Agnès Varda
Una huella imborrable

El arte en lo insinuado, en la mirada reflejada en un cristal roto o la mano que acaricia el aire para alcanzar los coches en la carretera. Ínfimos detalles que ante la cámara de Agnès Varda se convierten en piezas cinematográficas de inestimable valor.

Si el movimiento de la nouvelle vague tenía como alegato y pilar esencial el reivindicar el cine más artesanal y alejado de lo comercial, el séptimo arte en su esencia más pura, la cineasta francesa fue una de las exponentes que llevaron a la pantalla dicha aspiración. Una de las representaciones más brillantes y completas de esto es el filme Cleo de 5 a 7 (1962) donde se utiliza el recurso de adecuación de tiempo fílmico teniendo la misma duración la trama respecto a la película. En esa hora y media de metraje, la audiencia acompaña a la protagonista Cleo (Corinne Marchand) la cual se cuestiona temas tan transcendentales y filosóficos como el amor o el sentido de la vida. No obstante, esto no se representa con un halo romántico o de nostalgia sino desde la perspectiva más angustiosa de una mujer que ve pasar su vida por delante de sus ojos, planteándose así si realmente es quien ella quiere ser. Algo que se ve reflejado a través de su voz en una interpretación magistral donde la protagonista canta desde el corazón la canción Sans toi, transmitiendo en cada nota y mirada todo el miedo que siente. Miedo y angustia que, siguiendo los fundamentos del movimiento francés, se representa de forma brillante en un plano simbólico —entre otros—, donde la protagonista observa su reflejo en un espejo roto; la vida rota en pedazos, la identidad incompleta en una sola imagen. Además en este filme, la cineasta francesa lleva a cabo un hermoso homenaje al cine más genuino añadiendo una secuencia muda, el cortometraje Les Fiancés du pont Mac Donald rodado en 1961 donde aparecían Jean-Luc Godard junto a una de las actrices más icónicas del cine de la nouvelle vague y favoritas del cineasta, Anna Karina.

En su ópera prima La pointe courte (1955) la joven cineasta sentó las bases para su carrera cinematográfica dentro del movimiento de la nouvelle vague, con el montaje del filme además llevado a cabo por otra de las figuras icónicas del cine francés: Alain Resnais. Uno de los principales aspectos que la hacen una obra inconfundible de la directora es la hibridación entre documental y ficción, con la cámara que observa las rutinas y movimientos dentro del pueblo, junto con la historia de matrimonio que se incluye posteriormente, también además rodeada de un halo de nostalgia y simbolismo muy característicos de su cinematografía: «Al comenzar una película a veces la vida se impone». En La felicidad (1965) también se puede observar una hibridación entre documental y ficción, un cruce entre la vida real y lo que ocurre ante la cámara, presentando la historia de una familia aparentemente feliz, familia ordinaria que la cineasta encontró en uno de sus paseos y consiguió convertir en protagonistas del filme dándole una estética mucho más realista. En esta película además, Varda vuelve a demostrar su habilidad a la hora de aprovechar la técnica y recurre al uso del color para enriquecer la estética e historia, así como recurre al impresionismo característico de la época para terminar de darle una pincelada artística a la obra.

Junto a sus joyas de ficción, Agnès Varda destaca por su habilidad a la hora de hacer documentales. Una de sus obras más relevantes es Los espigadores y la espigadora (2000) donde explora por primera vez el mundo digital, obteniendo un resultado brillante. Como una espigadora, Varda dedica el filme a recoger fragmentos de la vida y esbozar así un retrato etnográfico hermoso y peculiar. Lo simbólico, característico de su cinematografía, se revela en el documental de forma brillante a través de un plano en el que la audiencia puede observa la mano de la cineasta intentando atrapar los coches de la carretera, como la persona que intenta atrapar el tiempo y se le escurre entre los dedos por su carácter inexorable, lo cual lo hace tan hermoso como lo es el recorrido que Agnès hace por Francia y las personas que conoce en el camino. Dos años más adelante, la cineasta vuelve a retomar esta obra y estrena Los espigadores y la espigadora… dos años después (2002) como una continuación de aquel trabajo etnográfico, para grabar el paso del tiempo a través de esas mismas personas y lugares que ya filmara antes. 

Si el movimiento de la nouvelle vague tenía como alegato y pilar esencial el reivindicar el cine más artesanal y alejado de lo comercial, la cineasta francesa fue una de las exponentes que llevaron a la pantalla dicha aspiración.

Otro de las películas de no ficción que estrenó más recientemente fue Caras y lugares (2017). En ella, Agnès Varda hace un viaje con el artista callejero JR, fotografiando los rostros de las personas que van conociendo de forma azarosa por el camino. A través de la puesta en abismo de la imagen y la fotografía dentro del cine, se representan las historias personales narradas por las propias personas protagonistas de las fotografías, dando como resultado un proyecto artístico instalado dentro de otro: «El objetivo es el poder de la imaginación». Un recorrido ágil, hermoso e íntimo donde la propia cineasta conversa con el fotógrafo y da a conocer a su vez ciertos fragmentos de su vida personal e incluso abre la ventana al movimiento de la nouvelle vague poniendo en valor a su compañero y amigo Jean-Luc Godard. Como broche final, además de toda la perspectiva de género transversal que la cineasta aplica siempre en sus obras, añade un fragmento donde da voz y reconoce el valor de las mujeres, fotografiándolas para así otorgarles el lugar que se merecen: «Un rostro es algo bello, pero a mí me gustan las mujeres de pie». Así, la cineasta feminista Agnès Varda, siempre luchó durante su cinematografía por los derechos de las mujeres, tal y como se reflejó de forma evidente en el filme Una canta, la otra no (1977) donde aborda un tema tan controvertido en la época como era el derecho a abortar. En la posterior Sin techo ni ley (1985) la historia se vuelve más individual y pone el foco en la figura de una mujer rebelde como ella la denomina, y su viaje en solitario. Además, su conciencia social por los derechos de los colectivos más vulnerables fue también llevada a cabo a través de la elaboración del mediometraje documental Black Panthers (1968) alrededor de las protestas y movimientos surgidos tras el arresto de Huey Newton.

Como despedida antes de su fallecimiento, la gran cineasta no podía irse de otra forma sino presentando su último documental Varda por Agnès (2019), donde culminó de forma sobresaliente su carrera cinematográfica y desarrolló las tres claves que para ella conforman el cine: «Inspiración, creación y compartir». En este caso comparte todos sus conocimientos y recorrido por su cinematografía para mostrar todos los entresijos de sus creaciones, sin ostentación o prepotencia sino desde la más humilde y cercana visión. En definitiva, la longeva y magistral cineasta francesa, a través de su larga filmografía, construyó los rasgos inconfundibles que la caracterizan y diferencian de sus contemporáneos de la nouvelle vague. Y digo contemporáneos porque la mayoría de cineastas que destacaron en dicha época fueron hombres como Jean-Luc Godard o François Truffaut, o incluso su propio marido Jacques Demy, del cual hizo un hermoso documental para dejar huella sobre su vida y trayectoria, L’univers de Jacques Demy (1995). Entre todos ellos la gran Agnès Varda, feminista que llevó su pensamiento y lucha por los derechos de la mujer a la pantalla, consiguió así atravesar el techo de cristal y volar hasta lo más alto, alzando su voz contando historias de mujeres y con perspectiva de género a través del uso más preciso y artístico de la cinematografía.

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