Las propuestas como la del polaco Jerzy Skolimowski suelen traer cola. En primer lugar, porque en el estilo fílmico que expone en esta EO (2022) hay mucho más de vanguardia mal entendida que de narrativa. En segundo, porque juega toda su identidad a la baza del mensaje, algo que, y en el caso de que nos quedásemos solo con ello, la elevaría a la categoría de obra maestra absoluta al representar un alegato animalista con el que es fácil —e imperativo— comulgar. Pero no, en esta ocasión el cineasta de ochenta y cuatro años ha sobrevalorado su propia personalidad escénica y se ha metido de lleno en un relato que deja al espectador a su suerte, saltando de una set piece a otra y enlazándolas por un hilo inexistente: el del viaje de un burro que va del punto A al punto B pasando por varias paradas intermedias en las que, en cada una de ellas, existe un contexto y una historia dedicada de un modo muy estridente y falto de sutileza a condenar el modo de vida de la humanidad —de nuevo, algo lícito de no ser por su tosquedad—. A la propuesta de Skolimowski se le ven, así, las costuras de sus intenciones con tanta claridad que desmejora el conjunto hasta convertirlo en una sucesión de lugares comunes —sí, los hooligans son malos, los profesionales del circo unos desalmados y los camioneros unos traficantes— que hace que caiga, por momentos, incluso en la comedia involuntaria —en el pase de prensa al que asistí se escuchaban risas en momentos que prometo que jamás habría creído posible—.
Naufraga de una manera aparatosa por el único motivo de pretender la transgresión formal sin tener apalabrado un guion que la sustente.
Volviendo al modo en que trata de adoptar un enfoque vanguardista, quizá es que Skolimowski confunde en cierta manera lo posmoderno con lo inconexo, reinterpretando en clave alucinada la Al azar de Baltasar (1966) de Robert Bresson, pero olvidando por el camino lo que hacía grande y memorable a aquella: el enfoque. Si se trata de entregar una película a una sensación, un elemento ideológico o un estado de ánimo, la narrativa y la puesta en escena deberán ser lo suficientemente potentes como para poder sostener todo el aparato cinematográfico sin caer en la irrelevancia. EO cuenta una historia, pero una tan básica y expuesta de un modo tan irritante que se aleja a pasos agigantados de la verosimilitud, de la relevancia estética o de la importancia ideológica. Porque el cine no debería ser propaganda sin conexión, sino un conjunto cohesionado con un punto de vista destacado. Por ello, es en la parte fílmica de la obra donde todo se viene abajo: los planos subjetivos del por otro lado adorable y carismático burro protagonista —aunque el filme incurra en dotar de cualidades humanas a un animal solo para lograr empatía fácil— se hacen densos por presentarse sin una elección estilística clara, no existe un montaje que separe al narrador de un modo que marque la distancia entre animales y humanos, y por supuesto, la puesta en escena es tan convencional y tan manipuladora que pierde toda oportunidad de destacar por sí misma y promover una idea que no entre ya mascada de antemano. Ni siquiera la aparición sorpresa de una conocida y maravillosa actriz francesa que mantendré en el misterio levanta el tema, ya que podríamos considerarlo un esfuerzo más por tratar de convertir el agua en vino. Es una lástima que una propuesta con una carga ideológica tan válida y necesaria naufrague de una manera tan aparatosa por el único motivo de pretender la transgresión formal sin tener apalabrado un guion que la sustente o una propuesta global menos delatora. Y de eso es imposible escapar, por más que la empresa bien valiera la pena.