Revista Cintilatio
Clic para expandir

Isabella (2020) | Crítica

Una piedra por cada duda
Isabella, de Matías Piñeiro
Sin miedo a profundizar en un estilo agresivo y flemático, la obra del argentino Matías Piñeiro se atreve a recorrer grandes interrogantes desde la interrelación de lo literal y lo abstracto. Un ejercicio de introspección cáustico y transformador.
Por David G. Miño x | 6 mayo, 2021 | Tiempo de lectura: 4 minutos

Adaptar a Shakespeare es siempre una empresa complicada y no siempre recompensada. Para la ocasión, valga la contradicción, el cineasta Matías Piñeiro, un artista que ya ha demostrado mucho interés en el drama del escritor inglés, no solo reinterpreta al querido William, sino que en una apuesta por el metalenguaje y una narración intrincada en la que lo relatado se entrelaza con su propia sintaxis alcanza un éxtasis cinematográfico que se caracteriza por, primero, prescindir del artificio y por, segundo, adquirir un valor experimental que regula el filme: siempre sensorial y altamente cromática, la película provoca en el espectador una suerte de sinestesia en la que lo visto y lo escuchado casi se pudiera oler o palpar. Se apoya en un imaginario geométrico y colorista que intercala, a modo de respuesta emocional, durante la totalidad del metraje, haciendo uso para ello de unas escenas teñidas de rectángulos y rojo y azul y púrpura que son, en realidad, matrioshkas que complementan, de modo semiótico, el interior de los personajes. Casi como hiciera Krzysztof Kieślowski en Tres colores: Azul (1993), solo que aquí sin la música y con juegos tonales.

Desaparecer ante el mundo que se viene encima en un recurso visual de belleza infinita.

María Villar es Mariel, una actriz que, como la Isabella de Shakespeare en la obra que origina todo el filme, Medida por medida (1603-1604), tiene un conflicto con su hermano que define en cierta manera su viaje interior y que busca conseguir ese mismo papel en una representación teatral. El director argentino establece un acuerdo con su audiencia en el que todo debe ser leído en dos sentidos, y relaciona lo que ocurre en el plano literal —la búsqueda de Mariel de superar sus dudas y miedos, y conseguir que le den el papel de Isabella; la relación con su «competidora», Luciana, que es a su vez la amante de su hermano— con las premisas de la propia Medida por medida, que proponía el dilema de salvar la vida de un hermano pagando por ello el precio de ver la propia convertida en un infierno. Las conversaciones que mantienen, de este modo, Mariel y Luciana, definen y dan contexto a la obra, pero no en un plano estrictamente literal, sino mediante la búsqueda del mensaje en todas sus decisiones de estilo: las carreteras sinuosas como meandros que presagian la llegada, o no, de un elemento de discordia; los pies desnudos en el cauce del río que complementan una conversación de la que no vemos nunca el rostro, ni falta que hace; el desvanecerse ante la duda y la terrible desesperanza; las piedras y los propios colores, que se mimetizan con el mensaje y convierten la narración completa en un prisma que depende de la interpretación, o no.

Resulta tan estimulante por sus premisas y su exposición que es casi imposible no rendirse ante ella y sus muchas líneas de lectura.

Por otro lado, es necesario hacer hincapié en la temporalidad de Isabella. Narrada en absoluto desorden, pertenece a ese selecto grupo de obras que obtienen un plus de exquisitez formal a través de la confusión. Al colocar cada pieza de montaje en un lugar diferente, accedemos a una cronología que tiene más relevancia para el espectador gracias a esa anarquía: comprender las dudas y los miedos de Mariel, su maternidad —la veremos embarazada por momentos, por otros no—, su sentimiento de inferioridad y su creatividad paralizada se completan en el caos, como un puzle de piezas revueltas que se completa solo desde el desconcierto. La perfecta simbiosis que alcanza Matías Piñeiro entre forma y fondo puede pasar inadvertida por su tendencia a externalizar el significado de su obra y dejar que el sentido general se comprenda desde los ojos que miran, pero en cómputo global resulta tan estimulante por sus premisas y su exposición que es casi imposible no rendirse ante ella y sus muchas líneas de lectura. Podemos terminar diciendo que las doce piedras que lanza Mariel al agua, en representación cada una de ellas de un fragmento de duda disipada, se convierten con el paso de los minutos en una invitación constante a participar de esa tenaz autoprovocación, y es gracias a su incesante valor subtextual que nos obliga a preguntarnos, como Mariel, hasta qué punto podemos atrevernos a mirar entre sus líneas. Isabella es un maravilloso recordatorio de que el cine tiene más de interior que de visible.