Conocido también como Jim, Rey Lagarto —Lizard King— o Mr. Mojo Risin’, en este ensayo de Iván Reguera se pretende dar debida cuenta no solo de su atormentada y pasajera vida desde algo antes de la fundación de The Doors junto al teclista Ray Manzareck, sino abordar habida cuenta de que llegó a formar parte del conocido club de los 27 —artistas del rock, el blues o el soul que abandonaron su existencia a tan tierna edad como Janis Joplin, Jimi Hendrix, Brian Jones y posteriormente Kurt Cobain o más recientemente Amy Winehouse— una instantánea del porqué de su muerte, a través de un thriller político-judicial por el que se vio perseguido en un concierto celebrado en Miami, de procedimiento penal, mientras que lo que allí se juzgaba paralelamente según su defensa era el papel de la libertad de expresión (hartamente documentada por su abogado a través de filmes y letras de canciones, entre otros afiches, repreguntas…) en la sociedad norteamericana de la época.
Con el respeto que desde el autor se muestra por el personaje, a pesar de sus comportamientos tendentes a lo bestial por momentos —algo que Oliver Stone supo reproducir gracias a la interpretación de Val Kilmer— y a lo coquetamente dionisiaco en otros, descubrimos a una figura atormentada por no poder mostrarse ni por momentos dejar de hacerlo. Hijo de un militar de alto grado que luchó en la Guerra de Vietnam, una operación chapucera por parte del FBI (Edgar J. Hoover, el presidente Nixon y uno de sus cantantes favoritos, Frank Sinatra, son señalados) hace que The Doors tenga que dejar de tocar en Florida por unas malas palabras dichas en el escenario a un policía que a su vez tampoco estuvo callado ante ellas. Cuando, cantando The End, Morrison añade el famoso I Want to Fuck You, esta frase le estalla en la cara para reventársela y el efecto, dada su personalidad provocativa, le irá minando su vida cada vez más. Pues bien, una de las cosas que sabemos gracias a este libro, es cómo se debió producir cada una de las vistas, así como el hecho de que no hiciesen llegar al cantante la carta por la que su padre le concedió el perdón.
Se promociona asimismo Reguera desde la voluntad de realizar un ensayo sobre la cultura de la cancelación, y es posible que así sea, lo que también quizá consigue es hacernos ver qué mecanismos actúan a la hora de censurar contenidos medianamente subversivos de allende los tiempos hasta nuestros días, propiciando a la vez la autocensura. Y es que la primera vez que tratan de que esto ocurra es en El show de Ed Sullivan cuando tratan de que el grupo cante Light My Fire, sustituyendo el impacto de uno de los verbos del estribillo y haciéndoselo sustituir por otro menor, cosa que Morrison no hará, y de aquellos polvos estos lodos, cuando en otro programa de televisión, ya mediado el proceso judicial, los censores de las altas instancias propicien un semejante alegato a lo correcto esta vez en la canción Break on Through.
Asimismo, se hace ver que por muy tendentes al bestialismo —Jim practicaba el chamanismo celta como religión— que fueran algunas exhibiciones del concierto de Miami, como el hecho de mostrar un cordero y hablar de practicarle zoofilia por alguna frase provocativa de más, estas resultaron mínimas respecto a las realizadas por ejemplo en Nueva York, donde el protagonista participó en las fiestas de Andy Warhol, conoció a escritores de la talla misógina y misántropa de Norman Mailer…
Reguera, a quién conocemos también por su dilatada experiencia como crítico de cine, consigue aquí también hacer periodismo musical cuando nos habla de cómo las primeras maquetas enviadas a las discográficas de Los Ángeles, ciudad donde Jim estudiaba cine en la UCLA compartiendo aula con Coppola, no sonaban desde canciones como Go Insane, más que como un despropósito en todos los sentidos. También se nos hace ver cómo el protagonista era ante todo un poeta que siempre tenía un libro entre las manos, ya fuera de Rimbaud o Baudelaire para inspirarse, que era más por consejo de su manager, un seguidor del Living Theater londinense, de donde sacó ideas para sus performances en directo.
Anécdotas como la del guardia de seguridad que protege en cada nuevo concierto a Jim y su grupo, quitándole de en medio a las groupies más pesadas, y prometiéndose ambos larga vida como amigos, humanizan de un mismo modo a un personaje que siempre nos llegó desde, por y para o maldito. Casado con Pamela Courson, heroinómana, y amigo asimismo de la cineasta Agnès Varda —ambas personas formaron parte de las únicas cinco o seis que acudieron a su entierro en París— tenía pensado donar a parte de su familia los 400.000 dólares que aún le quedaban. También se insiste en que no se sabe si su fallecimiento fue provocado por la heroína, o por una mezcla de alcohol, cocaína y somníferos, versión que se hizo popular antes de que fuese en una bañera donde encontrasen su cuerpo muerto por aparentes causas naturales.
Sus restos, que descansan por voluntad del finado en el cementerio de Père Lachaise son visitados con honores por legiones de fans cada de 3 de julio en verano —fecha de su defunción— y el 8 de diciembre —nacimiento—. Parte asimismo Reguera, y esto se ve sobre todo en los iniciales rechazos por parte de las discográficas, de la misma imagen que Stone a la hora de armar su película, y es el mostrar la imagen de dos niños mirando hacia la nada por la luna trasera del coche familiar —uno de ellos por supuesto es Jim, de cara más redonda— mientras suena la inolvidable Riders on the Storm, lo que acaban de ver, parece decirnos, no tiene precio.