El cine de terror es un punto de partida perfecto para dar cuenta de conflictos personales de todo tipo, que gracias a sus instrumentos narrativos propios y a través del uso del miedo a lo desconocido establece uniones en forma de símbolos con todo aquello que, desde la mirada humana que nos caracteriza, nos atormenta. Así, la mayor parte de películas del género buscan una conexión entre su relato primario y su intencionalidad secundaria, y es de esta comunión de la que podremos extraer conclusiones que nos lleven a pensar en la obra como algo transformador que lleve su mensaje más allá de lo mundano, o como un ejercicio de dispersión que nos haga apretar los nudillos sin pensar en nada más que, oh vaya, las desgracias a las que se deben enfrentar los sufridos protagonistas. En el caso de The Night House (David Bruckner, 2020) la intención es cristalina: la obra busca un punto de apoyo sobre el que bascular su muy interesante premisa, y aunque no innova en absoluto en sus enunciados ni en su estética, sí consigue penetrar en el miedo, quizá, por antonomasia del ser humano; la quintaesencia de los temores que, aquí, se expande con un uso de los espacios y la propia arquitectura excepcional y que reconstruye un interior herido en base al trauma: cómo no, el miedo a la muerte, o afinando más, el miedo a que todo termine.
Después de todo, The Night House no deja de ser un recorrido, uno a través de los miedos de una mujer que tenía un mundo, un marido, un trabajo y una casa, y que ahora solo tiene noche y temores. La película cuenta la historia de Beth —maravillosa Rebecca Hall en un papel complejo al que sabe sacar todos los matices—, una profesora que recientemente ha sufrido la pérdida de su esposo por suicidio y que ha descendido al infierno más inhóspito en busca de respuestas. Ahí es donde destaca la obra de David Bruckner, en el tratamiento de las dudas y de un escepticismo sobre lo sobrenatural que va creciendo y modificándose según las necesidades narrativas de la película, y que nunca decae en su búsqueda de su símbolo, el que conecte toda la literalidad de The Night House con su esencia más oscura y atemorizante: las dicotomías cerradas sobre la muerte, el «estamos aquí de paso», las inspiradas pareidolias —un fenómeno psicológico que consiste en otorgar apariencia humana a objetos inanimados—, el trasiego emocional que queda, imposible de obviar, cuando una parte indispensable de ti desaparece dejando solo preguntas abiertas y pensando, desde el agotamiento y las dudas, que quizá haya que desertar y elegir una de las dos lunas. La obra sobresale, como decíamos, en su tratamiento de los escenarios y las localizaciones, y permite que sean las líneas y los ángulos los que remarquen las emociones, creando cárceles efímeras en las que el personaje de Rebecca Hall se tiene que mover, en una búsqueda de la identidad tras la pérdida, o en realidad, en el rastreo de los pedazos rotos.
Un filme bien asentado en lo visual que engancha desde sus simbolismos, con una potente capacidad para aterrorizar que no se tambalea en su cadencia narrativa y que mantiene un gran nivel de intensidad.
Los grandes temas de The Night House, que incluso diserta sobre religión y ocultismo, conectan con el duelo, con el significado de la partida; pero sobre todo, sacan a relucir la mitología del viaje, de los mundos conectados, incluso del destino. La estética, que a pesar de no inventar nada es uno de los elementos más destacables en la obra de David Bruckner, no se queda en conjugar un cromatismo y una puesta en escena muy firmes en sus propósitos, sino que acompaña en todo momento al subtexto, aportando intensidad o ligereza según las exigencias narrativas. No obstante, si podemos considerar que The Night House tropieza en algún elemento, es en la jerarquía dramática, en el hecho de que la conexión con sus eventos y la vida de Beth se realizan a través de un contexto muy limitado y exento casi por completo de desarrollo previo, donde apenas hay asideros para comprender el ambiente y cuyos personajes secundarios funcionan como elementos de proximidad carentes de individualidad. Si bien un escollo de este tipo no es insalvable, puede propiciar cierta desconexión humana y, sin que exista una intencionalidad aparente, favorecer que el espectador abandone el paradigma social e individual, emocional y afectivo de Beth y sus dificultades —la disyuntiva entre dejar de buscar y, simplemente, vivir con la duda— en beneficio de un visionado mucho menos hondo y más trivial. The Night House es una película bien asentada en lo visual que engancha desde sus simbolismos, con una potente capacidad para aterrorizar que no se tambalea en su cadencia narrativa y que mantiene un gran nivel de intensidad. O como también podríamos verla, como el espacio baldío que hay entre un mundo y el siguiente. Al final, esa será la duda.