Las tragedias siempre tienen más de una cara. En lo cinematográfico, la representación del desastre moral y sociológico ha tenido grandes estandartes, y en lo particular, enfrentar esas catástrofes desde un punto de vista juvenil, con toda la intensidad y desmesura emocional que ello implica, se siente como un método muy competente para transmitirlas. Hablando de nuestro objeto crítico, Beast Beast (Danny Madden, 2020), resulta terriblemente sencillo entrar en su microcosmos sureño que coloca preocupaciones que han atravesado las décadas en manos de las nuevas generaciones.
La película cuenta una historia partida en tres: en cada una de ellas, seguimos a un personaje diferente que toma decisiones reprobables en algún momento de su arco argumental. Krista es una joven actriz en ciernes de carisma arrollador y alegría contagiosa, Nito un recién llegado al pueblo apasionado del skate que lidia con un hogar disfuncional, y Adam un veinteañero aspirante a youtuber que siente gran pasión por las armas de fuego. Sus tres relatos confluirán a lo largo del filme, y de esos choques nacerán las verdaderas preguntas y respuestas que plantea el director y guionista: cómo enfrentarse a la América de Donald Trump desde un punto de vista sociológico cuando se tiene toda la vida por delante.
Se mete de lleno con la problemática del control de las armas, y mientras hace pronunciar a sus personajes discursos populistas, va dejando un poso crítico que no por poco sutil tiene menos validez. La dependencia del «qué dirán», la autovalidación basada en opiniones externas, la desconexión con una realidad que no tiene demasiado interés en buscar un punto de confluencia con ellos: todo ello explorado sin vallas intelectuales que debamos saltar compone un todo estilístico que brilla con una luz deslumbrante con cada minuto consumido. La realidad de Beast Beast, naturalista desde su estilo fílmico y brillante en su diseño sonoro —ese palo que golpea la verja, ese percusión improvisada, ese skate que corre y compone—, se percibe como una gran bola de nieve que va aumentando su entidad a medida que gira sobre sí misma, hasta el punto de que es capaz de crecer en intensidad sin descuidar a ninguno de sus tres protagonistas
La realidad de Beast Beast, naturalista desde su estilo fílmico y brillante en su diseño sonoro, se percibe como una gran bola de nieve que va aumentando su entidad a medida que gira sobre sí misma.
La tragedia, como comentábamos, está descompuesta en sus partes más elementales, y es a través de un gran acto de importancia catártica —que no desvelaremos para que el espectador pueda disfrutar plenamente de esta pequeña joya cinematográfica— que se permite unirlas en una explosión unificadora. Como si de un relato corto que se abraza con otro se tratara, juega la carta de las «historias cruzadas» con gran gusto espacial: no se percibe nada forzado ni ningún juego de montaje que lleve al respetable a ningún tipo de equívoco, de trampa, sino que usa las localizaciones y el recorrido vital de Krista, Nito y Adam —todos ellos muy bien explorados y documentados— para ir escribiendo una sola partitura fragmentada en movimientos que se complementan a la perfección. Así, los tres toman decisiones de moral ambigua pero nunca terriblemente culpabilizadoras, es decir, desde fuera y en el vacío podríamos considerar que sus actos son censurables e incluso mezquinos, pero Danny Madden lo hila todo con tanta precisión que encadena el fallo de uno con el error de otro hasta complementarlos en un único y enorme evento adverso que se ve tremendamente condicionado por la influencia de la sociedad y sus taras. En este sentido, la beligerancia y el conservadurismo trumpista están representados bajo la forma de un influjo invisible que se filtra en todas las parcelas de la vida diaria, apelando a falacias universales como la de «las armas dan seguridad» o la de «donde fueres, haz lo que vieres», que corrompen y restringen el libre albedrío de modo que, en la práctica, ser dueño de los propios actos pierde incluso cierto sentido.
Beast Beast, que se beneficia de unas interpretaciones maravillosas sin excepción pero que tiene en Shirley Chen en el papel de Krista a un diamante de brillo infinito, trae de vuelta el debate sobre las nuevas tecnologías y las armas de fuego desde un prisma conmovedor que no da concesiones ni deja prisioneros. Mientras dignifica a una generación perdida —que sería como si hiciésemos un cóctel con Nación salvaje (Sam Levinson, 2018) y Lovecut (Iliana Estañol, Johanna Lietha, 2020)— y le otorga motivaciones y calamidades propias, se permite el lujo de no resultar condescendiente y mantener un espíritu crítico que no dependa de cohortes ni fechas de nacimiento. La bestia, como dicen, está lista para actuar.