¿Qué es la maldad? ¿Emana de un trauma, de una experiencia dolorosa que pervierte el alma hasta reducirla a la nada? ¿Viene de serie con las personas, y solo podemos asistir en silencio a su azaroso devenir? Sea como fuera, lo malévolo lleva encontrando en el séptimo arte un refugio desde que los Lumière lo cambiaron todo. El origen de lo oscuro, y cómo los seres humanos lidiamos con ello, casi podría ser un género en sí mismo, y cuando le añadimos la variable del «niño demoníaco» y la madre coraje, podemos considerar que estamos ante la representación más clara del arquetipo del terror doméstico. Desde La profecía (Richard Donner, 1976) hasta Babadook (Jennifer Kent, 2014), son muchos los filmes que han teorizado sobre las relaciones desadaptativas entre padres e hijos, aportando como capa dramática el contexto de lo oculto, que no deja de ser un elemento ficcional sobre el que desarrollar una casuística de lo más terrenal.
Habiendo pasado ya por el Festival de Sitges en 2019, y programada en la actual edición del Atlàntida Film Fest, Pelican Blood (Katrin Gebbe, 2019) nos pone en la piel de Wiebke, una madre soltera que acaba de adoptar a su segunda hija, que se convertirá con el paso de los días en una niña violenta y desequilibrada, haciendo peligrar seriamente la salud física y mental de la decidida progenitora. El drama familiar está construido con excelente pulso, mostrando en cada plano una incomodidad latente que lastima severamente los nervios del espectador. Como punto distintivo, incorpora a la narración un interlineado animalista, que usa asimismo para potenciar la analogía entre el sacrificio de un animal «defectuoso» y una hija adoptiva problemática. Wiebke, que regenta un establo en el que entrena a la policía montada alemana, se nos presenta como una mujer fuerte, de potente maternidad y gran personalidad —como de costumbre, magnífico el trabajo de Nina Hoss— que se verá superada por las circunstancias hasta acceder a partes de su interior que no estaban aceptadas por ella misma. El símil que plantea durante todo el metraje, pese a establecer la idiosincrasia real del filme, no siempre funciona con la intensidad deseada, así como la explicación de la leyenda de la sangre de pelícano —una madre pelícano se perfora su propio pecho con el pico para resucitar a sus polluelos muertos, según la mitología de la cinta— demasiado pronto en términos de guion: si la premisa resulta atrayente es por la bellísima fotografía y el buen gusto de la cineasta a la hora de rodar el desastre —y porque por fin vemos una relación maternal lógica y educacionalmente válida, sin exageraciones más allá de lo puramente cinematográfico—, no por un libreto que se traiciona a sí mismo en varios puntos clave de la historia.
El camino por el que Katrin Gebbe lleva a su público funciona mientras la madre y su drama filial copan la pantalla, ya que su potencial evocador más claro es el de la mujer enfrentada al mundo capaz de hacer cualquier cosa por sus hijas.
Si bien podemos considerar que su interés en mostrar lo incontrolable y aplastante de la fuerza maternal —en este sentido, el acierto es total al haber escogido a una hija adoptiva y no biológica para protagonizar el conflicto, demostrando que el apego es igual de fuerte— es no solo lícito, sino atrayente, como obra completa se deja absorber por determinados clichés a la hora de elaborar un tercer acto donde pierde gran parte del encanto y la perturbación ambiental que había ido construyendo en sus brillantes tercios inicial y central. La sombra de Jennifer Kent y su Babadook está presente durante casi todo el metraje, ya sea tanto a través de determinadas decisiones creativas como en cuanto al diseño de producción, aunque al final la primera se desmarque al entrar de lleno en el ámbito de lo psicológico. Pelican Blood se apoya en una firme base científica sobre la que desarrolla la patología que afecta a la pequeña, lo que en parte es responsable de que a la larga no trascienda en lo emocional al mezclar sin demasiado acierto dos mundos, a priori, enfrentados.
El camino por el que Katrin Gebbe lleva a su público funciona mientras la madre y su drama filial copan la pantalla, ya que su potencial evocador más claro, el que más empatía suscita, es el de la mujer enfrentada al mundo capaz de hacer cualquier cosa por sus hijas, capaz de enemistarse con cualquiera que le sugiera que tire la toalla y claudique. Cuando el terror abandona lo terrenal —y por tanto, infinitamente más atemorizante— para entrar en lo sobrenatural, la historia se enfanga por lo poco concluyente y satisfactorio que resulta. El interés romántico de Wiebke está, además, desdibujado y caricaturizado, aportando poco más al cómputo global de la película que el punto de apoyo para mitificar la figura de la madre por encima de los placeres mundanos. A pesar de que no estamos hablando de una gran obra que vaya a escribir su nombre en la historia, sí propone determinadas reflexiones que dan valor al visionado y lo salvan de lo banal: la maternidad como principio incorruptible, el animal como fuerza de la naturaleza pura e inspiradora, la decisión individual por encima de la presión grupal. El gusto por la redención y la esperanza que, al final, parece que es lo que más falta nos hace.