Revista Cintilatio
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The Brutalist (2024) | Crítica

Una película brutalista (y no en el buen sentido)
The Brutalist, de Brady Corbet
Como si fuera un edificio brutalista, la película de Brady Corbet es una proeza técnica y estética a la que sin embargo parece faltarle corazón.
Por Roberto H. Roquer | 8 febrero, 2025 | Tiempo de lectura: 14 minutos

Al igual que la inmensa parte de la gente, he de admitir que siento una profunda repulsión hacia el estilo arquitectónico brutalista. A diferencia de la inmensa mayoría de la gente, y debido posiblemente al hecho de haber dedicado tantos años de mi vida a estudiar (y enseñar) la historia del Arte, este desagrado no se debe a que lo considere feo (que a fin de cuentas es algo subjetivo) sino a un rechazo a la filosofía que hay detrás de él. Todo estilo arquitectónico responde a una filosofía, a una concepción del rol del arte en el mundo. El arte griego buscaba llegar a través de la arquitectura a la perfección matemática; el Gótico recurría a edificios altos con grandes vidrieras como metáfora del alma humana, que como la luz era intangible; mientras que el Neoclasicismo se basaba en la razón y la lógica como criterios absolutos para crear una arquitectura que engrandeciera el intelecto humano; y el Modernismo, en su lugar, buscaba explorar el subconsciente para crear una arquitectura que fuera una prolongación de la mente y la psique humana. Incluso fuera del mundo occidental, la arquitectura de las mezquitas, por ejemplo, sigue la plantilla de la casa árabe tradicional para ser una casa simbólica para la comunidad musulmana. Habrá usted notado que todos estos estilos tienen algo en común: buscan adaptarse al ser humano. Evidentemente, cada uno ve al ser humano de una forma diferente, pero todos ellos son antropocéntricos, todos buscan servir a la naturaleza humana y están condicionados por ella.

El Brutalismo rompió eso (y quien dice Brutalismo dice todas las grandes corrientes de la nueva arquitectura del siglo XX, como puede ser el Racionalismo de Le Corbusier o el Bauhaus, aunque este último tiene alguna idea interesante sobre adaptar los edificios a la naturaleza). Este estilo entendía los edificios como máquinas, diseñados para ser eficientes y cumplir su función de una manera mecánica, industrializada y en la que el ser humano solo era un engranaje más. De la misma forma que un motor es una máquina que tiene una sola función: mover un vehículo. Una casa era para los arquitectos brutalistas una máquina con una función: vivir en su interior, y por lo tanto se diseñaba siguiendo la lógica de una fábrica o un motor, pero que se negaba a ver al ser humano como algo diferente a una pieza más de un gran mecanismo. En otras palabras, era esta la primera vez en la que era el ser humano quien se tenía que adaptar a una arquitectura y no al revés. Los edificios brutalistas ya no se hacían a la medida del ser humano, sino que buscaban hacer al ser humano pequeño, insignificante, recordarle que no tenía más valor que una columna o una cristalera. En su lugar, estos edificios terminaron siendo templos erigidos en honor del ego de sus arquitectos, pero tan divorciados de la naturaleza humana que, una vez que pasó la sorpresa inicial, este estilo no solo pasó de moda en unas décadas, sino que envejeció bastante mal (para quien diga que eso es normal con cualquier tipo de arquitectura, todavía estoy esperando a que la Sagrada Familia de Gaudí o Santa María del Fiore pasen de moda). Curiosamente, si se observa con atención la cinta que hoy nos ocupa, es imposible no ver ciertos paralelismos entre ella y el estilo arquitectónico de su protagonista, haciendo por lo tanto de The Brutalist (Brady Corbet, 2024) la versión cinematográfica de lo que sería una película de estilo brutalista.

A nivel visual y estético estamos ante una obra maestra.

La película nos cuenta la historia de Lazslo Toth, un visionario y vanguardista arquitecto superviviente del holocausto que llega a EE. UU. escapando de las dificultades de la Europa de posguerra. Pese a su talento, ha de enfrentarse a las dificultades de vivir en un nuevo país así como al racismo y la xenofobia. Sin embargo, su suerte cambia cuando conoce a Harrison Van Buren, un excéntrico millonario que, fascinado por su talento, decide encargarle la construcción de un gran auditorio. Lazslo se obsesionará con este proyecto incluso si ello implica sacrificar su vida personal, a su familia y a sí mismo.

Una de las grandes características del Brutalismo, por ejemplo, es su monumentalidad. Ahí donde se vea un edificio brutalista, se está viendo un edificio de unos tamaños absolutamente colosales. Y los edificios grandes no son algo nuevo, existen casi desde el inicio de la civilización. La diferencia es que mientras aquellos buscaban con su tamaño ensalzar al humano, hacer que se sintiera tan grande como el edificio que tenía en frente (ejemplo perfecto de esto es la basílica de San Pedro del Vaticano diseñada para abrazar a los fieles) el Brutalismo quiere que el ser humano se sienta pequeño, insignificante en comparación con el edificio. Algo no muy diferente ocurre con esta película. Asistimos a una obra de dimensiones épicas. Casi cuatro horas de duración, un reparto lleno de estrellas que ofrecen interpretaciones mayúsculas, unos valores de producción impecables casi impensables en una cinta de presupuesto tan reducido, etcétera, sin embargo, toda esta grandiosidad se siente por momentos impostada, ensimismada en su obsesión por hacer una obra de dimensiones épicas en cada uno de los aspectos pero sin nada que la justifique o que haga algo interesante con ella. En nuestra reseña de El conde de Montecristo (Matthieu Delaporte, Alexandre de La Patellière, 2024) hablábamos también de una película de dimensiones épicas, pero porque nos contaba una de las grandes historias de la literatura, un drama de venganza que transcurría a lo largo de varias décadas e involucraba a decenas de personajes. The Brutalist son casi cuatro horas de una historia intimista y de estudio de personaje. No es que sea en ningún caso aburrida (de hecho los más de doscientos minutos de la película se pasan de forma bastante amena) sino que su dimensión nunca se siente justificada por una historia con quizá demasiados meandros y rellenos solo porque quiere ser innecesariamente larga. La desconexión entre lo personal de la historia y lo pretendidamente épico de todo lo que la rodea es una contradicción que nunca termina de funcionar y hace que, si bien es competente en ambos territorios, se quede en tierra de nadie.

Una formidable colección de momentos que, cuando se ponen juntos, forman un todo bastante discreto.

El tono épico de la película en ocasiones sustrae más de lo que aporta.

Otro aspecto tradicionalmente problemático del Brutalismo es su virtuosismo técnico vacío. No es infrecuente encontrarse con edificios brutalistas de estética enormemente vanguardista que resulta sorprendente y casi fascinante a primera vista solo para palidecer cuando uno se pregunta: ¿por qué? Los arbotantes de una catedral gótica son visualmente imponentes, pero existen para repartir las cargas, al igual que las gárgolas también tienen la labor de sacar el agua acumulada de los tejados. Esa es quizá la gran belleza de la arquitectura como forma de arte: su capacidad de unir lo estético con lo funcional. ¿Cuál es el motivo, por ejemplo, de las estructuras cúbicas del Habitat 67 de Safdie además del ego del propio arquitecto? No es que la creatividad por sí misma sea algo negativo, sino que llega un momento en que si dicha creatividad no tiene nada sobre lo que sostenerse se derrumba. Algo así ocurre con la película que hoy nos ocupa. Desde un punto de vista visual es, seguramente, la mejor película del año. La escena inicial, en la que Lazslo llega a EE. UU. y ve la estatua de la libertad es de un virtuosismo cinematográfico que la hace merecedora de ser estudiada en todas las escuelas de cine del mundo. Lo mismo ocurre con casi todas las secuencias de la película. Si se mira The Brutalist escena a escena, podría pensarse que estamos ante una de las mejores películas de la historia. El problema es cuando se ponen todas esas escenas juntas y vemos que en realidad estamos ante una colección de momentos brillantes pero con poco tejido conectivo entre ellos. De la misma forma en que Lazslo en un momento de la película se queja de que los mecenas del proyecto quieren mezclar cuatro edificios diferentes en uno en lugar de construir un todo coherente, The Brutalist es una formidable colección de momentos que, cuando se ponen juntos, forman un todo bastante discreto.

No es que estemos ante un caso de estilo sobre sustancia como en el caso de, por ejemplo, Saltburn (Emerald Fennell, 2023). Haber, lo que se dice haber, hay sustancia. Más bien hablamos de una sustancia que va por un lado mientras el estilo va por otro. O, si se quiere, de una sustancia que está ahí para engrandecer el estilo en lugar de lo contrario. Si me preguntan cuál es el mejor ejemplo de estilo vs. sustancia en una película, seguramente me iría a Heat (Michael Mann, 1995), Drive (Nicolas Winding Refn, 2011) o cualquier obra de Paul Thomas Anderson. El estilo es genial cuando ayuda a contar la historia, cuando está justificado por la sustancia, sin embargo, cuando se invierten los roles y el contenido está ahí meramente para apuntalar la forma, es cuando surgen los problemas estructurales. Corbet demuestra ser un director de un talento inmenso, con una visión brillante y sin duda una gran capacidad, el problema está en lo que hace con ese talento. Al final, su dirección se siente como un raudal de creatividad por momentos descontrolada pero siempre sugerente con la que, lamentablemente, nunca llega a saber muy bien qué hacer. Pero es un director joven, hará grandes películas. Esta por desgracia no es una de ellas, en parte por su empeño en hacer de esta cinta una obra de cine de autor más que una película completa.

En su aspecto dramático, la película no siempre funciona.

Eso nos lleva a otra característica muy típica del Brutalismo: su carácter minimalista y deslavazado. Cuando el arquitecto brutalista hace un edificio, pone en el todos los elementos propios de dicho edificio. Si, por ejemplo, está haciendo una iglesia, pondrá vidrieras, pero esas vidrieras se limitarán a ser unos vanos con cristales de colores que permitan pasar la luz, algo muy lejano a lo que la mayoría de iglesias nos tienen acostumbrados. Si, por su parte, está diseñando un museo o un edificio público, tendrá que poner una serie de elementos sustentantes y estructurales (columnas, cañerías, vigas de hormigón, etc.) sin embargo, en lugar de tratar de ocultarlos o encajarlos estéticamente con el conjunto, los dejará vistos, cumpliendo su función sin más. Eso mismo también nos lo encontramos en la película. El director hace cosas maravillosas detrás de la cámara, jugando con la narrativa visual de una forma enormemente creativa. Adrien Brody ofrece una interpretación excelente (como no podía ser de otra manera), la fotografía es brillante… individualmente todos los elementos funcionan, pero al final son simplemente eso. Un actor con ganas de obtener un Óscar, un director que quiere demostrar lo visionario que es, un director de fotografía que usa celuloide y el formato VistaVisión para lograr un look diferente… una película hecha por muchos profesionales que querían ser el centro de atención, dar el do de pecho, y que termina siendo un conjunto de highlights, una suma de elementos que no siempre dialogan entre sí.

Pero las carencias de este minimalismo narrativo están principalmente en todo lo demás, en todos los que no son aquellos que ven en The Brutalist un vehículo para su ego. Por ejemplo, si bien Lazslo está escrito de una forma llena de matices y bastante profunda, los personajes secundarios están simplificados en exceso, casi como si existieran únicamente para que la historia de Lazslo pueda avanzar, sin que nunca se les dé mayor profundidad que la imprescindible para justificar su interacción con el protagonista, casi como NPCs de un videojuego. Harrison, el antagonista del filme, interpretado por Guy Pearce, se lleva sin duda la peor parte. Si bien el actor australiano ofrece una gran interpretación que básicamente salva al personaje, la película nunca nos dice realmente quién es este personaje. Cuando la historia necesita que sea un hombre malvado y perverso, lo es. Cuando la historia necesita que sea un ricachón excéntrico, lo es, y cuando la historia necesita que sea un visionario carismático, también lo es. Nunca se abordan cosas como sus motivaciones, su transformación a lo largo de la película o sus contradicciones. Nunca se le da más profundidad que a la de una caricatura. Lo mismo puede decirse de el resto del reparto, desde la mujer de Lazslo hasta el amigo que hace en sus primeros años en EE. UU. Su existencia se reduce a lo que pueden aportar al protagonista, más allá de eso no existen y en consecuencia nunca llegamos a saber quiénes son realmente. De la misma forma que en un edificio una columna solo tiene una función, la de sujetar un techo, pero se le despoja de todo valor estético o toda función ajena a su rol estructural, la mayoría de personajes de The Brutalist son columnas de hormigón visto, destinadas a sustentar la actuación de Adrian Brody pero sin aportar nada más.

La interpretación de Brody es uno de los platos fuertes de la película.

Finalmente, la última gran característica del Brutalismo es su capacidad para hacer edificios de forma rápida y barata (de ahí su éxito en lugares como la Unión Soviética). El uso de materiales fácilmente producibles en masa y los diseños minimalistas hacen que su construcción requiera de gastos y tiempos relativamente pequeños en contraposición a otros edificios. The Brutalist ha protagonizado una polémica que, de no ser por la coincidencia de ser estrenada en el mismo año que la madre de todos los desastres de relaciones públicas, Emilia Pérez (Jacques Audiard, 2024), hubiera sido la gran controversia cinematográfica. Al parecer, se usaron programas de Inteligencia Artificial para modificar el acento del actor protagonista y para crear algunos de los edificios que se ven en la película. Si bien en el primer caso es comprensible el enfado del público ya que se usa IA para modificar una actuación; en el segundo, y esto es algo más controvertido, no creo que estemos ante un motivo para criticar a la película. Sí es cierto que el uso de IA para agilizar la creación de efectos digitales es algo que tiene el potencial de abaratar el proceso de posproducción de una película a costa de dejar a muchos artistas de VFX en la calle, pero no de una forma distinta a como el propio CGI dejó en la calle a muchos artistas de stop-motion, las cámaras digitales llevaron al cierre a casi todos los laboratorios de procesamiento de película o los softwares de edición acabaron con gran parte de los etalonadores. El uso de una nueva tecnología que permita hacer películas de forma más barata y rápida puede ser malas noticias para determinados profesionales, pero no es algo a lo que la industria del cine (en particular películas como esta, con presupuestos ajustados y financiadas de forma independiente) pueda ni deba ignorar. La IA, demonizada hoy en día, es un avance tecnológico, ni más ni menos, y es tan moral usarla en el proceso de posproducción de una película como es el uso de robots en lugar de humanos en la fabricación de coches.

Una de las críticas más comunes a los edificios brutalistas es que son construcciones visualmente imponentes y técnicamente brillantes, pero demasiado frías, carentes de corazón. Lamentablemente, eso mismo puede decirse de esta película. The Brutalist es una obra brillante en lo estético, colosal en sus proporciones, e impecable en lo técnico. Y sin embargo, cuando los títulos de crédito aparecen en pantalla es imposible sacudirse la sensación de que es una película a la que le falta algo. De que Lazslo es un personaje muy bien interpretado con el que nunca conectamos del todo, de que la historia de más de tres horas que se nos cuenta podría haber dicho más de lo que acaba diciendo. De que todas esas emociones que uno debería sentir en el pecho al terminar de ver un gran drama épico como este simplemente no están. Tiene gracia porque solo unos días antes de ver esta película pude disfrutar por primera vez de El apartamento (Billy Wilder, 1960) (sí lo sé, una vergüenza que, a mis 33 añazos y después de toda una vida presumiendo de cinéfilo, hubiera esperado tanto a verla, pero así es la vida) una película extremadamente sencilla pero a la vez totalmente perfecta y llena de magia y corazón que curiosamente choca conceptualmente con lo que The Brutalist es, una cinta extremadamente ambiciosa y loable en ciertos aspectos, pero imperfecta y fría. Quizá porque Billy Wilder hacía cine que, como la arquitectura tradicional, buscaba adaptarse a lo que el ser humano es, en lugar de lo contrario.