En el terror, parece que todo está visto, o usado. Y no es que Casa ajena (Remi Weekes, 2020) haya venido para remover el panorama y ofrecer una vuelta de tuerca sobre todo lo ya mostrado, pero propone una serie de cualidades que son un soplo de aire fresco en la habitación cerrada en la que demasiadas veces se convierte el cine de género. A pesar de ello, no siempre es capaz de mantenerse firme en todas las dimensiones que, con malabares, pretende sostener en el aire, y sufre de alguna bajada que descoloca al espectador no por lo inesperado, sino por lo poco concluyente. Si algo podemos agradecerle, no obstante, es su capacidad para evocar una problemática de tipo social —aunque nos quedamos cortos con la retórica— envuelta en un agradable terror muy primario y visceral, casi old school —viéndola, me viene a la mente el primer Wes Craven por su manejo de la narración y los espacios—, que eleva la función por encima del producto fílmico medio.
Bol y Rial son dos refugiados de Sudán del Sur que, en plena huída de un pueblo devastado por las guerras, acaban en Reino Unido en busca de una vida mejor, aunque habiendo pagado el precio de perder por el camino a su hija. Allí, serán enviados a una vivienda social localizada en un barrio apartado e ingrato con los extranjeros, donde empezarán a ocurrir una serie de cosas que les llevarán a enfrentarse con sus propios demonios. Lo interesante, como decíamos, de Casa ajena, no es tanto que proponga una experiencia de casa encantada —con sus particularidades, por supuesto— como su clara vocación social. Apoyada en las magníficas interpretaciones de Ṣọpẹ Dìrísù y Wunmi Mosaku, consigue remover la conciencia del respetable al plantear ese drama humano tan desolador y desarmante, que gana enteros a cada paso que da en su evolución narrativa —y que despliega metáforas de gran potencia, como ese mal que vive tras las paredes del hogar en ciernes, o la luz como elemento catalizador de la conciencia—. Pero quizá sea debido a eso que cuesta tenerla en cuenta como una obra completa con entidad propia si la alejas de este subtexto, y baja la guardia cuando cree tener atado al público en la desgracia familiar de Bol y Rial, tan alegórica en sus formas, y pierde en cierta medida la capacidad de insuflar el impacto atemorizante que sugiere su envoltorio.
Casa ajena, al final, tiene todos los ingredientes para convertirse en una de las grandes destacadas de la temporada, aunque por el camino se pierda un poco a sí misma.
Por otro lado, no sería de justicia pasar por alto el impresionante dominio técnico que despliega, que junto a unas ideas visuales de lo más acertadas e inquietantes —incluso se permite el lujo de divagar con alguna escena brutal en sus formas que se sale del esquema visual general que plantea— componen una pareja de ases que de por sí mismos convierten el visionado de Casa ajena en algo altamente satisfactorio. La fotografía, los movimientos de cámara, los espacios como elementos vivos, la opresión escénica, son todos responsables de que no decaiga la atención durante su ajustado metraje. En lo narrativo, como comentábamos más arriba, acusa un tercer acto demasiado apresurado: la resolución, si bien satisfactoria en lo emocional, se podría haber desarrollado con menos ambigüedad, dadas las características del resto de un filme que se echa a las espaldas una capacidad evocadora muy precisa y estable.
El drama del refugiado como extranjero eterno de tercera categoría, la poca empatía de los que lo tienen todo, la lucha interna entre la gratitud y el desafío; todos conviven a la hora de elaborar la sensación final de la película, que acaba venciendo a todo lo demás que se le pueda achacar. Como hace Jordan Peele con Déjame salir (2017) o Nosotros (2019), la brújula moral acompaña a cada imagen con vehemencia, pero no en el mal sentido del que juzga, sino de ese modo expositivo y conciliador que narra sin paternalismos la historia que quiere contar. Casa ajena, al final, tiene todos los ingredientes para convertirse en una de las grandes destacadas de la temporada, aunque por el camino se pierda un poco a sí misma.