Mentiras. Todo mentiras. El cineasta belga logra con Inexorable (2021) orquestar un estudio sobre lo oculto, lo que no se dice. Sobre las obsesiones que viven detrás la puerta esperando para salir y aplastarlo todo a su paso. En las relaciones, claro, en la familia y lo que hay detrás, en las medias verdades del día a día que siempre encuentran un sitio para escapar de su escondite y ver la luz. Fabrice Du Welz salta de un encuentro furtivo a otro, de un estilo narrativo en el que todo parece constantemente a punto de explotar —agradezcámosle gran parte de esta presión casi insoportable a la brillante interpretación de Alba Gaïa Bellugi, la bomba de relojería de Inexorable— a un uso del espacio que se expande y se contrae, y gira sobre sí mismo y explota cada esquina y cada arista. A través de los diálogos —y lo que no son diálogos: en Inexorable no hay condescendencia en forma de sobrexplicaciones— compone un tratado de la angustia vital, de la desidia cotidiana que se expande sobre unos personajes cada vez más perdidos y más humanos, menos intelectualizados y más primarios, que simbolizan con su camino de espinas y sal en las heridas un, ahora sí, terrible thriller en el que todo parece tener segundas lecturas y todos parecen ocultar algo. Una película que no da concesiones y destapa una red de desastres comunicativos en el trato humano, y que sabe llegar muy lejos dentro de sus premisas para romper cualquier atisbo de predecibilidad y dejar en el espectador una constante sensación de ruptura, de inquietud, de que algo va a salir, en cualquier momento, terriblemente mal.
Una película que conecta con las inquietudes y los traumas más recónditos y que brilla en su exploración de la mirada oculta y las siluetas que están detrás de la cortina.
En Inexorable asistimos a la vida de Marcel, un escritor de éxito que se muda con su familia a la mansión familiar de su esposa, desesperado por encontrar inspiración para su próxima novela. Lo que desconoce es que una joven aparecerá de repente en sus vidas y lo cambiará todo desde dentro. De este modo, y pudiendo lanzar un anzuelo sobre un home invasion deconstruido que ostenta sus características desde un punto de vista psicológico, la obra de Fabrice Du Welz genera una enorme incomodidad que se mantiene siempre un paso por detrás de la hecatombe, como una mecha que parece permanentemente a punto de llegar al cartucho, y explora sus temas desde una ira contenida paradigmática: la obsesión por alcanzar un objeto que se idealiza hasta la náusea sin que medie ningún tipo de razón en el proceso, la quimera que tapa las ansias de llegar a la luz que, en realidad, son las sombras más profundas, que genera la inseguridad más explosiva y que condiciona la relación con uno mismo y con el entorno, la maldad que mana del desconocimiento y la exigencia de autoconservación y, por supuesto, la inocencia interrumpida, la que siempre se resiente en la infancia —menuda escena la de la fiesta de cumpleaños, headbanging y death metal mediante— cuando el mundo adulto se viene abajo sin que se pueda hacer nada para evitarlo. Una película, la de Fabrice Du Welz, que conecta con las inquietudes y los traumas más recónditos y que brilla en su exploración de la mirada oculta y las siluetas que están, desaparecidas y acechantes, detrás de la cortina.