La represión y la influencia de los estamentos religiosos sobre la propia corporalidad no es algo nuevo, ni en la conversación crítica ni en las artes. Paul Verhoeven no intenta con Benedetta innovar, sino aportar un giro a lo habitual a base de oficio y sus locas ideas visuales, esas que tanto puedes amar como odiar. Declarándome dentro del primer grupo, es muy fácil entrar en el juego del cineasta, que con cada tiro de cámara flirtea cada vez más con lo hortera y lo pasado de vueltas, y se centra en ofrecer un espectáculo de pura digresión, de varias capas de transparencia que sorprende por el buen sabor de boca que deja y por lo bien cohesionado que se presenta el conjunto. Benedetta es una monja que, en la Italia del siglo XVII, una asolada por la peste negra, dice ser la esposa de Jesús y tener línea directa con él a través de visiones y demás transacciones divinas. Y además, para más inri es homosexual —y ya sabemos que las instituciones de Dios de aquellos bonitos años no estaban muy a favor de la diversidad sexual—. Y desoye con bastante frecuencia el tema del deseo carnal, algo que Verhoeven resuelve como le suele gustar a él: con bastante piel a la vista. Pero aquí hemos venido a jugar, y Benedetta es terrible y apasionadamente consciente de sí misma, algo que juega a su favor al introducir su humor negro con mesura y facilidad y jugar las cartas del sexo y la corporalidad desde la desinhibición y el descaro. La represión y la crítica a la iglesia —por favor, qué maravilla ver en su salsa a Lambert Wilson, el ínclito Merovingio de Matrix Reloaded (Lilly Wachowski, Lana Wachowski, 2003) como el principal antagonista de la obra— está presente a cada paso, cómo no, en lo tocante a la censura y el ataque constante a las libertades individuales, a la codicia, a la hipocresía y el cinismo e incluso a los falsos beatos; Benedetta es un festival de luces y fuegos artificiales que carga contra todo lo que se mueve pero respeta a un espectador que quiere pasarlo bien y ha venido a ver monjas rebeldes lesbianas y nuncios déspotas —e instrumentos de testada originalidad como la afamada imagen de la Virgen reconvertida en dildo o el Jesucristo berserker más superhero que superstar—.
Un festival de luces y fuegos artificiales que carga contra todo lo que se mueve pero respeta a un espectador que quiere pasarlo bien y ha venido a ver monjas rebeldes lesbianas y nuncios déspotas.
En los papeles principales, destaquemos por encima de todo a la pareja protagonista formada por Virginie Efira y Daphne Patakia. Su relación llena de altibajos, de una fisicidad muy exigente y referencias bíblicas constantes es la base sobre la que se construye la película, y mientras el hieratismo de una se complementa con la candidez de la otra, salen a relucir aspectos más profundos de lo que pretendía contarnos Verhoeven en segundo plano —comentemos en este punto que la pieza está basada en hechos reales sobre una novela de Judith C. Brown—: la integración de la realidad personal con la ambición íntima se desdobla en el momento en que interfiere una con la otra vista desde fuera, y es entonces cuando nace el conflicto principal. Benedetta solo percibe, o exterioriza, su homosexualidad cuando conoce a Bartolomea —así se llama el personaje de Patakia—, y en ese momento se convierte lo que parecía una vida monacal más o menos cómoda y adaptada en una espiral de crecimiento y ambición que desemboca en la aceptación total de su «yo» más profundo, puliendo todas las capas que estaban enterradas y sacando a relucir todo lo que había en su interior, ya fuera esto de naturaleza positiva —la revelación de su sexualidad como artefacto liberador— o negativa —sus deseos megalómanos y narcisistas de control extremos y necesidad de adoración—. Se podría decir que Benedetta ha tocado las teclas exactas para escandalizar y convencer, casi a partes iguales, y se ha convertido por méritos propios en una película divertida, transgresora, gamberra, desproporcionada y un poco chorra. Verhoeven en estado puro.