Revista Cintilatio
Clic para expandir

An Elephant Sitting Still (2018) | Ensayo

El tren a ninguna parte
An Elephant Sitting Still, de Hu Bo
Una obra inabarcable de profundas implicaciones sociales y éticas. Simbólica y desarmante, ofrece una experiencia cinematográfica única, un estudio fílmico que reflexiona sobre la culpa y la soledad.
Por David G. Miño x | 22 agosto, 2020 | Tiempo de lectura: 12 minutos

Decíamos que hay un elefante sentado en algún sitio, esperando a que pase algo, o no. Esperando a que el tiempo avance, inexorable, sobre las ilusiones de las personas, colocando a cada uno en su lugar. Está tranquilo, imaginamos, en actitud paciente, y la sabiduría animal —de la que, sobra decirlo, el ser humano carece— que recorre su cuerpo no es más que un recordatorio de que él puede aguantar, sin nada más que hacer que el propio acto de ver pasar las horas, porque, según sabemos, no deberíamos preocuparnos por escapar de lo que ocurre detrás, sino, como el elefante, aprender a quedarnos quietos y hacer del problema una virtud taciturna con la que alimentar los días que pasan y, si podemos, convertirlos en algo soportable.

Pocas obras se han rodado en la historia del cine que sean absolutamente inabarcables, excesivas en su trascendencia, de potencia lírica desproporcionada. Si, en un ejercicio de cinefilia, nos pusiéramos a tratar de hacer una enumeración de filmes inmortales e ilimitados en su forma, pasaríamos ineludiblemente por una miríada de lugares comunes, no por obvios menos válidos. ¿Qué lugar ocupa, entonces, An Elephant Sitting Still (2018)? Por lo inconmensurable y desmedido, por lo agónico y preciso, todo comenzaría por definir —o intentarlo— a Hu Bo, su director y guionista, y qué mejor modo de hacerlo que a través de las palabras de los que lo han conocido: «No podía aceptar el mundo y el mundo no podía aceptarlo a él. Aunque lo perdimos, sus películas estarán con nosotros para siempre. Por favor, denle la bienvenida a An Elephant Sitting Still y ámenla como yo». Quien pronuncia estas palabras es Béla Tarr, uno de esos cineastas cuya obra podríamos haber enumerado antes sin haber faltado al rigor, y que se duele ante la circunstancia de que Hu Bo se suicidó el 12 de octubre de 2017, apenas había terminado el montaje de su ópera prima que, a la postre, sería su alegato final. Mantenía el maestro húngaro con el joven realizador chino —en el momento de su temprano deceso sumaba veintinueve años— una relación de mentor-pupilo, algo que no cuesta imaginar accediendo a An Elephant Sitting Still desde cumbres universales como Sátántangó (1994) o Armonías de Werckmeister (2000).

Hu Bo compone dando valor a plano como obra independiente, jugando con formas y luces que se complementan.

Pero qué es, realmente, An Elephant Sitting Still. Con casi cuatro horas de duración, se podría tratar de un inmenso documento fílmico que estudia, bajo una premisa sencilla, lo que serán las variaciones emocionales más profundas que surgen de la angustia vital y social, de la soledad. O de una carta de amor pesimista y desencantada al vacío, del que no se puede huir y al que solo se puede aspirar a contentar. O quizá, tengamos que hablar de realismo puro, de sensaciones inefables que nos sitúan en el interregno más yermo, el que está entre lo que conocemos y lo que somos. De modo más prosaico, nos sitúa en una ciudad de apariencia post-industrial al norte de China, donde seremos testigos de la bajada a las profundidades de la mente y el espíritu de varios personajes —actores en su mayoría desconocidos, o directamente debutantes, poseedores de una naturalidad y una limpieza de método imposibles de conseguir en los grandes— cuyas vidas parecen en principio solo conectadas por la infelicidad, pero que tienen mucho más en común de lo aparente. Quiera la providencia que haya un elefante sentado, dicen, en la ciudad de Manzhouli, quieto; como la representación más desatada de las aspiraciones, el magnífico mamífero, inquilino de un circo, excita la curiosidad de esas almas perdidas, y se convierte en meta de vida, en una acción única de simbolismo puro: la de sentarse a esperar ajeno a todo.

Hu Bo usa la cámara con método y gusto exquisito, despertando la dramaturgia constante en los largos planos y los fuera de campo. A pesar de estar recogiendo una vida violenta, una sociedad enferma, mantiene unas formas perfectas, en las que la crueldad queda situada en el punto que no vemos, como ese olor a basura que dice uno de los protagonistas que entra por la ventana del bloque cochambroso en que vive con sus padres. Esa suciedad, latente en todo el metraje en una contraposición perfecta con el preciosista uso de la luz y el encuadre, define el interior de unos personajes dolientes a los que el mundo se empeña en dar de lado. La cámara, como un testigo oculto en la oscuridad, sigue a esas personas —a saber, el anciano del que su familia se quiere deshacer, la joven que mantiene un romance con el subdirector de su instituto, el pandillero que asiste al suicidio de su mejor amigo tras ser descubierto acostándose con su mujer, el joven que se mete en un enorme problema por defender a su compañero del matón del colegio— con una mezcla de afán documental y voyeurismo. Situada en el lugar exacto que convierte la acción en pura poesía, descubre nuevos modos de entender el método cinematográfico al combinar la sabiduría de los maestros con el nervio de la juventud. Hace de la repetición una virtud, consiguiendo que cuando el personaje camina, el rumbo resulte casi trivial, dando la importancia total a su movimiento, sus hombros, su pelo, la luz que cae como una cascada. Con insoportable solvencia, construye escenas con autonomía propia, con una entidad y un trasfondo individual que, como sumandos de la misma operación, acaban formando parte de un monumento fílmico.

Tsai Ming-liang, con la fundacional Rebeldes del dios Neón (1992), ya sentó las bases de lo que me gusta llamar «nuevo pesimismo chino». Hu Bo, como venimos viendo, ha recogido numerosas influencias que ha sido capaz de integrar dentro de una mirada propia de abrumadora intensidad, siendo quizá la mencionada ópera prima de Ming-liang una de esas referencias veladas que aparecen durante el metraje y se diluyen en el todo. El uso de un leitmotiv musical —una melodía que se repite con variaciones, un recurso muy característico de Rebeldes del dios Neón—, y el leve recuerdo narrativo acaban dando forma a esta reminiscencia, pero terminará tan alejada de ella en forma que se siente casi como una anécdota. 

La temática, por otro lado, de jóvenes absorbidos por el sistema, destruidos y condenados al ostracismo, sería otro asunto, aunque aquí alcance cotas mucho más universales. Hu Bo compone un mundo cruel —«un puto agujero», dirá un personaje—, que no es más benévolo con los mayores que con los jóvenes. Como línea común, el «no ha sido mi culpa, sino tuya» representa casi a la perfección el modus vivendi actual, más preocupado de no tener la culpa que de encontrar la solución, en una suerte de simulación social cruel y desencantada. Guardando incluso balas para la gentrificación descontrolada —esa amenaza a demoler el centro de estudios de clase obrera con la dolorosa pregunta de los estudiantes de «¿y qué será de nosotros?»—, el cineasta condena la sociedad del bienestar basada en estamentos de clase al prescindir por completo de la figura del héroe y colocar la responsabilidad final de la estulticia individual sobre los hombros de un sistema de vida corrupto e injusto. Así, desde el pandillero de curiosa ideología —interpretado por Zhang Yu—, hasta la estudiante que, en su afán de encontrar una vida mejor, colisionó de frente contra un mundo adulto que solo quiere su juventud para usarla y tirarla, pasando por el joven y el anciano de destino extrañamente ligado, el director monta una muestra, un grupo de inadaptados erráticos sin fe, atrapados en la jaula de la sociedad como monstruo. 

Esa suciedad, latente en todo el metraje en una contraposición perfecta con el preciosista uso de la luz y el encuadre, define el interior de unos personajes dolientes a los que el mundo se empeña en dar de lado.

A pesar de lo imponente de sus doscientos treinta y cuatro minutos —sus productores, Wang Xiaoshuai y Liu Xuan intentaron con particular agresividad reducir el metraje a la mitad, motivando intensas disputas que culminarían con el suicidio de Hu Bo—, posee una capacidad narrativa de tal envergadura, que resulta hipnotizante en cada necesario minuto. Desarrolla con ojo preciso las historias de los cuatro personajes principales, con sus subtramas y sus círculos propios, usando para ello un montaje sobrio pero exacto, que jerarquiza la historia hasta hacerla dueña de sí misma, dando al espectador razones constantes para no apartar la mirada en ningún momento. Como decíamos, el uso de los colores apagados, desaturados, y la reducida profundidad de campo —la cantidad de imagen que se mantiene enfocada a la vez—, junto con el pulso narrativo de un contador de historias de raza —la película está basada en una novela escrita por el mismo Hu Bo— le dan al filme un aire constante de autoría, de sello propio, de estar asistiendo a la creación y destrucción de una estrella, todo a la vez.

Si tuviéramos que elegir, de entre la desmesurada cantidad de profundas reflexiones que plantea, un hilo conductor, sería el que propone el personaje del joven —Peng Yu-chang— que, traicionado y abandonado, busca llegar a Manzhouli y ver, por fin, al elefante que espera, como si ese mismo acto le llenara a él de esa misma paz —por ajena— redentora. Quizá de entre todo el plantel —junto con el anciano, interpretado por Li Congxi— sea el que más simpatía automática despierte, razón por la que sus actos son los nuestros, los de todo el mundo; queriendo llegar a la paz, dejando atrás el mundo loco y el sentimiento de culpa constante —todos los personajes se enfrentan a la culpabilidad perpetua, cada uno con razones propias que enlazan directamente con la destrucción del ser humano como animal compasivo, en otra muestra más de unión universal entre todos ellos— en lo que se antoja como una carrera de relevos entre él y el viejo —usando como testigo un taco de billar que es mucho más que eso—.

De interpretaciones que rozan la perfección por lo naturales y desarmantes, An Elephant Sitting Still destaca en todos los aspectos técnicos y artísticos.

Imponente en sus formas, gasta minutos también en la infelicidad generacional, esto es, la brecha que se abre entre padres e hijos, entre profesores y alumnos: coloca al espectador en la tesitura de la «no empatía directa», al sembrar la duda del bien y el mal. La desgraciada joven —encarnada por Wang Yu-wen—, usada por el subdirector —no director, nótese como una alusión crítica a la China centralizada— del instituto que ve en ella a una bella muchacha con la que escapar de su rutina marital desquiciada y despreciar todo lo que la juventud representa, e ignorada por una madre anulada y egoísta, despierta genuinos sentimientos de compasión en el público; y la propia progenitora, infeliz hasta la náusea, criando —o intentando criar— a una hija de padre ausente, viviendo en un cuchitril destartalado y atrapada en lo que la sociedad tiene reservado para ella no queda atrás en el ejercicio de la lástima: al final, con ojos temerosos pero desprejuiciados, el director mira sin parpadear al desarrollo de las relaciones como un observador externo que simplemente atestigua. La separación que existe entre todos los elementos de la sociedad —físicos, la edad; y sociales, la clase— no son más que un subterfugio para la impasibilidad y la maldad, que acaba justificando su implacable crueldad bajo la premisa del narcisismo extremo.

An Elephant Sitting Still es una película inmensa, inabarcable, de terribles implicaciones sociales y  éticas que dejan un poso instantáneo, cuyo visionado viene acompañado de la sensación constante de estar asistiendo a algo único e irrepetible.

Decíamos, al comienzo, que hay un elefante sentado en algún sitio. El cineasta usa la figura impertérrita del paquidermo como un símbolo inalcanzable, el de la quietud ante el caos. Con particular gusto por las cualidades extraíbles del reino animal, se apoya también en la figura de un perro fugado —en otro acto sin resolver pero de fuerte carga dramática— que deambula por el barrio como un peligroso fantasma, incapaz de simplemente esperar a ser encontrado. Enfrentando así dos características estereotipadas —el animal errante vs. el sedentario—, introduce en el imaginario del filme un elemento perturbador más, como si con el simple caminar uno se pudiera encontrar con la amenaza, pero esperando impasible el riesgo, simplemente, dejara de importar. Todo esto ocurre en planos cerrados y fuera de foco, que casi obligan al espectador a entrecerrar los ojos como cuando recibes el impacto de la luz de la mañana, buscando a ese perro, o a ese elefante, como si no hubiera más en el mundo que la huida o la permanencia resignada. Nunca una imagen que no se ve tuvo tanta fuerza, pues a pesar de ser un elemento esquivo y puramente mental, el elefante permanece en nuestra mente durante el largo metraje, produciéndonos el mismo impacto que a ellos, el de ser una aspiración prácticamente divina, alejada del mundanal ruido que atormenta y reduce. Hu Bo consigue impregnar cada elemento de su obra de simbolismo, de fuerza, de profundo sentido estético a pesar del realismo.

An Elephant Sitting Still es una película inmensa, inabarcable, de terribles implicaciones sociales y  éticas que dejan un poso instantáneo, cuyo visionado viene acompañado de la sensación constante de estar asistiendo a algo único e irrepetible. Deja una última escena de belleza subyugante, posiblemente una de las más humildes y apoteósicas del cine reciente, capaz de elevar, si no lo era ya llegados a este punto, al filme de Hu Bo a la categoría de obra maestra absoluta. El perro seguirá suelto, la niebla seguirá bajando, los trenes harán vibrar los railes y la tierra, las personas se enfrentarán al pasado y al futuro, a ellas mismas, a la vida que aplasta. El elefante, por supuesto, seguirá sentado. Esperando.