Decía Truman Capote en su célebre prefacio al libro de relatos Música para camaleones, «un día comencé a escribir, sin saber que me había encadenado de por vida a un noble, pero implacable amo. Cuando Dios le entrega a uno un don, también le da un látigo; y el látigo es únicamente para autoflagelarse». Esta frase que popularizó también Pedro Almodóvar en Todo sobre mi madre (1999) cuando el personaje interpretado por Cecilia Roth se lo leía en voz alta a su hijo a punto de fallecer en un accidente, era hasta los tiempos actuales del ChatGPT, una sentencia tan relevante como clave dentro de la historia de la literatura en particular, y del periodismo escrito en general. Dejando a un lado lo que de ínfulas gloriosas tiene este párrafo, todo aquel que haya intentado escribir y no sea demasiado bobo, debe darse cuenta no solo de la verdad de estas palabras, sino de que en todo acto creativo es el riesgo adoptado el que da satisfacción al autor o autora una vez terminada su obra. Este al menos debe ser el punto de partida de todo un germen que hoy debe mostrarse bien empaquetado y agradablemente diseñado a nuestros ojos. Por otro lado, con el germen poco hacemos, si bien en él es donde debería situarse la clave de lo que tanto antes como hoy llamamos talento.
Todo esto sale a colación por lo estéril que sería terminar una película como En la casa (2012) con un suicidio ya sea en la ficción o en la ficción dentro de la ficción como el de Rapha Artole, amigo del alma de Claude o Claudio, alumno aventajado del profesor de literatura Germain, que a su vez vive con Jeanne o Juana —algunos nombres los pongo en francés o español dado que hemos tenido el privilegio de leer la obra de teatro original de Juan Mayorga, El chico de la última fila, publicada en un volumen compilatorio por la editorial segoviana La Uña Rota, Teatro 1989-2014— y de cómo el Premio Princesa de Asturias de Dramaturgia del pasado año sabe también armar con precisión y sabiduría tramas y cajones de sastre unos dentro de otros. En cualquier caso François Ozon interviene en el guion con el propósito de hacerlo aún más efectivo; el ejemplo más claro lo encontramos en las líneas de diálogo entre Germain (un Fabrice Luchini en estado de gracia) y Jeanne (Kristin Scott Thomas), donde la pareja reflexiona sobre la utilidad del arte tanto en la sociedad del 2012 y aún más hoy, utilizando solo el realizador francés, en un ejercicio de síntesis, la referencia de El guardián entre el centeno como posible promotora del asesinato de Lennon, mientras que Mayorga incorpora otro libro menos polémico a esta línea de diálogo cuando habla con su esposa. Son múltiples las referencias que se hacen a la escritura como enfermedad o al arte como antiterapia a todos los males y es por eso por lo que, en connivencia o no, parecen decir al auditorio que por favor ni lo intenten —lo de ser artistas, me refiero—. Una de ellas es la galería de instalaciones modernas donde trabaja Jeanne llamada en ambos casos, teatro y cine, «Arte para enfermos». La otra es un elemento dentro aún más de la diégesis cinematográfica con el que Jeanne se defiende de esta su pareja: el título es nada más y nada menos que Viaje al fin de la noche de Céline, novela también muy denostada popularmente por pertenecer su autor al partido nacionalsocialista durante la Segunda Guerra Mundial.
Estos y otros guiños, estupendo ese final tan parecido a La ventana indiscreta (Alfred Hitchcock, 1954), nos hacen paladear la película como el amargo y por momentos obsceno filme que es. Todo además muy bien empaquetado y fielmente adaptado por Ozon, que convierte igualmente la labor de casting de Leila Fournier y Sarah Teper en altamente meritoria. De un mismo modo el proceso de degradación de Germain no sería igual sin las labores a este respecto de Pascaline Chavanne en vestuario y Marie-Anne Hum y Gill Robillard en el departamento de maquillaje. La fotografía de Jérôme Alméras resulta tenue en la oscuridad de lo depravado —es curioso como a Ernst Umhauer, actor que interpreta a Claude, le costó volver a encontrar trabajo en el cine— y funcional y acorde al intrépido montaje de Laure Gardette, en el resto de los momentos. Hay elipsis que funcionan a la perfección de la misma manera en que se abre o se cierra la puerta de una habitación. Además de los actores citados, el rol de una irreconocible Emmanuelle Seigner, musa y mujer de Roman Polanski, y que aquí interpreta a una estilizada Esther, resulta muy valorable igualmente.
Galardonada con la Concha de Oro el 2012 en el Festival de San Sebastián a mejor película y guion, crítica y público se dieron la mano a la hora de cosechar hasta un premio FIPRESCI en Toronto, seis nominaciones en los César, etc. La película no solo tiene este acabado tan preciso y fantástico, sino que hace acordarnos de ese libro de Capote del que hablábamos en un principio, en tanto en cuanto también contiene ese Ataúdes tallados a mano, que nos llevó a tantos y tantos lectores a su novela cumbre A sangre fría, donde el escritor vivió en tal sombra de dudas que su identificación con los dos criminales le pasó una terrible y horrible factura. La circunstancia de que tanto Ozon, como Mayorga y Capote sepan adelantar a sus personajes hacia su destino, tan paso a paso, y con la carpintería en las historias tan precisa y capaz de adelantarse a las expectativas del espectador, les emparenta secretamente con una especie de club secreto de espectadores y lectores a los que gusta el trabajo bien hecho.