Películas LGTBQ+ que deberías ver
Diferentes géneros del celuloide para distintas identidades
Una lista de no tan famosas obras en que cada letra del acrónimo LGTBQ+ encuentra representación. Hemos buscado variedad de contextos históricos, sociedades, edades y géneros del celuloide que narran estos viejos, nuevos e incluso locos relatos.
Aplaudimos el éxito de Call Me by Your Name (Luca Guadagnino, 2017), Retrato de una mujer en llamas (Céline Sciamma, 2019), Weekend (Andrew Haigh, 2011) o La vida de Adèle (Abdellatif Kechiche, 2013), y a nivel nacional, de Carmen y Lola (Arantxa Etxevarría, 2018). Pero hay más aproximaciones a la diversidad sexual, igualmente conmovedoras o excitantes, incluso de intencionalidad didáctica y siempre concienciadora. Y aprovechemos para desear un pronto regreso de las muestras de cine LGTBQ+, como la madrileña LesGaiCineMad, la zaragozana Zinentiendo, o la pucelana CinHomo. A película por letra del colectivo:
Lésbico: La doncella (The Handmaiden) (Park Chan-wook, 2016)
Mandan a una criada a casa de una rica heredera japonesa con la misión de celestinearle con un farsante que planea arrebatarle la dote y meterla en un sanatorio. Pero la infiltrada se enamora perdidamente de su señora. Un logro del progreso en el cine de diversidades sexuales es que, por fin, se contempla la cotidianeidad no heterosexual del personaje como parte de una historia enmarcada en otros géneros. Es decir: la película ya no va única y exclusivamente sobre la vivencia de la no heterosexualidad. Y es que esta maravilla del director surcoreano es constante intriga noir más terror fantasmagórico, en una mansión de factura japonesa —en el periodo en que ésta dominaba Corea (vemos que el conflicto entre ambos países es una constante)— pero de arquitectura victoriana inglesa. Dato que no se nos lanza al azar: la atmósfera estética y los miedos que ocultan esas paredes exudan gótico. A la vez, la inquietud y horror nacen de libros antiquísimos y hacia criaturas que podríamos vincular con lo lovecraftiano, pero que, en realidad, eran comunes en los grabados eróticos ukiyo-e.
El Park Chan-wook más delicado traza preciosas escenas de sensualidad lésbica, con fotografías que en ocasiones pretenden que veamos a las protagonistas como piezas de un mismo engranaje o, según el momento, que no sepamos distinguirlas de espaldas, mostrándosenos la dualidad de ambas, difuminando quién engaña o es engañada… pero también sugiriendo su proximidad interior, pese a su pertenencia a mundos tan distintos. Los árboles de retorcidas ramas reflejan lo intrincado de esta historia con giros y giros argumentales. Ellas son las únicas que brillan y seducen al espectador. Su amor carnal está tratado con formas exquisitas: lo soez se reserva para unos endemoniados aristócratas japoneses (como dicta el rencor coreano): hombres primitivos que cosifican a las mujeres (en lo sexual como en lo socio-económico); pervertidos cuya sexualidad aberrante los dibuja ridículos.
Gay: Moffie (Oliver Hermanus, 2019)
Existen momentos históricos y sociedades más y menos hostiles hacia la homosexualidad. Y en pleno apartheid, en pleno y brutal supremacismo racial —y una menos acusada xenofobia entre holandeses e ingleses—, no estaba la cosa como para salirse de lo heteronormativo. Si a eso le añadimos el paso de la adolescencia a la vida adulta en el ejército, que suponía un concurso de virilidades y un despropósito de testosterona, los jóvenes gay se exponían a ser traumatizados por una verdadera inquisición de blancos caucásicos extremistas religiosos. Esa violencia inherente al sistema llega a su máximo exponente cuando estos corderos son enviados a la frontera con Angola para un enfrentamiento bélico con que detener el avance del comunismo. El despertar sexual del protagonista se topa de bruces con todos los tipos de masculinidades negativas existentes y uno de los pocos consuelos es tararear el Sugarman de Sixto Rodríguez que fue banda sonora de la juventud más contestataria.
Catalogada de obra de arte por la revista Variety, fue presentada en el pasado Festival de Venecia y plasma las memorias del novelista André Carl van der Merwe. Su cuidada fotografía remite a los clásicos del cine bélico y saca todo el partido a los célebres atardeceres de los paisajes africanos, en la que se recortan las siluetas de los soldados, lo que aproxima a hombres y bestias. Otro elemento natural vital es el agua y sus diferentes estados, simbolizando poderosamente el trayecto de autodescubrimiento del protagonista, pero sobre todo, permitiendo la fluidez de las emociones, ocultando lo que no debe ser mostrado y siendo el refugio que nos conecta con el líquido amniótico en un filme tan crudo como cargado de sensibilidad.
Trans: Tomboy (Céline Sciamma, 2011)
Aunque sus padres y hermana pequeña le llaman Laure, quien protagoniza este filme aprovecha su anonimato en la nueva localidad de vacaciones para usar la ropa y el nombre masculinos que siente que le corresponden en realidad.
Tomboy desprende un aroma a verano y toda la ternura de la infancia, otorgando una alta dignidad a su protagonista. Y aunque, por supuesto, llegue ese momento crítico de miedo a la exposición y a enfrentarse a la incomprensión, Sciamma mima a su personaje. Es un retrato amable de alguien en la preadolescencia, a quien se le presenta la oportunidad de ser quien sienta ser por primera vez, y eso es muy empoderador. Además, la cineasta hace una sabia distinción entre, por un lado, los agentes amenazadores para la libertad de la persona trans, que son la masa cargada de testosterona y quienes se empeñan en que sus hijas sean princesas y, por otra parte, las niñas de nueva generación, sensibles y empáticas. Sciamma también ofrece vínculos familiares aliados, indispensables para proteger a su protagonista. La párvula del filme nos demuestra, una vez más, que a tan corta edad aún no han arraigado los prejuicios que desprenden los adultos del propio entorno. Y es el símbolo de la sororidad que cabe trabajar en el presente de cara a un futuro más libre y solidario. Mensaje que Sciamma volvería a lanzar al mundo con esa obra de arte que es Retrato de una mujer en llamas. Tomboy es prácticamente un manual de autoayuda y sensibilización para padres o madres que, quizás, no sepan cómo abordar las necesidades de identidad de género o sexual de sus personas más queridas y vulnerables: ejemplifica torpezas dañinas a evitar en la relación de crianza.
Bisexual: En 80 días (Jose Mari Goenaga, Jon Garaño, 2010)
Dos de los directores de la aclamada La trinchera infinita (Jon Garaño, Aitor Arregi, José Mari Goenaga, 2019) presentaban en 2010 esta historia rebosante de humanidad y sentimientos encontrados con esta entrañable pieza, de sabor agridulce y rodada en euskera. Axun es una señora de 70 años que se empeña en ir a velar al ex de su hija tras un accidente que lo deja en coma, movida por las leyes de la piedad cristiana, sin atender a razones de si este señor es merecedor de tales atenciones, y seguramente un poco como excusa para combatir el aburrimiento de décadas de matrimonio y vida en el campo con un hombre rudo y parco en palabras. En el hospital descubre que quien acompaña al otro ingresado en la habitación es Mayte, su íntima de la adolescencia. Con ella retomará la jovialidad de la amistad y entrará en contacto con el ocio y las artes, ámbitos que su limitado circuito vital (tareas del hogar-cuidados-misa-aldea) le habían impedido. Mayte es profesora de piano residente en la ciudad, y una lesbiana que ya dejó el armario atrás hace tiempo, mientras que a Axun le cuesta gestionar las señales que le manda el corazón y plantearse con qué vida se queda.
Una película encantadora que señala taras más allá de la homofobia, como el choque entre dos Euskadis: la que se aísla en lo rural, aferrándose a la tradición y rechazando lo foráneo, frente a la culta y progresista; el matrimonio tradicional, su machismo y posesividad, los roles hieráticos de mujer y marido, siendo la primera esclava y éste, con frecuencia, totalmente dependiente de ella para la supervivencia en el hogar. También señala microprejuicios que aún pueden manifestar inconscientemente jóvenes supuestamente abiertos, que adjudican intereses fijos a la tercera edad, despojándolos de diversidad sexual, especialmente en lo relativo a las señoras. Es divertido, por otra parte, ver como Goenaga filtra actitudes homosexuales encubiertas con homofobia en entornos de rigidez católica y heteronormativa. Axun encarna la condición sexual fluida: pues habiéndose casado con un hombre que consideraba atractivo, no invalida unas pulsiones hacia quien nos enamore o despierte una sensualidad independientemente de lo que guarde su ropa interior. Por eso le adjudicamos la B: por visibilizar la bisexualidad y pansexualidad con amabilidad, dejando atrás discursos despreciativos del «solo es una fase» o «es puro vicio». Además, En 80 días reivindica el derecho a equivocarse y aprender y a no saber qué se está haciendo con la propia vida a cualquier edad, derrumbando el mito de la sapiencia anciana; aboga por descubrirse a una misma en cualquier momento y aspecto, incluidas la propia sexualidad y celebrando el enamoramiento en la tercera edad.
Queer: La daga en el corazón (Yann Gonzalez, 2018)
Recordemos que esa Q+ se usa para cobijar y dar visibilidad a más comunidades o individualidades que reclaman reconocimiento y derechos para toda identidad que no se sienta contemplada por la aún imperante heteronormatividad. Pero a su vez, el término queer era despectivo —y ahora, reapropiado por la comunidad a la que originalmente ninguneaba— y hacía alusión a estilos de vida extraños e inaceptables, de nuevo, dentro del patriarcado. Es por ello que el filme que nos ocupa ha recibido esta nomenclatura.
Con una fotografía, iluminación y música discotequera, a lo Climax (Gaspar Noé, 2018) y contenido propio del giallo de Dario Argento, viajamos a 1979. Una histriónica Vanessa Paradis da vida a una desquiciada productora de cine porno gay barato, recién abandonada por la mujer de su vida, harta de su toxicidad, maldad y oportunismo. Pretende recuperarla impresionándola con su mejor obra, pero se le cruza en el rodaje un asesino en serie que parece ir a por sus actores. De modo que el título original en francés —Un couteau dans le coeur, que traduciríamos como «un cuchillo en el corazón»—, juega con la metáfora de la ruptura pero es bastante poco sutil por literal: esto es un slasher nada serio, con humor negro, escatología sexual en abundancia y sangre a chorro de la que gustaban el director italiano y la Hammer. Un esperpento.
Bonus: Giant Little Ones (Keith Behrman, 2018)
Breve mención a uno de esos filmes sencillos, sin grandes pretensiones más allá de concienciar, en que el descubrimiento del deseo tiene lugar en el entorno del instituto y repercute en la integración social del protagonista, con situaciones de bullying, homofobia que oculta otros encierros en armarios… además de subtramas sobre las consecuencias de las manadas que emborrachan y violan chicas. Nada nuevo bajo el sol, pero aporta muchas ideas sobre cómo actuar para el bienestar de las personas y toda una reivindicación, que visibilizar la necesidad de una educación sexual pública y naturaliza y dignifica con amabilidad y simpatía el inicio del sentimiento de una necesidad de transición de la mejor amiga del protagonista a chico.
Existe un paralelismo con el logradísimo personaje del matoncete-líder de la serie Euphoria (Sam Levinson, 2019), pero con el añadido de un interesante ejemplo civilizado de cómo los padres pueden ser más hábiles que el cxentro educativo a la hora de abortar el acoso. La guinda es la interpretación de un entrañable Kyle MacLachlan (Twin Peaks, David Lynch, 1990) en el rol del padre del protagonista, orientando y regalando simples y honestas reflexiones de lo ideal que sería no tener que preocuparse por etiquetarse como bisexuales, homosexuales, etc. Simplemente dejarse llevar por lo que dicten el corazón y el deseo. Esa película esperanzadora que el público adolescente no heterosexual tiene derecho a ver: esa en la que se sale con la victoria.