Qué bien le sale la sátira a Fernando León de Aranoa cuando se pone a ello. La comedia política, de las suspicaces que levantan risas por lo incómodo y por lo tristemente realista, conllevan consigo cierto grado de compromiso por parte del espectador: es necesario entrar en el juego, por descontado, de asumir que lo expuesto pertenece al campo de lo intelectualizado desde la óptica de la inequívoca parodia, de reducir al absurdo la realidad hasta convertirla en una serie de características ampliamente reconocibles e identificables por cualquiera. Esto, a la vez que destaca la labor cómica, tergiversa la veraz, por lo que tomarse en serio la exposición de El buen patrón, como si fuera un documental de rigor político sobre la problemática de los ERE o el nepotismo es hacerle un juego revuelto y traicionar el pacto no escrito entre la película y un espectador sentado ante una pieza de carácter satírico: su falta de multidimensionalidad es precisamente la que despierta la vis cómica, y el hecho de que sus flecos estén por pulir los que hacen que la realidad —la de verdad, la que vemos fuera de la pantalla— en la que se refleja sea un juego del que nos podamos reír sin sentirnos demasiado culpables. Javier Bardem —qué barbaridad de intérprete, por favor— es Julio Blanco, el dueño de una fábrica de básculas que lo tiene todo para ser el típico granuja español de altos vuelos de representación histriónica, con su casona y su discurso repetitivo y altanero, con su megalomanía y su actitud mesiánica, su caspilla y su actitud de cuñao ibérico con el que resulta muy complicado empatizar pero hacia el que, sin embargo, y gracias al excelso trabajo de actuación de Bardem, resulta imposible no sentir cierto magnetismo. Fernando León de Aranoa sabe perfectamente la partida que está jugando, y volviendo al ruedo tras la muy irregular Loving Pablo (2017), se recrea con una comedia ciertamente partidista, pero que sabe sacar punta al humor español de toda la vida y colocarlo en un contexto que resuena con los tiempos que corren.
Una comedia ciertamente partidista, pero que sabe sacar punta al humor español de toda la vida y colocarlo en un contexto que resuena con los tiempos que corren.
La comedia está servida desde el momento en el que las cosas se le empiezan a torcer a este buen patrón, y es cuando la lectura crítica comienza a coger cierta altura. Los escarceos amorosos de Blanco conectan directamente con la absoluta falta de escrúpulos con la que juzga y ataca actos equivalente en los demás, y nos habla de algo que, después de todo, resuelve a favor de una lectura social de corte casi kafkiano: igual que se permite citar a Heisenberg y a su principio de incertidumbre, resulta imposible para el espectador determinar si El buen patrón es una comedia o un drama en base a factores internos sin apoyarse en lo arbitrario o directamente inverosímil de lo que nos muestra, lo que la convierte en una película asombrosa a todos los niveles, que no necesita más que un visionado desprejuiciado para adoptar la postura de mano que ejecuta o ser la ejecutada. Fernando León de Aranoa convierte un relato casi cínico en una exposición de bajezas empresariales, donde le caben desde temas sociales —inmigración, racismo—, familiares —adulterio, amistades, relaciones— o, por descontado, industriales —triquiñuelas, falta de escrúpulos y destrozos varios—. El contexto real de lo que significa El buen patrón, lo que vive detrás de la relación cómica que mantiene con su público, y estando delimitado por el punto de inflexión que supone el personaje de Almudena Amor —la doble moral, la ética de usar y tirar dependiendo de la información del entorno, la victoria, la conquista en base a la posición social y económica— en su interacción con el de Javier Bardem, dependerá en su interpretación del ánimo con el que uno se enfrente a ella: con ganas de reír o de llorar. Lo cierto es que la película de León de Aranoa podría valer para las dos cosas.