Paco Plaza a la dirección, Carlos Vermut al guion. Como mínimo, el interés lo tiene ganado. El primero, autor de Quien a hierro mata (2019), Verónica (2017) o la mitad —junto a Jaume Balagueró— de ese hito generacional que supuso [•REC] (2007) en el terror patrio. El segundo, artífice de obras inclasificables —literalmente, es imposible colocarlas en ninguna categoría ni género— como Diamond Flash (2011), Magical Girl (2014) o Quién te cantará (2018). Con La abuela, de la unión de dos autores identificables y que siempre dejan gran impronta en sus creaciones ha nacido una obra compleja y de fortísima carga subtextual, que al final será lo que hará que perdure en la memoria: su estudio de la vejez en clave alegórica, en la que uno no puede huir del futuro ni de lo que es, de lo que deja detrás con sus miedos y sus ansiedades; su exploración, siempre desde un desvío argumental hacia el fantástico o, si preferimos verlo así, directamente simbólico, del miedo a la pérdida de la juventud, al reflejo de la propia identidad en lo que uno más teme, funciona siempre desde la extrañeza, creando a fuego lento una partitura multicolor en la que se van sucediendo los hechos con lejanía y de un modo muy visual, aunando a la perfección el cripticismo que caracterizan los guiones de Vermut y la corporalidad visual de Plaza. Desde el punto de vista argumental, la historia es sencilla: una modelo de publicidad —maravilloso el guiño en el que una de las campañas que protagoniza es de un perfume llamado «Magical Girl»— que reside en París y que tiene el mundo a sus pies lo tiene que dejar todo y volver a España para cuidar de su abuela, que ha sufrido un accidente y requerirá de cuidados constantes a partir de ese momento.
Una propuesta de género compleja que alcanza la trascendencia a través de lo íntimo.
La abuela conseguirá brillar fuera de su sinopsis, de su aspecto literal, donde puede llegar a sentirse presa de cierta repetición y algún lugar común del género: su potencia queda después, al reposarla y dedicarle cierta reflexión, y descubrir que detrás de cada idea visual y de su puesta en escena —los relojes que se paran, los espejos que se rompen, el uso de los espacios y las estancias como pequeñas cárceles delimitadas por paredes en lugar de barrotes, los flashes, la soberbia, la envidia, las canas— hay una razón de ser perfectamente estudiada que encaja con ese concepto de obra íntegra y cabal, que va mucho más lejos de su textualidad y construye una pieza que admitirá más de un visionado y más de una buena conversación. Pero si hay algo, o mejor dicho, alguien, a quien debemos destacar es a Almudena Amor: de ser una desconocida a aparecer en lo último de Paco Plaza y Fernando León de Aranoa —para más señas, en El buen patrón junto a Javier Bardem— es para pensar y mucho en su talento. La actriz se echa a la espalda el peso de la función, y sabe transmitir con total veracidad el muy amplio abanico de sensaciones y emociones que el guion de Vermut, complejo en lo interlineal por necesidad al depender casi por completo de sus lecturas para satisfacer la obra final, le pone por delante en forma de retos de gran complejidad: no solo se trata de reír, llorar o gritar, sino de traspasar miedos interiores, terrores inaceptables o realidades incuestionables, todo sin apenas pronunciar palabra. También hemos de dejar puesto un sello de calidad en el trabajo de Vera Valdez, la abuela de la función, una intérprete brasileña, exmodelo en sus años jóvenes, que sorprende con una fisicidad digna de elogio. La conjunción de ambos elementos, el binomio Amor/Valdez, recrea a la perfección el núcleo más profundo de La abuela, el que excede su parte de película de terror al uso, con sus sustos más o menos predecibles —que los tiene— y su ritmo no siempre regular: la integración de dos para formar solo uno, la escisión del interior para negarse a aceptar el paso del tiempo. Paco Plaza ha conseguido la que probablemente sea su película más introspectiva y reflexiva; una propuesta de género compleja que alcanza la trascendencia a través de lo íntimo y que deja en el espectador la necesidad de procesar y recalcular lo visto.