El amor es algo inabarcable en muchos aspectos. Uno quiere pero sin saber con exactitud si lo querrán igual, y es en ello donde reside lo desconocido y, muchas veces, desesperanzador. Aunque el amor también es oportunidad. Consta en tantísimas ocasiones que el ser humano se ha extendido más allá de sus límites por desear al otro. Se han otorgado imperios, cruzado mares a nado y escrito las más bellas palabras por el gesto de la enamorada, de la persona que sin pensarlo sabe que el amor eterno existe en los rincones donde fue. Ya sea aquí o en Japón, piensa Baltasar Kormákur, autor islandés que en su nuevo título, Touch, explora con sutileza los límites de este constructo primario emocional, del alcance que tienen dos brazos por tomar en las manos lo que ansía y de lo difícil —en tal caso de no cogerlo— que es imaginarse solo, parafraseando al bueno de Alberto Pérez Conejero en su La geometría del trigo.
Touch (2024) sigue la historia paralela del presente y el pasado de Kristófer, un señor islandés que en su juventud viajó a Londres a estudiar ciencias políticas. Mientras los flashbacks de su ayer regresan a él, en su hoy dicho hombre se embarca en un viaje a Inglaterra en busca de lo que, poco a poco, vamos descubriendo que es una mujer japonesa —Miko— que aparece en sus sueños. De esta forma, y con el telón de fondo del COVID, Kristófer va a recorrer medio mundo en el sondeo de su anhelado recuerdo, haciendo caso omiso a las indicaciones sanitarias y a la preocupación de su hija, quien le espera en Islandia. Como si un enviado de Cupido fuese, como decíamos antes, alguien puede romper con todo si es la pasión por otro lo que le mueve.
Vemos así que la sinopsis que ocupa el nuevo título de Kormákur no tiene mucho que ver con algunos de sus anteriores largometrajes como Everest (Baltasar Kormákur, 2015) o La bestia (Baltasar Kormákur, 2022). Especializado quizás en un cine más de acción, el autor islandés ahora hace un salto cualitativo hacia otro género más usado en la escuela de cine islandesa actual —con dramas sociales e individuales intimistas— pero de carácter internacional. Una producción llevada a cabo por multitud de naciones entre las que encontramos como es ya sabida a Islandia, pero también a Francia, Italia o Luxemburgo. Comprensible al mirar que este título se ha rodado en varios países por todo el mundo, lo que supone un gasto de producción enorme que de no ser por el apoyo de diferentes estamentos internacionales no hubiera sido posible.
Una película que llega para aliviar, para posar una mano fría en una espalda quemada por el sol que es el imaginarse solo.

Pero bueno, no nos enrollemos de más con aspectos burocráticos y vamos a analizar lo verdaderamente importante de Touch, que es sin lugar a dudas la sensibilidad que rezuma su forma. Si en estos últimos tiempos estamos acostumbrados a ver historias de amor joven de imposibilidad —como es el caso de Vidas pasadas (Celine Song, 2023)—, en este título no encontramos en sí un amor aún con tiempo, sino más bien uno que termina por los impedimentos de la edad y del paso de la misma. Ya en títulos como Amor (2012) de Haneke pudimos descifrar que llegados a ciertos años, los individuos no buscan más que despojarse de todos los prejuicios y dar con lo que parece ser que es la fraternidad verdadera, o al menos la desposeída. Del mismo modo, Baltasar construye sus personajes interpretados por un elenco actoral de ejecución sublime, que hacen efecto colmena e impresionan haciendo que las partes del tiempo sean una en sí. La juventud y la vejez en este título no se juzgan, sino que se abrazan y hace aún más conmovedor la historia particular que trata, en la que parece que todas las complejidades que otorgan los obstáculos de la vida, se esfuman cuando uno tiene los años suficientes para entender que el cariño y el cuidado son más sencillos que todo eso.
Aun así, es muy complejo en el juego del pasado y el presente el realizar un título lineal que no pierda al espectador, y este es en gran parte otro de los aciertos de dicho proyecto, que es el montaje. Vimos ya en Aftersun (Charlotte Wells, 2022) cómo la historia conmovedora de padre e hija viajaba desde el pasado hasta el presente de la propia directora, recabando quizás más en las imágenes antiguas que las actuales. En este caso, el salto de fe de Kormákur reside en el riesgo de estar intercalando, en la totalidad de dos horas, ambas líneas del tiempo. Una trenza que podría perder a cualquiera pero que en efecto no lo hace. Un acierto unido a la fotografía que hace fe al propio título de la película: el contacto. Es preciosista cómo trata la luz del sol el tacto entre dos manos que se frotan en un vagón de tren. Cómo se acaricia la espalda desnuda de la persona amada entre sábanas. O cómo, dependiendo del color y los filtros, la cámara puede otorgar al pasado esa tonalidad añil de nostalgia y de morriña ante lo colectivo, y puede enfriar el aislamiento del presente sin nadie cerca —o a tres metros de distancia por seguridad sanitaria—.
El caso es que, como su propio nombre indica, el tocar es la raíz primordial de la vida. Uno se imagina muy solo —mucho— si no tiene alrededor de sus manos, unas manos que digan «estoy aquí». Y duele más aún si esas manos que antes estaban ahí, ahora lavan otros platos y tocan otras puertas lejanas, a kilómetros. Muchas veces he pensado que no es tan solo la longitud física, sino que la herida de la distancia también abarca el recuerdo, la memoria. A uno le quitan algo y entonces empieza a verlo por todas partes. Empieza a sentirlo y echarlo de menos de la manera que cuando lo tiene, no es así —o al menos no con la misma intensidad—. Touch entonces llega para aliviar, para posar una mano fría en una espalda quemada por el sol que es el imaginarse solo, o al menos —y me doy las directrices para hablar en primera persona— el imaginarme sin ti.
