, como reza el título de la notable obra que nos ocupa, La vampira de Barcelona (Lluís Danés, 2020). Si echamos la vista atrás, fueron estos unos crímenes enfermizos y sórdidos hasta decir basta, que además venían precedidos por la tristemente famosa Semana Trágica tan solo unos años antes —si recordamos, una serie de revueltas sociales ocurridas en la Ciudad Condal y otros núcleos por motivos en los que no cabe ahondar en esta crítica—, lo cual ponía sobre la palestra un miedo palpable en el ambiente a que volviera a ocurrir de nuevo, y tanto prensa como policía andaba con pies de plomo para que no los cogieran con las manos en la masa bajo ningún concepto.
Presentado dentro de la sección oficial del Festival de Sitges e inspirado en ese capítulo de la historia catalana, el filme de Lluís Danés sigue a Sebastiá Comes, un periodista perseguido por su pasado que se ve envuelto entre la verdad y la mentira. A raíz de la desaparición de la hija de una familia pudiente en las calles de Barcelona, el protagonista se precipitará en una espiral de mentiras y medias verdades, de crímenes que se ocultan y perversiones que nunca salen a la luz. Teniendo que hacer uso de toda su fuerza de voluntad, entrará en contacto con la morralla más infecta que puebla la noche de los barrios menos favorecidos, en cuyos antros de depravación encuentra la flor y nata de la sociedad un refugio donde dar rienda suelta a sus vicios más ilegales, siempre arropados por esa nocturnidad que aparta la vista —o es instada a que lo haga en una de esas ofertas que no se pueden rechazar—.
Tomando prestada la estética y valores narrativos del expresionismo alemán de Friedrich Wilhelm Murnau y Fritz Lang, entra por los ojos con particular facilidad. Su uso de las siluetas y las sombras chinescas, la exagerada teatralidad en los decorados, el viñeteo y los juegos de luces como elemento de irrealidad (enorme el trabajo de Josep M. Civit a los focos), convierte el filme en un precioso viaje a través de la historia del cine que hace sentir como en casa con cada plano. No faltan tampoco reminiscencias a Saul Bass, ese diseñador que elevó el imaginario de Alfred Hitchcock a la altura de leyenda. Los colores, llamativos en el cómputo global de la película por su fuerte oposición con el blanco y negro híper contrastado que reina en la mayor parte del metraje, consigue resaltar un concepto —mediante la técnica de la desaturación selectiva, esto es, mostrando únicamente un color en el plano— por encima de los demás de un modo parecido a como lo hiciera Steven Spielberg —en formas— en La lista de Schindler (1993): la sangre, la maldad, funcionando a nivel cromático en tonalidades rojas, resaltando la corrupción y podredumbre de una sociedad alienada y una burguesía enferma y sin escrúpulos.
Los elementos visuales en que se apoya La vampira de Barcelona para mantener un diálogo con el espectador triunfan al apelar a la evocación sin sentirse en absoluto impostados.
En lo narrativo, el guion de Lluís Arcarazo y María Jaén, como si se tratara de una actualización de la vieja historia de Jack el Destripador, casi nos hace escuchar la voz de esas calles de la Barcelona de 1912, que avivan en el recuerdo el Londres de finales del siglo XIX. Así, los elementos visuales en que se apoya La vampira de Barcelona para mantener un diálogo con el espectador triunfan al apelar a la evocación sin sentirse en absoluto impostados. Su estructura de flashbacks —y su modo de ejecutarlos— integrados dentro de la acción principal, ayudan a contextualizar los hechos narrados (el pasado de Sebastiá, las acciones engañosas de las partes implicadas) y ayudar a que, poco a poco, el espectador vaya encontrando su sitio dentro de la pregunta que está en el aire desde los primeros compases del filme —y que viene reforzada por recientes publicaciones como Barcelona 1912: el caso Enriqueta Martí (Jordi Corominas, 2014)—: ¿fue realmente Enriqueta Martí una asesina de niños? ¿Realizó todos los deleznables actos que se le atribuyen o fue convertida en cabeza de turco por aquellas élites de vicios inconfesables?
A pesar de contar una historia más o menos conocida —tanto es así que Enriqueta Martí forma parte de la cultura popular, hasta el punto de que Carlos Vermut en su inclasificable debut Diamond Flash (2011) llamó a uno de sus personajes más siniestros Enriqueta por la «Vampira del Raval»—, el filme atrapa y convence, algo que se debe, además de a la original y anacrónica puesta en escena de Danés, a la calidad de sus interpretaciones, poniendo especial énfasis en Roger Casamajor, Nora Navas y Bruna Cusí, verdaderos motores de la película. Al final, cuando saltan los títulos de crédito, la sensación es de haber asistido a un filme que nos recuerda, ante todo, la razón por la que nos gusta el cine: imaginar otras realidades que, ciertas o no, durante el tiempo en que las luces están apagadas lo impregnan todo.