Pocas películas pueden contar con el mérito de haber fundando un género por sí solas. Ahora bien, esto puede no contar para mucho si uno echa un vistazo al descalabro en el que el género en cuestión lleva perdido durante décadas a través de franquicias infinitas y continuos reboots y remakes. El slasher cuenta con la dudosa fama de ser el género sin duda más «genérico», es decir: más repetitivo, insustancial, predecible y rancio; lo cual le ha convertido en un ámbito del cine de terror generalmente acusado de criminalmente superficial e innecesariamente violento, portador de algunos de los lecturas políticas más dañinas por la precisa razón de quererse presentar como desprovisto de ninguna. Pero esta no es una historia del slasher. Es, por el contrario, la historia de la película que le dio comienzo. No es que tenga demasiado sentido querer recrear una situación imposible y borrar de nuestra mente la accidentada trayectoria del género, aunque sin duda ayuda situar La matanza de Texas (Tobe Hooper, 1974) en su contexto histórico, donde despertó una oleada de controversia y pánico moralista hoy en día inaudito (aunque algunos se esfuerzan en ocasiones por devolvernos a hace cuarenta años). Más bien, tratar la película por sí sola consiste precisamente en ponerla en su coyuntura original; es decir, en aislar lo que para nosotros ahora son marcadores y tópicos cansados de género como auténticas innovaciones; lo que vemos como shock value como atrevidas provocaciones que ponían en peligro la carrera de todos los involucrados; y, en definitiva, lo que hoy en día aparecen como clichés repetitivos y que, puestos en contexto, eran ácidas críticas contra el momento histórico y social de su estreno.
Pero para empezar es necesario dar un par de pasos atrás, y quedarse con su trama desnuda. La matanza de Texas nos presenta a un grupo de jóvenes viajando por el corazón del sureste norteamericano en una camioneta, como hippies de pacotilla que se han desviado de los años sesenta y se han perdido al interior de los EEUU profundos. Apenas herederos de lo peor de la contracultura, el narcisismo y el hedonismo inconsciente, se apean en una granja abandonada donde dos de ellos, los hermanos Sally y Franklin, veraneaban de niños. Pero el lugar no solo está ruinoso y abandonado, sino que cuenta con unos nuevos vecinos, una familia de ex-trabajadores de un viejo matadero cercano, que parecen estar involucrados en una especie de religiosidad caníbal y asesina. Uno a uno, los jóvenes caen en las garras de la brutal familia, en una serie de escenas de tensión, violencia y tortura que elevan de pronto a la película a una persecución frenética contra la muerte. Y si no conoces demasiados detalles sobre la película, es mejor que nos sepas antes de verla, pues gran parte de su terror nace de su forma de superar sus apuestas en casi todo momento, sumergiéndonos en una escena aún más atroz e incómoda que la anterior, añadiendo detalles más escalofriantes y retorcidos de lo que creíamos que era posible.
Todo lo que se le puede achacar a Tobe Hooper es precisamente lo que quería: hacer una película incómoda, polémica, original, salvaje y desbocada.
Un misterioso rótulo al inicio de la película nos anuncia que lo que vamos a ver es una historia real. Y si no hay nada más lejos de la verdad (ningún evento real sirvió de inspiración para la película), quizás no haya nada más cerca. Tobe Hooper señaló que su inspiración para La matanza de Texas, y para este anuncio en particular, venía de su profunda repulsión ante la infame alianza de los medios de comunicación con la propaganda política que trataba de legitimar la violencia en la Guerra de Vietnam y con la red de mentiras que se disparó tras el escándalo de Watergate a principios de los setenta. A medida que veía a su país descender en una espiral de banalidad mediática, Hooper respondió con esta atroz provocación para criticar las formas en las que el buen gusto nos hace pasar por aceptables unas formas de violencia y otras no. De tal forma que La matanza de Texas sirvió como provocación doble: por un lado, a la América cristiana y moralista que se negaba a mirar a su propia naturaleza violenta, imperialista y opresiva, pero por el otro al hedonismo libertino y cultureta de quienes se acercan a la última película de terror exclusivamente por su carácter polémico y edgy, que aunque sea por la sobredosis de tortura y violencia tendrían que saldar cuentas con el entretenimiento (o peor, el placer) que le provocan los espectáculos de sangre y vísceras.
Todo lo que se le puede achacar a Tobe Hooper es precisamente lo que quería: hacer una película incómoda, polémica, original, salvaje y desbocada. El resultado es tanto un atroz relato de terror, de violencia desnuda y superficial, como una profunda meditación sobre la misma superficialidad y el terror de su era. Todo el discurso político que se le ha acusado de esconder al slasher está en la superficie de La matanza de Texas, con tanta claridad que si no queremos verlo, es porque nos resulta demasiado incómodo. El film es también una sátira sangrienta de la deriva de la brecha generacional, que había animado con tanta energía tanto el activismo político como la experimentación artística y filosófica en la década anterior, en una juventud empeñada por cumplir los peores estereotipos que dibujaba de ella el moralismo de la coalición Nixon. Lanza sus dardos contra ese puritanismo hipócrita, que desde la posición simbólica de la América profunda se eleva a una falsa posición de superioridad moral, al mismo tiempo que su Comandante en Jefe se involucra en la mayor red de espionaje político y corrupción de la historia del país. Porque esa América profunda, a la que el californiano Nixon nunca perteneció, no es tampoco ese edén cristiano idílico, sino un erial de brutalidad e ignorancia, de comportamientos sectarios y tradiciones momificadas, que cohabita con el humo de las calderas de los mataderos de Texas que trituran a todo trapo cientos de miles de animales para la producción masiva de hamburguesas. Al escoger de forma poco casual esas herramientas de matanza para armar a sus asesinos, Tobe Hooper pone a la sociedad materialista bajo los efectos de las herramientas industriales con las que han destripado a la naturaleza en el altar de los dioses del consumo. Aquí nosotros somos los corderos, y el sacrificio tiene el mismo sentido: ninguno.
Pero no es tan solo lo que Tobe Hooper hace, sino cómo lo hace, inflado de espíritu subversivo y con literalmente cero escrúpulos y ni una disculpa. Es precisamente esa forma de aunar una profunda reflexión social con un mensaje irreverente «in-your-face», un escupitajo no solo a su tiempo, sino también a la falsa complejidad de asumir que los problemas siempre son más difíciles de lo que parecen y así proteger de forma hipócrita y sistemática a los mismos culpables de siempre. Es lo que el mejor arte tiene que ofrecer en tiempos sombríos de parálisis política: un aullido. Un grito que suena a la vez desesperado pero espectral, peligroso, como el que posee a Marilyn Burns mientras huye del terrible Leatherface, cuya motosierra ruge en el aire nocturno, en una de las escenas de persecución más icónicas del cine. Lo que para algunos es una escena primordial de sobretonos psicoanalíticos y para otros un esquema burdo del terror, la joven mujer huyendo despavorida de un implacable y anónimo asesino es aquí todo un arquetipo, es decir: todo ello a la vez y nada en particular. El arquetipo es, al fin y al cabo, ese símbolo cargado de una polisemia esencial que le hace funcionar al interior de multitud de significados concretos de carácter político, social, psicológico o incluso religioso, pero desprovisto de esa artificialidad de un signo creado por el ser humano, y que misteriosamente alguna aparece como algo más siniestro y profundo, algo anterior a la civilización, mucho más allá de nuestras estructuras históricas de donación de sentido.
Al sumergirnos en el tercer acto del film, sin lugar a dudas donde la película se eleva mucho más allá de lo que podríamos habernos esperado, nos captura de lleno precisamente esa extraña sensación de repulsión y animosidad por algo externo y a la vez profundamente humano. En el círculo eterno de las víctimas y los verdugos, matarifes y ganado, dementes criminales y víctimas inconscientes; en este caos atroz de América devorándose a sí misma hay algo mucho más allá y mucho más acá, una especie de uróboro eterno de muerte y renacimiento. Algo así como un recordatorio de que la existencia humana sobre el planeta es un relato absurdo de violencia y sufrimiento pero que quizás, como parece querer anunciarnos la emblemática escena final del film, no de forma casual considerada uno de los momentos más memorables del cine de terror, de cuyo eterno retorno es posible escapar. Comparar La matanza de Texas con la trayectoria posterior del género del slasher todo lo que hace es denostar aún más su ridículo desarrollo hacia la comedia slap-stick y la iteración ad nauseam de las mismas formas. Lo que se nos ocluye, y que volver a ver La matanza de Texas siempre nos recuerda, es la medida en la que estas formas estaban enraizadas en su origen en una profunda crítica social y a la vez en un ominoso arquetipo de violencia cíclica y carente de sentido, con esa mágica alianza que el mejor arte produce entre lo particular y lo general, lo específico del contexto histórico y social y lo propio no ya de la naturaleza humana en general, sino de algo siniestro e inconmensurable que le precede, y que no podemos evitar sospechar que seguirá aquí cuando todos hayamos desaparecido.