Revista Cintilatio
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Lo que arde (2019) | Crítica

De poesía y cenizas
Lo que arde, de Oliver Laxe
Como un canto a la naturaleza y a las raíces, a la verdad que sucede en silencio, la película de Oliver Laxe es una experiencia cinematográfica única, tan potente en su contenido como en su estilo narrativo.
Por David G. Miño x | 16 agosto, 2020 | Tiempo de lectura: 6 minutos

Hablar de Lo que arde (Oliver Laxe, 2019) es hablar, ante todo, de emoción, de sensaciones. De lo que no está dicho, o de lo que no entendemos. Está escrita como la literatura más evocadora, recitada como un soneto, entonada como como un íntimo recital de cámara. No se precipita cuando explora la naturaleza y lo salvaje, ni se queda atrás cuando contrapone lo universal con lo particular.

Arranca con ferocidad, con un punto de vista tan elevado que casi pareciera divino, lejos del mundanal ruido, como un observador silente que atestigua los atrevimientos de los hombres. Y después —de las máquinas con faros por ojos, de los árboles que caen como ídolos—, todo tan agreste, tan firme y bello, tan virgen, que la narración se antoja casi un vehículo que transporta un mensaje inefable. Es por eso que Amador —el que ama— vuelve a casa, después de haber cambiado su hogar por la cárcel, acusado y apresado por piromanía. Su madre, la entrañable y magnética Benedicta —la bendecida—, le espera en su modesto hogar en el rural gallego, al que, para ella —una madre después de todo, la madre de todos, la madre que todo lo perdona y nada juzga— él nunca dejó de pertenecer. Ese hijo, que no nos atrevemos a condenar, ni por pirómano ni por nada, es la representación última del ser humano en comunión con la naturaleza, de aquel que se desvanece en la niebla como el rocío de la mañana. Interpretado —o vivido— con una verdad aterradora por Amador Arias —todos los personajes, sin excepción, mantienen su nombre real en el filme—, ofrece un personaje de los que no te importa si dice o no la verdad, si es quien dice ser, porque su fragilidad y desamparo son tan potentes que todo lo demás queda en un segundo plano.

Las máquinas que avanzan, impertérritas, con ojos deslumbrantes.

Luego está esa madre, la Madre Naturaleza, como decíamos, la bendecida. Benedicta Sánchez, una fuerza ciclónica, de voz pura y presencia clara. La representación última del cine como séptima de las artes. Si Amador es la tierra entre los dedos, ella es el aire a través del cabello. Cada escena en que aparece invita a no apartar la mirada de ella y su carisma escénico imperturbable. Estrenándose como actriz de la gran pantalla —y habiendo recogido un más que merecido Goya a mejor actriz revelación— a la nada desdeñable edad de 84 años, es el motor verdadero de la obra de Laxe. Es ese equilibrio que existe en cualquier sistema, que mira con inocencia un mundo consumido por las llamas.

El filme impresiona por su manejo de la luz, por esa estética casi impresionista que representa con una facilidad pasmosa la esencia del rural gallego: casi se puede respirar la humedad, el verdor, oler los eucaliptos y sentir los arroyos.

Al final, Oliver Laxe nos habla en esta fascinante Lo que arde de la naturaleza como entidad, y del ser humano como víctima y verdugo, como juez y ejecutado en una misma partida —los eucaliptos que todo lo secan, los humanos que todo lo queman—. Muestra un profundo respeto por la historia que está contando, y a través de una óptica cuasidocumental, explora la culpa, la desgracia, la ignorancia, los mecanismos que funcionan en segundo plano mientras los mortales solo miramos hacia delante. Introduce un discurso vital que va más allá de cualquier diálogo, y que solo puede expresarse a través de esos paisajes, esas montañas y esa humedad que con tanta fidelidad —y lealtad— rueda. Mauro Herce como director de fotografía impresiona por su manejo de la luz, por esa estética casi impresionista que representa con una facilidad pasmosa la esencia del rural gallego: casi se puede respirar la humedad, el verdor, oler los eucaliptos y sentir los arroyos. Junto con la mirada única de Laxe, forman un tándem visual ante el que es imposible no rendirse.

Como decíamos, su veracidad a la hora de trasladar a la pantalla las profundidades de Galicia, y enclavarlas dentro de un bloque estilístico de pureza áurea, es una más de las cartas que juega para sorprender a propios y extraños. Cada elemento de vestuario, de atrezo, cada piedra en el camino, están ahí con intención documental, y ayudan —cuando no componen— a que la poesía que destila tenga un componente tangible más allá de lo que solo se puede sentir. La variante en el lenguaje —un gallego, como tantos existen en Galicia, localizado dentro del habla del área lucense— es una muestra más de la deferencia que profesa el cineasta a las raíces y a la historia que está contando. A pesar de su ritmo de cocción lenta, y sus escasos diálogos, la historia se arma por sí sola gracias a ese lirismo que subyace en todo momento, que aporta valor narrativo incluso cuando todo parece estar en quietud.

Oliver Laxe es un artista y un artesano también, un narrador aventajado, que no dudó —él y su equipo— en enfrentarse a llamas reales para rodar esos estremecedores incendios que, cada año, diezman los montes gallegos. Siendo casi un llanto crepitante, una suerte de danza infernal invencible, el director se enfrenta al fuego y lo mira a la cara con miedo y firmeza, del mismo modo que lo enfrentan los personajes de Lo que arde. Se juntó además con Xavi Font, que compuso para la ocasión una verdadera enormidad de banda sonora, atmosférica y opresiva, que permite entrar de lleno en la propuesta y dejarse llevar a través de su metraje como si formara parte de la niebla y la humedad que podemos atestiguar. Cabe la posibilidad de que no sea una película fácil, ni accesible para el buscador de historias convencionales, pero posee una poesía tan poderosa y aplastante que hipnotiza al espectador hasta dejarlo consumido por un espectáculo de luces y sombras —la naturaleza, lo humano— del que es imposible apartar la mirada, una vez dentro. No importa si creemos a Amador o no, o de dónde salió ese fuego. No pretendemos buscar dentro de las primeras chispas. Solo mirar las cenizas, y volver la vista hacia dentro.