Revista Cintilatio
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Clara sola (2021) | Crítica

Una yegua blanca ha volado
Clara sola, de Nathalie Álvarez Mesén
Desde la magia y la espiritualidad, la obra de Nathalie Álvarez Mesén habla del despertar sexual y de la identidad atravesando los lugares comunes, y deja tras de sí la sensación de haber entrado en un lugar místico en el que no se piensa: se siente.
Valladolid | Por David G. Miño x | 28 octubre, 2021 | Tiempo de lectura: 3 minutos

Escribir sobre una película como Clara sola (Nathalie Álvarez Mesén, 2021) es, por definición, complejo. Porque su narrativa no se relaciona con el objeto, sino con la sensación y todo lo ambiental que surge de ese objeto; porque del lienzo en blanco que es el espectador cuando se enfrenta a una nueva obra —o debería— apenas queda un resquicio de comprensión mundana después de haber posado la vista sobre el debut en el largometraje de la costarricense Nathalie Álvarez Mesén: partiendo de determinada concepción de lo que entendemos por realismo mágico, como si creásemos un híbrido anómalo entre Alejandro Jodorowsky y Haruki Murakami, pero más místico y menos cerebral, con más anclas pictóricas con la religión o la identidad y menos terror o paganismo. Clara sola es un viaje, un camino en el que acompañamos a una mujer de un pueblo remoto de Costa Rica en su despertar sexual tardío, y todo lo que rodea al acto desde la excentricidad y la naturaleza, desde la comunión con todo lo que nos rodea y lo que nos excede también: Álvarez Mesén saca a relucir todo un imaginario costumbrista y mágico, por contradictorio que pueda parecer, y enlaza una belleza plástica muy poderosa con sus metáforas de sangre, animales y ríos, donde todo parece tener sentido desde la distancia al integrarse de delante hacia atrás, de su final misterioso y poético hacia su arranque casi cotidiano.

Una película para disfrutar en la calma, recreándose en cada plano, en cada insecto, en cada sonido y cada organismo vivo.

Wendy Chinchilla ofrece una interpretación sobresaliente.

Comprender lo que hay detrás de una obra como Clara sola, con todos sus simbolismos y juegos visuales, en los que la cineasta conjuga cielo y tierra en un pedazo de realidad espiritual y fascinante, es un acto de reduccionismo: en el despertar, en la identidad o la idiosincrasia, en los movimientos de la hechizante Wendy Chinchilla en el papel principal, en la bajada a lo inefable, en la subida a lo divino a través de lo sombrío, en la sangre que se desliza como el símbolo de lo fértil, en el deseo irrefrenable hacia lo humano, en la entrega en cuerpo y alma a lo animal; ahí, en cada inflexión de esa mirada reflexiva pero a la vez delicada de Nathalie Álvarez Mesén es donde cabe pensar en la respuesta que circunvala el total de la obra. Buscar no es la meta, sino dejarse abrazar por la entraña, por la fuerza de la naturaleza y la femineidad, por el retrato fuera de su tiempo que la cineasta es capaz de orquestar al margen de cualquier convención y lugar común, en el que lo que pudiera ser definido como un coming of age en clave crepuscular es, en realidad, el estudio de un advenimiento, el poema que se escribe desde la necesidad y no desde la razón o el intelecto. Clara sola es una película para disfrutar en la calma, recreándose en cada plano, en cada insecto, en cada sonido y cada organismo vivo; dejando que comprender a Clara y su nombre secreto sea algo irrelevante, pero manteniendo vivo el gusto por lo mágico y la esperanza de ver, en el horizonte, la silueta de la yegua blanca que ha volado.