De todas las películas de John Carpenter, quizá sea esta una de las más influidas por el trabajo de H. P. Lovecraft: el mítico escritor de Providence no escatima a la hora de proyectar su alargada sombra e impregnar con su imaginario cientos de obras, convirtiendo, en este caso una de las tres películas de Carpenter que pertenecen a su Trilogía del Apocalipsis, En la boca del miedo (1994), en toda una declaración de intenciones en primer lugar, y de amor al género en segundo, que toma los preceptos del terror cósmico e interdimensional de Lovecraft y los conjuga con habilidad en una película tan divertida y lúcida como, en determinados momentos, demasiado autocomplaciente. La cosa va de un detective de seguros —impecable Sam Neill, como siempre— que es contratado para encontrar a un escritor de terror de gran éxito —referencias explícitas a Stephen King mediante— que ha desaparecido sin dejar rastro, aunque él está convencido de que todo es una estrategia de mercado para vender más y más libros. La nota relevante viene dada al saber que esas novelas vuelven violenta a la gente que las lee, que entran en una especie de estado pre-zombi en el que actúan como rebaño y demuestran una agresividad descarnada.
El concepto del enloquecido por una lectura nos puede sonar porque casi estaríamos hablando de una actualización del Necronomicón —el grimorio inventado por Lovecraft—, que no era otra cosa que un libro lleno de sabiduría arcana que provocaba locura y muerte a todo aquel que se atrevía a leerlo. Si bien entrar de lleno en la mitología del de Providence confiere a En la boca del miedo cierto aire de viejo conocido —esos tentáculos, cómo no—, podría resultar en cierto modo una adaptación encubierta —casi como La cosa (El enigma de otro mundo) (1982), aunque ahí existía una razón de ser mucho más tangible al estar basada en un relato que escribió el propio editor de Lovecraft: John W. Campbell—, solo que quizá menos trascendente que aquella y con un uso de su potencial metafórico menos elaborado: en esta, esa desviación de la conducta adaptativa de los que leen el libro maldito, esa representación de los males del pensamiento grupal o la manipulación en masa que engarza tan bien con las obsesiones narrativas del cineasta —y que conecta de maravilla con sus habituales críticas al capitalismo— quizá se toma demasiado en serio a sí misma y deja poco espacio para la sátira o la comedia negra que tan bien ha sabido integrar en obras como Están vivos (1988) y que aquí pierde algo de fuelle precisamente por esa afectación en las formas. ¿Quiere esto decir que En la boca del miedo no sea un filme disfrutable? En absoluto: el camino que sigue para ir presentando a sus personajes y sus motivaciones, aunque como decimos, demasiado explícito, adquiere una dimensión memorable por lo visual de sus ideas fílmicas. Suele entrar, por supuesto y como ya es marca de la casa, en una representación gráfica hortera y recargada, aunque es precisamente gracias a ella que tiene la fuerza necesaria para permanecer en la memoria cuando cualquier otro filme habría pasado al almacén de los recuerdos sin mayor pena ni gloria: la mano de Carpenter es clave para hacer que el filme persista.
Un recordatorio de que el cine de terror entiende, sobre todo, de sensaciones y emociones.
A diferencia de otras películas de su filmografía en los que confió los papeles protagonistas a actores debutantes o sin experiencia, aquí la presencia de alguien como Sam Neill o incluso la de Charlton Heston en un rol secundario pero memorable, eleva la función al completo y, junto a unos efectos visuales siempre imaginativos y bien ejecutados y una banda sonora para el recuerdo —el tema central, esa descarga hard rock aque trae a la mente a los Metallica de The Black Album, es puro deleite auditivo— convierte el visionado de En la boca del miedo en un espectáculo perfectamente orquestado que hará las delicias de todo aquel amante del cine del maestro del terror que, aunque lejos del sentido del horror que conseguía inspirar con cumbres como La noche de Halloween (1978) o la propia La cosa (El enigma de otro mundo), se mantiene firme a lo largo de su contenida hora y media de duración y ofrece un final verdaderamente poderoso. Un recordatorio de que el cine de terror entiende, sobre todo, de sensaciones y emociones.