Acercarse a este primer largometraje de Rodrigo Ruiz Patterson desde una posición crítica implica, ante todo, separar sus dos facetas principales, la narrativa y la subtextual, para poder elaborar su discurso al completo. Aunque durante su visionado no resulta particularmente primario una segmentación obvia de sus diferentes capas de abordaje a una misma cuestión, sí que procede con cierta capacidad deconstructiva al descomponer una problemática adolescente que aparece en la literatura psicoanalítica desde los tiempos de Sigmund Freud desde su vertiente más teórica por un lado, y la más puramente fílmica por el otro.
Rodrigo es un joven de trece años, callado e introvertido, que vive con su madre, Valeria, en una casa a las afueras de Ciudad de México. Su padre, del que apenas sabemos nada, es una figura ausente y utilizada durante el metraje como símbolo de amenaza —«o te portas bien, o te vas con tu padre», entona en ocasiones la progenitora— que vendría a representar, en un plano puramente estético, la elipsis fílmica que permite a Rodrigo desarrollar su problemática adolescente con la amplitud necesaria, es decir, el hecho de que su referencia paterna no exista y se materialice con un aura de indeseabilidad es el caldo de cultivo perfecto para invocar su oscuridad interior. Su madre, por otro lado, mantiene con él una relación de estrechez enfermiza, que confunde al joven en lo que parece, a todas luces, un complejo de Edipo particularmente fuerte. Cuando entra el tercero en discordia, Fernando, un hombre que comienza a salir con Valeria, Rodrigo ve amenazada su posición de cercanía hacia su madre —hacia la que siente además un impulso sexual que Ruiz Patterson escenifica de modo contenido y simbólico— y comenzará a mostrar una conducta agresiva.
Pues bien, en su parte puramente narrativa, Blanco de verano se vale de un estilo expositivo concienzudo y bien medido, en el que, de un modo muy visual y apenas dialogado, compone poco a poco la escalada de ira cada vez más desatada que va sintiendo Rodrigo hacia la nueva pareja sentimental de su madre. El uso de los espacios, perfectamente representados, sirve como ejemplificación de los traumas que lleva consigo el joven: la caravana destartalada que se afana en restaurar con los escasos medios de que dispone tendría ese carácter remodelador de la conducta que, de modo catártico, funciona con precisión en pantalla, y que adquiere una nueva dimensión cuando ese mismo vehículo es «mancillado» en su simpleza por Fernando en un intento torpe de acercamiento. El comentario que lleva a cabo el filme sobre la desadaptación adolescente en el seno de una familia monoparental arroja luz sobre el hecho en el que confluye toda la narración y que la completa hasta darle dirección y sentido: la desestructura emocional que, a través de una serie indiscriminada de errores sociales, da forma a la capa de información que viaja por debajo del texto principal de la película, esto es, la relación materno-filial como elemento potencialmente problemático que, bajo unas condiciones sociológicas muy concretas, se revela como una fuente perenne de conflicto.
La aportación al debate sobre la crianza monoparental y la génesis de la dependencia patológica aparece, en Blanco de verano, como algo orgánico que va revelando poco a poco una película que sostiene con facilidad una carga subtextual de gran intensidad.
Si seguimos bajando en su estructura fílmica, accedemos al verdadero corazón palpitante y ardiente de Blanco de verano: la multidimensionalidad del hecho de la crianza de un hijo. Se permite mantener cierta distancia emocional con sus personajes, hasta el punto de que, y pese a lo incómoda que resulta por su crudeza en determinadas escenas, permite al espectador elaborar una idea muy poco guiada sobre el conflicto principal que expone. No demoniza, ni beatifica a ningún personaje ni a ninguna figura semántica —ni la maternal, ni la paternal, ni la puramente social— y responde desde una posición omnisciente las preguntas morales que surgen durante su metraje. Su mayor logro es, así, la capacidad que demuestra para rehuir el concepto reduccionista e infantil de la culpabilidad, y expone a unos personajes de humanidad paradigmática que, ni por exceso ni por defecto, pueden parecer nada más que lo que son: personas normales enfrentadas a problemas que no acaban de comprender.
Mientras describe la relación tormentosa que mantiene Rodrigo con Fernando —y viceversa—, en una suerte de ejemplificación reptiliana de la lucha de machos por su objeto de cortejo, descompone en fragmentos la realidad edípica del joven que siente una ira descontrolada y ardiente hacia el usurpador de su trono, a la vez que pone de manifiesto la incapacidad patente que muestran los adultos por comprender y atacar la situación —Fernando baja a un nivel de agresividad infantil al lidiar con Rodrigo, Valeria refuerza la dependencia con esos besos en los labios y conductas casi sexualizadas que, a pesar de estar mostradas con fingida naturalidad y cotidianidad, chirrían en el contexto por su significado adulto como, por ejemplo, ese lavarse los dientes juntos madre e hijo, sin camiseta él, con los pechos desnudos ella—. La aportación al debate sobre la crianza monoparental y la génesis de la dependencia patológica aparece, en Blanco de verano, como algo orgánico que va revelando poco a poco una película que sostiene con facilidad una carga subtextual de gran intensidad y que termina por sedimentar en toda su complejidad con los títulos de crédito. Que todo sea dicho de paso, no hacen más que remarcar el horrible fuego que permanece, incluso cuando se quiso extinguir con agua y buenas intenciones.