Revista Cintilatio
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Nadia, mariposa (2020) | Crítica

La crisálida eterna
Nadia, mariposa, de Pascal Plante
Basada en el mundo de la natación de élite, la película de Pascal Plante ofrece un estudio de personaje de gran intensidad mientras se aleja del convencionalismo. Explorando un interior roto, mantiene una cualidad documental que se cruza con la poesía.
Por David G. Miño x | 4 marzo, 2021 | Tiempo de lectura: 4 minutos

Existen infinitos de modos de enfrentarse a un mismo suceso fílmico. La historia es, al fin y al cabo, la que va a marcar hasta qué punto la realidad que quiere expresar es moldeable o, por otro lado, necesita ser expuesta con precisión documental. En el caso de Nadia, Butterfly (Pascal Plante, 2020) los derroteros van hacia una narración pausada y de tinte completamente alegórico, lo que precisamente puede lastrarla de cara al espectador que no guste de leer entre líneas. El verdadero potencial del filme reside en su carga emocional e intelectual subyacente, de modo que si nos atuviéramos únicamente a su trama más frontal podría terminar siendo, dependiendo de los ojos que miren, demasiado difusa.

El filme cuenta la historia de Nadia, una nadadora profesional que se enfrenta a su última carrera en los Juegos de Tokio del 2020Pascal Plante presenta un escenario alternativo a la realidad en el que el país nipón llegó a celebrar el gran evento deportivo que se vino abajo por la COVID-19—, y termina soterrada bajo un mar de dudas, resentimientos, pensamientos contradictorios y sensaciones desenfocadas. Lo principal que hay que tener en cuenta al enfrentarse a Nadia, Butterfly es que el cineasta va a estar jugando durante todo el metraje con el concepto de la mariposa que se desarrolla y sale del capullo, aunque para ello sacrifique la literalidad por el camino. Si bien este enfoque poético del esfuerzo y el sacrificio deportivo, de la renuncia individual a lo que es una vida adolescente, de todo lo que se les niega a unas personas que sienten que su vida no les pertenece después de todo, tiene un gran valor artístico y llega a hipnotizar por momentos por lo lograda de la interpretación de Katerine Savard —nadadora profesional que guarda muchas similitudes con el personaje de Nadia—, que dicho sea de paso monopoliza por completo la pantalla en un estudio de personaje que soporta con total entereza, se viene un poco abajo en su tramo central cuando el guion parece quedarse un poco estancado en la repetición del estado de ánimo de la protagonista.

El retrato íntimo y desnudo que la película hace de esta nadadora llena de desesperación y rabia tiene más de metafórico que de narrativo.

Katerine Savard sostiene todo el peso del filme sobre sus hombros.

Como ensayo sobre el egoísmo deportivo —aunque extrapolable mucho más lejos del ámbito competitivo— funciona francamente bien, aportando interesantes puntos de vista sobre lo que no se ve en las pantallas: la cámara, de este modo, sigue ciegamente a Nadia, hasta el punto de que omite conscientemente todo lo que ocurre alrededor de ella para mostrar únicamente cómo reacciona ante los eventos que la rodean. Es esta vocación autoral la que la convierte en un caramelo mucho más dulce en lo que se refiere a explorar el mundo interior de una deportista de élite que otras aproximaciones recientes a una casuística similar como Yo, Tonya (Craig Gillespie, 2017), pero a su vez, la coloca en un punto más difícil de interpretar de cara al gran público, que en esta Nadia, Butterfly no va a encontrar emoción desmedida, ni grandes estadios viniéndose abajo en estallidos de aplausos: el retrato íntimo y desnudo que hace de esta nadadora llena de desesperación y rabia tiene más de metafórico que de narrativo.

Sorprende la impresionante calidad de las interpretaciones, haciendo especial hincapié en la de Katerine Savard en el papel principal. Si tenemos en cuenta que es deportista profesional, y que es su primera aproximación al mundo cinematográfico, podemos considerar sus amargas lágrimas, sus sonrisas tímidas, su agresividad explosiva, su corporalidad esquiva como un logro al alcance de pocos intérpretes primerizos. Su ejercicio de introspección y búsqueda de la realidad de Nadia conecta directamente con lo más profundo del espectador que entre en su juego, lo que sumado a alguna idea visual francamente poderosa —como esa escena en que llora desconsolada en el cambiador tras ganar la medalla de bronce, como una metáfora pura de la mariposa que vuelve a entrar en la crisálida solo para dejarse caer— le dan un toque de veracidad que le aporta gran valor a la propuesta del cineasta canadiense. Su mayor problema es que esta fragmentación de la persona de una manera tan deconstructiva convierte el visionado en un acto demasiado dejado a la interpretación de su subtexto y le reduce el valor intrínseco que pueda tener como obra literal. Por supuesto que no tiene porque suponer una cortapisa ni un tropiezo autoinfligido ya que, como venimos diciendo, su aproximación a su objeto de estudio es minuciosa y de gran recorrido: dadas las condiciones en las que nos es ofrecida esta Nadia, Butterfly, y en aras de poder disfrutarla tal y como ha sido concebida, vamos a necesitar aparcar momentáneamente la necesidad de obtener un relato conclusivo y convencional. Y en este caso, la mariposa que no sabe si volar o volver, si escapar o permanecer, tendrá tanta pureza como seamos capaces de aceptar.