No siempre el cine necesita de literalidad para explorar una realidad. A veces, lo que no se cuenta, lo que no está narrado con claridad puede transmitir más verdad que el mejor de los documentales —o puede resultar en una catástrofe de proporciones míticas, pero este no es el caso—. Cuando decimos que en Black Bear (Lawrence Michael Levine, 2020) todo es interpretable desde un prisma interlineal no estamos exagerando, hasta el punto de que, desplegando un lenguaje visual atrapante en sus formas, toda su narración depende del punto de vista y de las lecturas que podamos ir sacando de su ambigüedad.
Guardando similitudes con Carretera perdida (David Lynch, 1997) e incluso con Mulholland Drive (David Lynch, 2001) por razones que no desvelaremos, su estructura es más la de un teseracto que la de un círculo o una línea recta: depende del tiempo transcurrido y de las conclusiones que se puedan extraer de los hecho que van aconteciendo para colocarla en un continuo que se integra a sí mismo hasta formar un todo autocontenido. La narración que despliega en su primera mitad constituye la primera toma de contacto con el universo que propone: una cineasta llega a una preciosa cabaña en mitad de la nada regentada por una pareja con problemas con el fin de inspirarse para su próximo largometraje. Si bien desde su génesis puede resultar convencional, pronto se empezarán a suceder turbias dinámicas que servirán de punto de partida para todo lo que se viene. Las peleas, las contestaciones pasivo-agresivas, las luchas veladas entre los miembros de la pareja, y la atractiva directora que remueve un avispero de por sí mismo un poco desquiciado componen un caldo de cultivo ideal para comenzar las ricas disertaciones que propone Black Bear y que obtendrán una contrapartida con un cambio de perspectiva en su segunda parte: los roles de género, la infidelidad y los celos, la paternidad/maternidad, la justificación moral ante los actos de ética difusa.
Valiéndose de todos los ingredientes típicos de una relación que fracasa, la película de Lawrence Michael Levine confronta las realidades que coexisten en un mismo universo —podríamos contextualizarla como una representación fílmica llena de poesía del Gato de Schrödinger, en la que hasta que no abres la caja y miras en el interior todo existe a la vez— mediante la subversión de roles y todo lo que ello implica. En un ejercicio metaficcional en el que unos hechos objetivos pueden ser contemplados desde la jerarquía cinematográfica de protagonista-antagonista-secundario, Black Bear se sitúa como si fuera un observador silente que, con cada parpadeo, le coloca la batuta de mando a un personaje distinto, y se queda muy quieto apuntando los resultados de cada una de las inversiones.
Lo brillante de la narración de Black Bear consiste en reaccionar a una serie de elementos que ya fueron establecidos con anterioridad y darles una vuelta de tuerca hasta subvertirlos y otorgarles nuevos significados.
En su segunda mitad, utilizando todo lo «vivido» anteriormente, introduce con nuevo significado el concepto del nexo como punto neutral —el lugar en el que Allison, el personaje interpretado por una Aubrey Plaza en estado de gracia constante en un papel que le permite brillar, está sentada con su bañador rojo, en una especie de puerto con dos salidas— como un lugar al que volver para reinterpretarse a uno mismo y acceder a otra versión de una misma canción. Aquí, y habiendo dado el golpe en la mesa que nos lleva a pensar en esa caja azul de David Lynch, los personajes se reordenan adquiriendo nuevas perspectivas: lo brillante de la narración de Black Bear consiste precisamente en reaccionar a una serie de elementos que ya fueron establecidos —la pareja, los celos, la tercera en discordia— con anterioridad y darles una vuelta de tuerca hasta subvertirlos y otorgarles nuevos significados incluyendo incluso referencias de la mitología griega entre sus líneas —el personaje de Baako, que se basa en Baco, el nombre que los romanos dieron a Dioniso, el dios de la fertilidad y el vino—. Como una falacia petitio principii. Como la persecución de una sombra.
Gracias a sus magníficas actuaciones —la ya mencionada Aubrey Plaza, Christopher Abbott y Sarah Gadon—, la cinta puede presumir de entrar de frente en un terreno muy complicado en lo narrativo y salir airosa de la gran mayoría de sus atrevimientos: el trío protagonista sustenta la evolución y los constantes matices que se van creando con carácter incremental, adaptando a cada nueva situación su manera de mirar, de moverse e incluso de hablar. Mientras usa un estilo formal muy explícito en sus intenciones —en determinada escena, los personajes incluso llegan a teorizar, en un giro metaficcional de los acontecimientos, sobre el impacto que tiene en la audiencia usar una dolly o colocarse la cámara al hombro—, sus aportaciones al campo de los roles de género y lo que puede depender de cada uno de ellos en situaciones potencialmente similares sirve como punto de apoyo para construir una idea muy elaborada de todo lo que ocurrió antes, y todo lo que vendrá después en la ficción —o no— de sus vidas.
Y por si fuera poco, Lawrence Michael Levine, que dirige y escribe, introduce un elemento recurrente que define el conjunto de su obra y le aporta la entidad que, en un primer momento, puede parecer que no tiene: el peligro que acecha fuera de la zona de confort, en el exterior de la preciosa casa en que ocurre la realidad o la ficción, la verdad o la mentira. La terrible bestia que no hace más que darle vueltas al espejo con la única intención de marear y girar y atrapar y descomponer a todo aquel que se deje vencer por sus múltiples y ominosos reflejos. Ese «Oso Negro» que no tiene ningún reparo en dar caza al incauto. En alimentarse del que se queda. En destrozar al que escapa.