Ocurría el 2 de junio de 1962. Estamos en la Unión Soviética de Nikita Jrushchov, sucesor en el trono tras la muerte de Iósif Stalin. Los trabajadores de la Fábrica de Locomotoras Eléctricas, en la población de Novocherkassk, tras discusiones de lo más convulsas, salen a las calles indignados por la subida del precio de los productos básicos (leche, yogur, etc.) con ánimo insurrecto preguntándose con asombro cómo es posible que una sociedad comunista-socialista les baje los salarios y, a la vez, les encarezca el acceso a estas viandas esenciales. Pobres infelices, lo que no esperaban era que serían reprimidos por el fuego de la KGB, dejando en las aceras un río de cadáveres que acabarían sepultados en tumbas compartidas y anónimas y silenciados so pena capital a todo aquel que divulgara la más mínima información de lo allí acontecido. A este oscuro episodio se le conoce como la masacre de Novocherkassk, y no fue hasta finales de la década de los ochenta que salió del máximo secreto bajo el que lo mantenía la propia KGB y el Ministerio Soviético de Interior. Han tenido que pasar muchos años desde aquello para poder verlo en perspectiva y ofrecer una mirada como esta, la de la potente y recogida Queridos camaradas (Andrei Konchalovsky, 2020) —hubo un intento televisivo en 2012 llamado Once Upon a Time in Rostov que no llegó a trascender—, una película tan parcialista como, efectivamente, imprescindible para comprender un suceso infrarrepresentado en el conocimiento popular.
Así las cosas, Andrei Konchalovsky, veterano cineasta que, entre otras cosas, puede decir que trabajó, al guion, junto a Andrei Tarkovsky en obras como El violín y la apisonadora (1961) o La infancia de Iván (1962) y que ha sido capaz de compaginar una filmografía tan heterogénea como interesante, que va desde la célebre Tango y Cash (1989) hasta la intensa Siberiada (1978), entrega en esta Queridos camaradas una aproximación histórica dramatizada —pero no errada— de esos terribles hechos, poniendo rostro a la contradicción rusa poststalinista que no sabía si su sociedad era «buena» o «mala», que dudaba entre creer las palabras amables o ahogarse en las acciones reprobables. En el filme, seguimos a Lyuda, interpretada por una excelente Yuliya Vysotskaya, miembro activo de la delegación del partido comunista local y firme defensora de sus ideales, que tras perder el contacto con su hija, Svetka, en medio de la confusión del atemorizante tiroteo de ese maldito 2 de junio, emprende una búsqueda entre culpable —la cosa ocurre después de que mantuvieran una acalorada discusión— y desesperada por las morgues, cementerios y agujeros en los que podría estar, o no, su idealista descendiente. Lo primero que cabe notar en la obra de Andrei Konchalovsky es que enfoca la problemática desde una óptica personalizada e individual, la de Lyuda; partiendo de sus ojos, el espectador va accediendo poco a poco al desencanto de la mujer tanto con sus ahora maltratados ideales como con su posición como madre: por un lado, la enorme decepción de aquel que ofrecía su tiempo y su trabajo a un régimen que, con bonitas palabras, era capaz de asesinar a los que le llevaban la contraria; y por el otro, la desesperación de la madre a la que esas convicciones convirtieron en una persona inflexible que ahora temía haberlo perdido todo. Esta disyuntiva intelectual es la que insufla vida a Queridos camaradas, y la que convierte el visionado del filme en un camino de descubrimiento y crecimiento ideológico sin necesitar recurrir a trucos manipulativos mediante drama forzado o lágrimas excesivas.
Una película que describe un hecho en la historia, pero que va mucho más allá de lo documental para ser, ante todo, un relato del ser humano contra sí mismo.
Enmarcada en una ratio de 1.33:1 que casi da la impresión de estar accediendo a la historia a través de una diapositiva, y en un blanco y negro detallado y preciosista, el retrato que hace Konchalovsky de la Rusia de los sesenta, tan preciso que da vértigo, pone de relieve, además, cómo la cultura de la desinformación y el filtrado de datos es la base de la manipulación. Las conversaciones, las reuniones en que los altos mandos del gobierno y del ejército van decidiendo el siguiente paso como si estuvieran departiendo sobre un tablero de ajedrez, reduciendo a pura estrategia lo que a la postre resultaría en un alto coste de vidas humanas, tienen un lugar central en el transcurso de Queridos camaradas, que de este modo hace honor a su título de un modo tan irónico como terrible: el propio acto de la pertenencia al grupo —camaradas, oh camaradas— está representado en el filme como una idiosincrasia arraigada en la sociedad de la que ni unos ni otros pueden escapar; la propia integridad depende más de las «órdenes» o los «decretos» que del pensamiento reposado e introspectivo, y revela el principal corazón de la película, el crecimiento más allá de lo impuesto, la capacidad de decir «no» cuando decir «no» entraña un riesgo inasumible.
Después de todo, Queridos camaradas narra un drama humano. Aunque parta de una base política y social, contextualizada en un momento y un lugar concreto que depende de sus propias características, la base de todo lo expuesto tiene más que ver con lo interior que con lo exterior, con el ser humano expuesto a las inclemencias de un entorno hostil del que es dueño y señor—al final, homo homini lupus—, con la modificación de todo un sistema de creencias del peor modo posible: a la fuerza, con la amenaza de perderlo todo. Es gracias a su modo de hacerlo ver, a su manera de colocar en perspectiva y entrelazar lo político con lo puramente físico que destaca y perdura en el tiempo, que se hace un lugar poco a poco a base de pensar en Lyuda y Svetka, sí, pero también en todos aquellos que perdieron la vida en mitad de un sinsentido. Una película que describe un hecho en la historia, pero que va mucho más allá de lo documental para ser, ante todo, un relato del ser humano contra sí mismo.