El colapso
Fragmentos de un apocalipsis al azar
• País: Francia
• Año: 2019
• Dirección: Jérémy Bernard, Guillaume Desjardins, Bastien Ughetto
• Guion: Jérémy Bernard, Guillaume Desjardins, Bastien Ughetto
• Título original: L'Effondrement
• Género: Serie de TV, Thriller, Drama
• Productora: Canal+
• Fotografía: Clémence Plaquet
• Música: Edouard Joguet
• Reparto: Bellamine Abdelmalek, Lubna Azabal, Lola Burbail, Thibault de Montalembert, Audrey Fleurot, Samir Guesmi, Claire Guillon, Caroline Piette, Philippe Rebbot, Pierre Rousselet, Bastien Ughetto
• Duración: 160 minutos
• País: Francia
• Año: 2019
• Dirección: Jérémy Bernard, Guillaume Desjardins, Bastien Ughetto
• Guion: Jérémy Bernard, Guillaume Desjardins, Bastien Ughetto
• Título original: L'Effondrement
• Género: Serie de TV, Thriller, Drama
• Productora: Canal+
• Fotografía: Clémence Plaquet
• Música: Edouard Joguet
• Reparto: Bellamine Abdelmalek, Lubna Azabal, Lola Burbail, Thibault de Montalembert, Audrey Fleurot, Samir Guesmi, Claire Guillon, Caroline Piette, Philippe Rebbot, Pierre Rousselet, Bastien Ughetto
• Duración: 160 minutos
A través de ocho breves capítulos grabados en plano secuencia, El colapso nos muestra un fin del mundo crudo y realista, mediante fragmentos de una vida cotidiana marcada por la lucha por la supervivencia.
El pasado 14 de julio llegaba a España El colapso, la última propuesta del colectivo francés de creación audiovisual Les Parasites. En cada uno de sus ocho episodios, la serie nos presenta una historia independiente protagonizada por una serie de personajes tratando de sobrevivir tras un colapso económico, energético y social. Pese a su particular formato, que nos trae capítulos desconectados los unos de los otros rodados en plano secuencia, podríamos pensar que El colapso no es más que otro producto postapocalíptico más dentro del abultado catálogo de las plataformas de streaming. Sin embargo, tanto las circunstancias que rodean el estreno de la serie como la propia ejecución de esta hacen que El colapso sea una obra impactante digna de nuestra atención.
Si de algo me acuerdo de mi primer año de universidad, de entre todo lo que pude aprender en primero de Comunicación Audiovisual, es de una pequeña caracterización del espectador posmoderno que una profesora elaboró ante nosotros, comparando al público actual con el que abarrotaba los cines durante la Edad de Oro de Hollywood. Si estos acudían al cine para evadirse de una realidad marcada por la guerra, las crisis económicas y las hambrunas a través de películas musicales y de tema fantástico, nosotros vamos al cine más bien para sufrir: las invasiones extraterrestres, los ataques de terribles virus zombi, las distopías a lo Mad Max (George Miller, 1979) o a lo Blade Runner (Ridley Scott, 1982) y el resto de apocalipsis audiovisuales que tanto disfrutamos cuentan con un poder especial para despertar nuestras emociones, mostrándonos situaciones límite en las que lo mejor (y sobre todo lo peor) del ser humano sale a la luz.
Estos contextos apocalípticos, aparte de resultar escenarios sobre los que es fácil construir una historia con tintes trágicos y hasta trascendentales, además apelan a nuestro espíritu más salvaje, constreñido bajo las barreras del monótono estado del bienestar en el que hemos crecido todos nosotros. Viendo un episodio de The Walking Dead (Frank Darabont, 2011-actualidad), ¿quién no ha desarrollado mentalmente, inspirado por su faceta más salvaje, su propio plan de supervivencia? ¿Quién no ha fantaseado con tomar por la fuerza un centro comercial, y con recorrer un mundo caótico armado hasta los dientes sin ningún otro objetivo que el de sobrevivir una jornada más? Aunque no seamos personas violentas o aventureras, dentro de todos nosotros bullen unas acuciantes ansias de libertad y de autodescubrimiento, que parece que solo podríamos saciar mediante un retorno a la selva, gracias una renuncia casi ascética en la que dejásemos atrás no solo todas nuestras comodidades materiales sino también todas las convenciones y reglas por las que nos hemos regido dentro de nuestra sociedad. Para mí, el mayor interés que puede suscitar el exitoso género apocalíptico reside precisamente en este retroceso: en arrojar a la especie humana de nuevo a su estado natural para contemplar cómo, en un proceso casi catárquico, esta va alzando poco a poco nuevas civilizaciones y ordenes sociales insólitos e inusuales. Recurriendo al apocalipsis en la ficción (y quizá solo recurriendo al apocalipsis en la ficción) podemos tratar de manera orgánica temas tan interesantes (y áridos en otros contextos) como la sociología, la política la antropología.
Con todo, si mi lado más dionisíaco y aceleracionista me ha hecho fantasear irracionalmente con una vida de pillaje y aventuras postapocalíptica en muchas ocasiones, al ver El colapso mi faceta más conservadora y racional ha despertado y me ha hecho apreciar más que nunca la aburrida rutina sobre la que se construye la civilización occidental. ¿Será porque aún conservo el mal cuerpo que me dejaron las «compras del pánico» con las que se inició esa especie de simulacro de fin del mundo que el coronavirus nos regaló el pasado marzo? ¿O será porque El colapso es la obra apocalíptica más realista que he visto hasta el momento? Creo que ambos elementos, contexto y obra, han contribuido para hacer de El colapso una obra angustiosa (y aterradora, por qué no decirlo) que no necesita recurrir al tan manido misery porn para dejarnos impactados y que, además, comienza a delimitar el final de este ciclo escatológico en el que el cine se ha visto inmerso en las últimas décadas.
El contexto: nuestras vidas se han visto alteradas por una extraña enfermedad de origen desconocido. En marzo, tuvimos que interrumpir nuestro ritmo de vida para encerrarnos, y de un día para otro comenzaron a aparecer por televisión científicos y militares que apelaron al sentido común y a la calma mientras que las urgencias de los hospitales colapsan. Y aunque la situación no llegó a descontrolarse como en una película apocalíptica, lo cierto es que no nos hizo ni puta gracia. A nadie. Ni siquiera a los fanáticos conspiranoicos que tienen sus búnkeres preparados, que como casi ninguno de nosotros hubieran elegido ver Zombi (George A. Romero, 1978) o The Road (John Hillcoat, 2009) durante el momento más crítico de la cuarentena. Y aunque ahora el virus parece controlado, ¿nos quedan todavía ánimos de ver este tipo de obras? ¿Vamos a torturarnos con historias sobre desastres, supervivencia y éxodos en busca de comida con la crisis económica y ambiental que se nos viene? El arte es cíclico, y siempre termina regresando a los antiguos lugares: si en los tiempos en los que la promesa neoliberal del progreso y el confort nos hacía ver un futuro brillante del que necesitábamos evadirnos con zombis e invasores extraterrestres, ahora esas expectativas se han quebrado, y puede que solo con un cine de nuevo alegre y despreocupado podamos enfrentarnos al futuro incierto que nos aguarda. En el mundo de la televisión, desde hace ya unas cuantas temporadas, The Walking Dead, todo un precursor en el fenómeno apocalíptico, ha dejado un poco de lado los enfrentamientos contra caminantes y la acción que caracterizaba a la serie en un principio. Ahora, la veterana serie de AMC parece haber intentado refinarse (para bien o para mal) y se centra más en los conflictos personales y en el desarrollo de los personajes y de las comunidades que tratan de construir. Una vez controlada la amenaza y superado el trauma que supuso la aparición de los caminantes, parece que la serie quiere llegar al final de su larga vida centrándose en temas más allá de la violencia y la acción (que siguen estando presentes, por supuesto).
La obra: El colapso transita de una manera más enfocada por estos terrenos a los que, de mejor o peor manera, ha querido llegar The Walking Dead, pues más que grandes hazañas o epopeyas muestra historias concretas y efímeras, irrupciones en las vidas de personajes anónimos tratando de sobrevivir en un contexto caótico y confuso. De este modo, la serie gala no trata de construir una crónica completa del fin del mundo, pues de hecho apenas dedica tiempo a explicar el motivo de el colapso, más allá de hacer algunas alusiones algo ambiguas y sobrias a la raíz del problema. Y precisamente es esta ambigüedad y sobriedad que el guion se esfuerza en imprimir en cada uno de los capítulos la que enriquece en mayor medida a El colapso. Las situaciones y los conflictos se presentan claramente en pocos minutos, sin indagar en detalles ni en explicaciones: si los personajes llegan a una gasolinera, a una comunidad o a una residencia de ancianos, apenas se nos da contexto de lo que está sucediendo allí. De manera magistral, la serie consigue mostrarte todo lo que necesitas saber para sumergirte en el conflicto, sin largas exposiciones ni artificios: el espectador, al contar con la información justa, empatiza con los personajes y comparte su incertidumbre. Por otro lado, los personajes son tan ambiguos como ambiguos somos los humanos de carne y hueso, y su comportamiento es uno de los mayores logros de la serie: ningún personaje actúa guiado por ideales poco creíbles o por un salvajismo hollywoodiense, sino que en su lucha por la supervivencia todos los protagonistas toman decisiones lógicas y comedidas. Observando sus acciones, entendemos por qué hacen todo lo que hacen, y no sentimos que su comportamiento esté sometido a las necesidades del guion. Gracias al recurso del plano secuencia (que en este caso no se emplea caprichosamente) acompañamos a los personajes desde el principio hasta el final en sus agónicas tareas, que configuran los pilares sobre los que se construye la serie: El colapso no trata de derrotar a una banda completa de cuatreros ni de escapar de una ciudad en llamas, sino de rebuscar a oscuras en una despensa para encontrar un bote de comida o de regatear con el dueño de una gasolinera para conseguir algo de combustible. Las tareas que deben cumplir los personajes de la serie los arrastran hasta pequeñas aventuras que, gracias a la puesta en escena y al pulso narrativo que se logra con el magistral manejo de la cámara, se terminan percibiendo como desesperados intentos de seguir adelante.
¿Es así como se sienten todos aquellos científicos ignorados que, año tras año, se desgañitan advirtiéndonos de lo peligrosos que son nuestros excesos?
La escritura sobria y cruda, que huye del melodrama y de las situaciones grotescas y traumáticas que suelen caracterizar a este tipo de obras, se combina con el uso del plano secuencia para dotar a la serie de un ritmo frenético y angustioso y de un tono casi documental. En estos dos elementos reside la identidad de El colapso: una obra que desde el principio trata de transgredir las convenciones del género apelando a un realismo que, si bien resulta enormemente impactante y desagradable, quizá deje fríos a muchos espectadores. Quizás, al estar tan acostumbrados a las largas sagas apocalípticas y a su espectacularidad, para nosotros esta obra, menos ostentosa pero no menos sencilla, no termine de funcionar como conjunto. Aunque durante el transcurso de los episodios conseguimos sumergirnos en los relatos que se nos presentan, el salto de una historia a otra hace que nos olvidemos rápidamente de los personajes y que no lleguemos a empatizar del todo con ellos: se trata de una visión desencantada del fin del mundo, que quizá nos merecemos después de observar fríamente, en las pantallas de nuestros televisores, las muertes de cientos de personas mientras que nos lamentábamos por tener que renunciar a nuestras vacaciones este año.
Tanto la procedencia de la serie, como el uso del plano secuencia y el espíritu rompedor y radical de la obra me hicieron relacionar de manera intuitiva El colapso con el cine de Gaspar Noé, y más concretamente me vino a la cabeza su polémico film Irreversible (2002). En esta película, Noé juega con las expectativas del espectador y con la anticipación y narra un terrible suceso empezando por el final: de este modo, vemos a los personajes profundamente afectados en un principio y, justo al terminar el film, los contemplamos felices y despreocupados, aún desconocedores de un terrible destino que nosotros ya hemos visionado. En su último episodio, El colapso lleva a cabo una maniobra parecida, y nos sitúa, después de ver las consecuencias de la crisis, en el escenario previo al caos que se va a desatar.
El último capítulo resulta particularmente escalofriante gracias no solo gracias al salto temporal que he mencionado antes, pues es difícil no relacionar el escenario que se nos presenta con el momento actual, en el que se niega continuamente que nuestro modelo energético y el cambio climático puedan provocar una futura crisis. A lo largo de la serie, hemos visto las consecuencias que acarrea el sistema actual, y hemos sufrido y peleado con los personajes. En el último capítulo, una enorme impotencia e incertidumbre nos posee al darnos cuenta de que nadie más ha juntado los hilos que nosotros hemos juntado, y que no estamos preparados como sociedad para un colapso. ¿Es así como se sienten todos aquellos científicos ignorados que, año tras año, se desgañitan advirtiéndonos de lo peligrosos que son nuestros excesos? El colapso cierra con final satisfactorio para la serie que, mediante un discurso político contundente y radical, dota de algo de coherencia a toda la obra y que nos hace entender un poco mejor las célebres palabras del filósofo esloveno Slajov Žižek: «Sí hay una luz al final del túnel, es un tren que viene hacia nosotros».