Revista Cintilatio
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Lovecut (2020) | Crítica

La generación confusa
Lovecut, de Iliana Estañol, Johanna Lietha
La película austríaca se detiene en el momento en el que los jóvenes de hoy se preguntan cómo se vive en el extraño mundo que tienen a su alcance. Amor, sexualidad e identidad se dan la mano en una obra con vocación generacional.
Por David G. Miño x | 26 agosto, 2020 | Tiempo de lectura: 6 minutos

La temática adolescente siempre ha tenido algo atrayente. Gente de todas las edades se atreve con ese cine que se detiene sobre la problemática de la juventud, esperando encontrar algo que arroje luz sobre el zeitgeist actual en el mejor de los casos, y tratando de encontrar qué pieza es la que se rompió —y en qué momento— para que en la adultez las cosas se hayan complicado tanto. Si bien el enfoque mainstream es el de los amoríos de intensidad invalidante y actitudes desafiantes, que más que reflexionar perpetúan estereotipos, siempre hay lugar para las películas pequeñas, de corte cercano y personal, que centran la atención en la problemática interior real, la que realmente preocupa a los jóvenes de un siglo XXI extraño y despersonalizado. La crisis de identidad que se deriva directamente de la adolescencia parece hoy un lugar más inhóspito, encadenado a la sobreexposición, a Tinder, Instagram, a la imagen y la apariencia. Si bien no podemos considerar una novedad ese gusto por el hedonismo y la superficie, sí es posible detenerse sobre la inmediatez y la necesidad de validación externa instantánea, convirtiendo la identidad en un monstruo conectado a internet que se alimenta de likes y encuentra en la introspección su talón de Aquiles.

La austríaca Lovecut (Iliana Estañol, Johanna Lietha, 2020), programada en la presente edición del Atlàntida Film Fest, en una especie de pequeño ensayo —de esos que se detienen a pensar en un momento exacto de un continuo, congelando un instante en el tiempo— que atrapa entre sus imágenes evocadoras un arroyo de confusión adolescente, se dedica a explorar el momento de la vida en el que conviven los osos de peluche con el sexo, los pósters con la oscura noche. Usando para ello una estructura coral, seguiremos a seis adolescentes de mente confusa y problemas vitales en su búsqueda del momento en el que confluye la propia identidad con la dirección correcta. No siendo una narración particularmente conclusiva, la importancia recae en todo momento sobre el viaje y las decisiones que toman, en cómo sus actos repercuten sobre el futuro que están escribiendo. Las directoras y guionistas ofrecen un punto de vista en absoluto estereotipado que se aleja de los lugares comunes del género, y afina el tiro al entrar en la pornografía amateur, en el despertar sexual en la discapacidad, en las nuevas tecnologías como elemento definitorio de una era, en los padres desconectados de la realidad de sus hijos.

Su mayor acierto reside en su capacidad de autoconciencia, de considerarse a sí misma un estudio comportamental que enseña lo justo y se recrea en el componente emocional de una juventud a la que se le ha negado la oportunidad de explicarse con claridad. Siguiendo la estela de la magnífica serie de HBO Euphoria (Sam Levinson, 2019) y claramente inspirada en la durísima Yo, Cristina F. (Uli Edel, 1981), Lovecut tiene todos los elementos para convertirse en una obra de culto de calado generacional que, con sus poderosas interpretaciones, ayude a comprender por qué ahora el ritual estándar de cortejo depende de una pequeña pantalla y las relaciones personales no se conciben sin la presencia de brazos estirados en ademán inequívoco de captura de selfie. 

Lovecut tiene todos los elementos para convertirse en una obra de culto de calado generacional que ayude a comprender por qué ahora el ritual estándar de cortejo depende de una pequeña pantalla.

Así, en un naturalista intento de recoger la variedad, reflexiona sobre temas de tanta profundidad como la casuística que rodea al emparejamiento y la discapacidad. Demostrando una gran sensibilidad, en absoluto impostada y para nada condescendiente —no hay nada peor que un acercamiento paternalista a una problemática social de implicaciones afectivas—, abraza las inseguridades que salen a la luz en el momento de trasladar una relación virtual al plano físico, en cómo al final el sexo es un condicionante que depende más de la autopercepción —motivada por una sociedad estandarizada que únicamente representa con acierto lo que entra dentro de lo considerado normativo— que del prejuicio externo. La discapacidad, para Iliana Estañol y Johanna Lietha, es más al final un estado mental que frena la competencia de la felicidad por un miedo constante al juicio social. De un modo parecido, las mentiras y las inexactitudes, las irresponsabilidades y los miedos universales, acaban componiendo una percepción del mundo muy encerrada en el «qué dirán», abandonando a su suerte el sentimiento de bienestar individual. Pone en valor los peligros de internet y la globalización, enfocándolos desde la óptica despreocupada de los jóvenes, pero dejando un poso intelectual que ayuda a poner en contexto la línea que separa la responsabilidad que deben tener los jóvenes como individuos, y la seguridad y acceso correcto a la información que debemos darles como sociedad: con los tiempos los caminos que parecían marcados se han desdibujado, y Lovecut se atreve a mostrar las nuevas coordenadas mientras no pierde de vista las antiguas.

Los personajes —interpretados en su totalidad por actores debutantes— que pueblan la película son, al final del día, complejos seres vivos que bien podrían formar parte de nuestro círculo social, y que a través de los desafíos que van encontrando en un mundo que no entienden —y que no les entiende— parecen hallar algo de una verdad de la que nosotros, como espectadores pasivos, somos partícipes. Lo verdaderamente potente de la premisa es que, aunque está situada en el momento en el que la juventud pierde la infancia en el momento actual en el que vivimos, es perfectamente extrapolable  a todas las parcelas de la vida, adultas incluso, que requieren de un salto de fe en un lugar en el que las oportunidades no se corresponden con las inquietudes. Nunca ha sido fácil ser joven.